Como suele ocurrir en las grandes batallas, los contrincantes se atacan buscando el lado más débil, y por ahí suele ser por donde claudican. Sin duda alguna el lado más flaco del edificio científico iniciado por los griegos era la mecánica, y en particular la mecánica medieval de inspiración aristotélica. En realidad, Galilei no es en ningún caso el primero en advertir sus deficiencias, pero es a él que le corresponderá constituirse en su verdugo. Paradójicamente no es sino continuando la senda abierta por el griego Arquímedes, que Galilei logrará llevar a cabo su misión.
Galilei, inicialmente él mismo un aristotélico, se vio enfrentado a las dificultades para explicar en términos causales el desplazamiento de los cuerpos –en particular, los movimientos contra naturaleza–, como el lanzamiento de proyectiles, ya que estos continuaban desplazándose aun en la ausencia de contacto con su motor. Las explicaciones causales suponían la tarea nada fácil de llegar a conocer la naturaleza íntima de los cuerpos y sus posibilidades de acción. Ante esta dificultad, una forma alternativa, que ya también había comenzado a desarrollarse antes que él, era la de optar por describir matemáticamente tal movimiento, haciendo abstracción de la naturaleza específica de los cuerpos, salvo en aquellos aspectos que se prestaran a la medida cuantitativa y en definitiva a la matematización. El movimiento local quedaba entonces reducido solo a lo que en él pudiera ser susceptible de tratamiento matemático.
El sobresaliente ingenio especulativo y matemático de Galilei, su metódico y sagaz espíritu de observación, junto a su personalidad beligerante y a sus inigualables dotes de polemista, terminaron por imponer sus ideas y sus métodos en el estudio de la mecánica. Sin embargo, la que bien pudo ser una manera alternativa y complementaria de estudiar el movimiento local de los cuerpos se transformó, ya en la mente de Galilei, en una nueva forma de concebir el mundo y al hombre que lo habita. Visión que descalificaba como irreal toda visión cualitativa u ontológica de la realidad. Galilei, en el clímax de su entusiasmo, llegó a afirmar que la clave última de la inteligibilidad de la naturaleza eran las matemáticas22. Poco importó que los argumentos galileanos se apoyaran en postulados filosóficamente discutibles, o que los experimentos que citaba para apoyar sus teorías fuesen más pensados que ejecutados; ya sea porque estos experimentos eran para la época prácticamente irrealizables, ya sea porque nunca tuvo la paciencia de llevarlos a cabo, o porque desde su concepción eran físicamente imposibles.
La nueva posición se apoyaba en argumentos que parecían irrebatibles. En efecto, ¿qué importancia puede tener intentar conocer una supuesta naturaleza de las cosas oculta tras los datos inciertos de los sentidos? ¿Por qué no descansar más bien para el conocimiento de las cosas del mundo físico en este nuevo modo de hacer ciencia? Ahora bien, si este nuevo modo de conocer las cosas de la naturaleza conduce a resultados fáciles de objetivar y permite el desarrollo de nuevos aparatos y técnicas, ¿no será acaso que esta sí que es verdadera ciencia y conocimiento de las cosas? ¿Qué sentido tiene seguir afirmando contra toda evidencia que las cosas que observamos encuentran su explicación última en un más allá inteligible y misterioso? ¿No es todo eso más bien una colección de arbitrariedades?
Siendo también matemático y físico, René Descartes llegará a estas mismas conclusiones, pero por un camino completamente diferente. En su física, Descartes nunca llegó a ser verdaderamente galileano. Es a partir de una crítica general del conocimiento que Descartes llega a la conclusión de que lo único que los cuerpos tienen de inteligibles, y por lo tanto de real, son sus propiedades ligadas a la extensión. Nuevamente, pero por otro camino, es declarada intrascendente la pretensión de encontrar la raíz de las propiedades físicas de los seres naturales en los datos aportados por los sentidos. El nuevo saber debe descansar sobre la idea clara y distinta de extensión o de corporeidad, y sobre el análisis del movimiento local, llevados a cabo de modo deductivo conceptual o matemático.
