La gente portaba los baúles con las prendas, pisando la escalera oxidada, volviendo la cabeza hacia atrás y regañando al caudillo muy seguro de sí mismo. Se despedían muy de prisa y corriendo con los pocos familiares, cuyos ojos se humedecían por las lágrimas.
El buitre negro, conocido como aura o tragón de carroña, ahora estaba dando vueltas sobre la barcaza en compañía de otras aves, uniéndose en una bandada entera de compañeros de esta especie. Desplegando las alas ralas, ellos se lanzaban en picada a las rocas ribereñas, o se levantaban por las nubes, la trayectoria inconcebible podía ser emparentada al caos, en el ánimo que reina entre los refugiados. A las aves que volaban de acá por allá, sin ser capaces de determinar la altura requerida, algunos de los que vinieron a despedir a los suyos creían que era el presagio de una desgracia.
Una de las jóvenes mujeres, que se llamaba Ariana, se arriesgó a emprender un viaje tan peligroso con su hijita de cinco años, pero le fallaron los nervios. Una escaramuza violenta con Lázaro le hizo comprender que arrancar sus mil dólares pagados, en calidad de avance por el traslado, ella de ninguna manera podría obtenerlos de nuevo, ya que el dinero había sido gastado en la preparación de la expedición. Entonces, la mujer entregó forzosamente a su chicuela a la madre, que vino a despedirse de ellos, y mostrando su desdén hacia Lázaro, o al riesgo que ahora le amenazaba solamente a ella, iba portando el último bártulo al casco. Este era de una vitalidad dudosa. Para Ariana ahorrar tal suma era prácticamente algo irreal, por eso no le quedaba, a su parecer, otra salida. La travesía de la pequeña Estefanía y su madre anciana la aplazaba para organizarla después… Cuando estuviera bien plantada en los EE.UU.
– ¿Mamá, por qué papá no se va con nosotros? – pestañeaba con sus ojitos castaños Eliancito.
– ¡¿No estás harto de chacharear sobre tu padrazo?! – Lo cortó bruscamente Lázaro, estando acalorado de la disputa con la loca Ariana, – te las pasas callejeando de un lado a otro los días enteros. Ya es hora de hacerse mayorcito. Mañana estarás en un país donde hay todo lo que puedas soñar…
– ¿Y un Mickey Mouse grande? – la pregunta del pequeño desconfiado Lázaro mentalmente la clasificó como primitiva, pero de igual modo contestó:
– Mickey Mouse no será lo único que podrás ver allí.
– ¿Y una nueva patineta?
– En ella irás a ver a Mickey Mouse – lo expresó con mordacidad este, cansado del interrogatorio estúpido del niño.
– ¿Habrá un machete de juguete en un estuche de cuero con motivos indios y con el perfil de Hatuey9? – siguió preguntando el chico melindroso.
– ¿Para qué necesitas un machete de ese tipo? Fíjate, tengo uno verdadero. Con él se puede cortar tu lengüita desobediente, si no cesa de desembanastar… – La amenaza no parecía ser tan inofensiva, en especial para Eliancito, que se asustó no tanto del irritado tono del conocido de mamá, sino del aspecto amenazador de su machete con un mango macizo hecho de madera rosa.
– ¿Es obligatorio que te la pases asustando al niño? – intervino la madre.
– No te enojes con él, niña mía – como siempre surgió a tiempo doña María Elena, fumando un cigarro – Todo eso tiene lugar por las divisas malditas. Le hicieron perder la cabeza al pobre chico. Ahora lo está pagando con el propio trabajo. Está tan atareado que no le queda tiempo para elegir las adecuadas expresiones. Querida, deberás comprenderlo. Es que él también está esforzándose por ti. En primer término, es por ti, nena.
– Quiero ver a papá… – mirando con esperanza a su mamá, pidió Eliancito.
– Ahora él es tu papá, – la vieja anciana con el cigarro en la boca, parecía ser un babalao10, indicó al conocido de mamá.
– No hay dos papás. ¡Papá ha de ser solo uno! – rechazó esas palabras el niño, apretando los labios y buscando con los ojitos la afirmación de su conclusión, aunque fuera con una gesticulación mímica aprobatoria de su mamá. Pero esta no reaccionó siquiera a su réplica. Permanecía callada.
– ¿Es verdad, mamá? – lanzó un grito Elián, tirándola de la manga.
La mujer no contestaba al hijo, observando ensimismada al último viajero que subió a bordo, en cuya mirada pudo leer sus propios pensamientos.
A Don Ramón Rafael, se le podía oír gimiendo, era el padre de Lázaro. El hijo y la mujercita de él pudieron convencerle de trasladarse solamente mediante un ultimato directo, afirmando que si él continúa obstinándose – desamarrarán solos.
¿Cómo él, una persona solitaria y de edad avanzada, podrá vivir luego sin sus familiares? Sean como sean, pero son los más allegados. Si parara a estos “viajeros”, lo martirizarían luego con reproches, chantajes y cavilaciones. Le pondrían el gorro a él, acusándole de que por culpa suya no materializaron en la práctica su sueño y no llegaron hasta el paraíso en la Tierra.
¿Quién sabe dónde está ese paraíso? Puede ser que esté aquí, en Cuba… Si una persona habla constantemente, que está viviendo mal, el Señor puede mostrarle como es “realmente mala la vida”. Cuando un hombre ve lo bueno hasta en condiciones donde la
vida no es muy fácil, Dios mostrará lo que es “verdaderamente bueno”.
Puede ser que Fidel de verdad sea profeta, semejante a Moisés. Cuarenta años a partir de 1959 estuvo él indicando el camino limitándose a una isla, explicando que no hay nada que buscar, que en realidad se hallan en el paraíso. En su isla poblada por miles de animales excepcionales y no hay ninguno que sea venenoso. Donde los árboles sagrados e imponentes, la ceiba, que crece junto a Caesalpinias fogosas. Donde se abre la mariposa nívea, y gorjea la diminuta ave tocororo, cuyo plumaje azul-rojo-blanco se asemeja a la bandera cubana. Quizás transcurridos cuarenta años de andanza por la isla su tierra se haya convertido en un paraíso, además, llegó a ser el Edén con ayuda de sus manos cansadas, que con la misma obstinación saben manejar el arado y el fusil…
– Debes ir por tu hijo – así se expresaba María Elena, instruyendo a don Ramón para el lejano camino – aquí estará perdido, se pudrirá en las mazmorras de Raúl. Allí se abren inimaginables perspectivas… Tu hijo te necesita. No lo traiciones.
… Cuando el caudillo de la primera guerra por la independencia de Cuba, Carlos Manuel de Céspedes, fue puesto por los españoles ante la opción de salvar a su hijo natal o traicionar a la patria, el héroe prefirió sacrificar la vida del hijo a rescatarla mediante el precio de la traición.
Don Ramón Rafael se orientaba bien en la historia, pero no creía poder ser capaz de un acto de heroísmo. Por dentro se arrepentía por la bajeza de espíritu y con todo corazón sentía que estaba cometiendo un error, pero, acostumbrado a seguir la corriente, como si fuera un zombi, entraba en un río turbio lleno de ilusiones ajenas, sin saber a dónde lo llevaría la corriente tempestuosa.
– ¡Dame el extremo! ¡Tíramelo! – Vociferaba Lázaro a un torpe jovencito, el cual intentaba sacar la soga del bolardo – ¿Por qué eres tan lento?… ¡Apaga el motor, la soga se puso tensa! No lo podrá hacer este debilucho…
– ¿Puede ser que demos marcha atrás? – preguntó de manera insegura el duro de oído Bernardo, que se asumió voluntariamente el modesto papel de contramaestre, pero, poniéndose al timón, inmediatamente creyó ser Magallanes.
– ¡Apaga el motor y apártate del timón, idiota! – ordenó Lázaro, mientras acompañaba sus exigencias con gestos expresivos…
– ¿Estás seguro de que luego lo pondremos en marcha? – Lo dudó el contramaestre rechazado, aunque se sometió al cacique, paró el motor con pocas ganas, bajó del