Sin embargo, habiendo deprivado a los cuerpos naturales de sus propiedades activas, algo parece faltarle al esquema galileo-cartesiano. Si los cuerpos son meramente pasivos, ¿qué es aquello que da cuenta del movimiento? Para completar el nuevo paradigma, desde el punto de vista de la dinámica, Isaac Newton aportará al conjunto las correspondientes fuerzas, que no quedaban explicitadas suficientemente ni en Galileo ni en Descartes, coronando el todo con axiomáticas leyes naturales que garanticen el determinismo operativo de los entes físicos. Determinismo operativo que había sido evacuado junto con la idea de naturaleza y que es reemplazado, por el confuso concepto antropomórfico de “leyes de la naturaleza” o “leyes científicas”, concebidas como gobernando a los cuerpos extrínsecamente de modo análogo a la forma como las leyes de la sociedad rigen a los ciudadanos.
Ya sea siguiendo el dualismo cartesiano, o la nueva ciencia galileana, el hecho es que la nueva visión del hombre surgida de esta reforma, una vez completada, habrá vaciado al cuerpo humano y al cosmos de toda traza de inteligibilidad intrínseca, que no sea de tipo físico-geométrico-matemático. Lejos habrá quedado la idea de un fondo íntimo e inteligible en las cosas, del cual brotan de modo ordenado y armonioso sus operaciones. El hombre y el universo enteros pasan de ser un orden bello y armónico, del cual no están ausentes el azar y la violencia, a constituirse en complejos e ingeniosos artilugios mecánicos, cuyas piezas son movidas por fuerzas extrínsecas, y cuyo operar sería rigurosamente predecible, solo con conocer los datos iniciales del problema.
La lógica de la medicina moderna
¿Qué consecuencias ha tenido todo esto para la actividad médica y de qué modo nos aporta luces para comprender los problemas a los que se enfrenta hoy? Las consecuencias más evidentes las podemos ver en primer lugar en la concepción mecanicista actual que se tiene de los seres vivos y en particular del hombre sano y enfermo. En esta visión los seres vivos son concebidos como complejos moleculares altamente estructurados que, sin sentido intrínseco ninguno y por razones estrictamente azarosas, surgieron en épocas pretéritas y se perpetuaron gracias a su capacidad autorreplicativa. Esta propiedad autorreplicativa, junto a otras propiedades vitales como el metabolismo y la morfogénesis, habría emergido en un momento dado como un efecto derivado de la sola complejidad. Posteriormente, en virtud de un proceso puramente mecánico de variación y de selección, los sistemas vivientes habrían adquirido una complejidad creciente que se acompañó del surgimiento de nuevas propiedades emergentes; por ejemplo, el conocimiento. Este conocimiento sería una especie de correlato autoconsciente de otro fenómeno también reductible a lo mecánico, que es el procesamiento de información, el cual ya se vendría haciendo desde el comienzo de los tiempos, en el conocido material genético.
Ahora bien, ya sea que se conciba este yo psicológico como una res cogitans (“realidad pensante”) escindida de la materia, al modo cartesiano, como lo hace Eccles23, o como un puro epifenómeno de esta, como lo piensan Maturana24 o Changeaux25, el hecho es que para ambas visiones, el cuerpo humano es concebido ya sea como un mero instrumento del yo, en el caso de los dualistas, ya sea como una máquina hipercompleja, para los materialistas. En la práctica, empero, si se piensa el yo como algo real, o como una fantasmagoría epifenomenal de la materia, el hecho es que en ambas versiones el que asume en definitiva el dominio y el control sobre el cuerpo es esta misteriosa y exigente subjetividad. Exigente porque ella ha tomado conciencia progresiva de su autonomía del cuerpo, de su poder sobre él, de sus insaciables aspiraciones y de su derecho omnímodo de satisfacerlas.
Pero junto con lo anterior, este ego ha tomado conciencia de dónde se encuentra la raíz última de sus insatisfacciones. En efecto, si bien es cierto que es a través del cuerpo que el ego aplaca su sed de autorrealización, es este mismo cuerpo el que se constituye en definitiva en el mayor obstáculo para su plena felicidad. La enfermedad, la deformidad, la fealdad física,