Para llegar a tal punto, Butler retoma la teoría de los actos de habla de Austin y la reformulación crítica del performativo en Bourdieu, a partir de lo cual logra examinar el performativo del habla como conducta. El trabajo de la filósofa posestructuralista contribuye a percibir el lenguaje como una herramienta cultural situada en una especificidad que supera la universalidad, y desde donde es posible explicar que los cambios culturales que ocurren a través del lenguaje logran sustentar derechos políticos y sociales. Cuando hablar es actuar, de manera inmediata el significado del lenguaje conlleva una subordinación de la persona a quien se dirige: la pornografía, el racismo, el odio tienen un poder performativo como condición lingüística y reafirman que los seres humanos, en cuanto seres lingüísticos, se constituyen en seres políticos (Aristóteles, 2007; Arendt, 2007).
El poder performativo del lenguaje es una condición para la ciudadanía desde el punto de vista político; sin embargo, el sentido de igualdad entre los participantes no logra que los seres sean políticos en su totalidad. Dicho de otro modo, como condición necesaria, el poder performativo no puede quedar subordinado a una mera descripción de la realidad, ya que su función es la de proveer agencia política a los individuos, pues estos son actos en sí mismos.
De este modo, el lenguaje de la diferencia supera al lenguaje de la igualdad, pues la claridad terminológica produce un uso común del significado de los términos en cuestión. Butler entiende el género como un “estilo corpóreo”, un acto que representa una ideología y una historia que existe más allá del sujeto que promulga alguna convención. En consecuencia, el género no es una construcción natural, concepción que permite luchar por los derechos de identidades oprimidas gobernadas por la normatividad heterosexual. Dado que estas normas son históricas y construidas socialmente, pueden ser retadas y transformadas a través de los actos performativos del lenguaje.
Asimismo, el lenguaje permite y autoriza fracturas sociales que inicialmente cuestionan la naturaleza predeterminante de las llamadas cualidades innatas y universales, y que posteriormente desmantelan las verdades generalizadas acerca de lo que significa ser sujeto político. Una vez las definiciones de hombre y mujer son liberadas de la predeterminación biológica, estas comienzan a designar posibilidades ontológicas que construyen un sujeto ya no desde la dicotomía “uno-otro”, sino a través del espacio “entre dos”.
En este punto resulta pertinente el texto de Irigaray (1992): Yo, tú, nosotras, donde se invita a tomar distancia ontológica de aquellos sistemas de pensamiento que construyen la identidad arbitrariamente:
Rechazar hoy día toda explicación de tipo biológico —porque la biología, paradójicamente, haya servido para explotar mujeres— es negar la clave interpretativa de la explotación misma. Ello significa también mantenerse en la ingenuidad cultural que se remonta al establecimiento del reino de los dioses-hombres. […] Así pues, para obtener un estatuto subjetivo equivalente al de los hombres, las mujeres deben hacer que se reconozca su diferencia. (p. 44)
El género —construcción social a partir del lenguaje— revela entonces los alcances interdisciplinarios del uso del lenguaje y sus significados. El uso de un lenguaje denotativo permite articular los alcances de un marco teórico desde el cual el concepto de diferencia comienza a reconstruir las bases de una democracia, sistema en el que los individuos superan las desigualdades de género y se adscriben a la diferencia como garante de derechos y responsabilidades.
De acuerdo con Irigaray, las mujeres no han logrado sus derechos políticos porque no han logrado tener pertenencia de sus cuerpos como medios para comunicarse en los espacios políticos democráticos; sus identidades todavía están enmarcadas en el lenguaje de la igualdad. La crítica de esta teórica a Lacan es el primer paso para lograr una reconstrucción de la democracia, y también logra revelar que la aparente neutralidad del orden masculino impide la creación y articulación de la diferencia. En este orden no es posible que las mujeres construyan su identidad, pues se les ubica como el “otro”; por consiguiente, el orden fálico de la tradición occidental obstaculiza cualquier intento de desarrollar un sujeto mujer que piense en su cuerpo desde un lenguaje de la diferencia, desde sí misma.
En este sentido, la autora propone un cambio marcado por el advenimiento de la “diferencia sexual”, lo que significa un lenguaje que constituye una manera diferente de habitar el espacio político y cultural y que va más allá de la idea de un feminismo de la igualdad. La diferencia sexual es posible al mantener la sexualidad en el lenguaje, mediante la búsqueda de palabras que así lo expresen, ya que estas sitúan a la mujer en la sociedad y la cultura y traen consigo una evolución subjetiva que les brinda visibilidad en los ámbitos sociales y políticos. El discurso masculino acerca del mundo es un conjunto de inanimados abstractos que representan una neutralidad fenomenológica y epistémica y que, en esencia, olvidan que la sexualidad está vinculada a la cultura y a sus lenguajes, pues es allí desde donde se construye la realidad.
El reconocimiento político y cultural desde el uso del lenguaje de la diferencia constituye una oportunidad para el reconocimiento de la multiplicidad de subjetividades. Allí se instala el deber del lenguaje, que a su vez denota significados situados culturalmente. Para que una sociedad interactúe desde el lenguaje de la diferencia, es necesario que la igualdad coexista con los constructos de la diferencia. En ese sentido, el lenguaje de la diferencia, más que un avance de la igualdad hacia la multiplicidad de narrativas, es el comienzo del desarrollo de posturas epistémicas y fenomenológicas que definen y construyen simbólicamente, en el imaginario social, los espacios para la diferencia masculina y femenina.
El lenguaje de la diferencia
Como se ha argumentado, es relevante considerar los alcances del lenguaje de la diferencia en la construcción de realidades y espacios políticos. Irigaray (2000), mediante el uso de la noción de “entre”, hace un énfasis en el aspecto espacial de la democracia y aboga por un punto intermedio: un lugar donde dos sujetos políticos completos puedan coexistir. La noción de “entre” en el pensamiento de la autora opera tanto en el plano de lo físico —relación del cuerpo en el mundo real— como de la ontología —la preocupación radica en la naturaleza del ser en el mundo—.
Esta conceptualización del espacio físico explica el deseo de Irigaray (2000) de encontrar un lugar dentro de un mundo existente y, al tiempo, crear un marco teórico en el horizonte del ser y la subjetividad. La introducción del libro define claramente su objetivo: el rechazo del marco teórico y práctico según el cual las mujeres “simplemente se modelarían a sí mismas en formas masculinas de ser y hacer” (p. 1). Esta resistencia a aceptar los estándares tradicionales mediante los cuales las mujeres se han definido política y culturalmente despliega un lenguaje centrado principalmente en el reconocimiento, mas no en la aceptación.
Refiere la filósofa que la aceptación como estándar patriarcal de las relaciones y la comunicación ha concedido un lugar en el que las mujeres reflejan y sirven exclusivamente a los deseos y las necesidades de los hombres. Repensar el modelo social para lograr la subjetividad es abandonar un modelo que siempre ha forzado a la sociedad a poseer al otro, en lugar de reconocerlo:
El otro se mueve dentro de un horizonte y construye un mundo que está más allá de nosotros. Si creemos que podemos hacerlos nuestros, nos estamos sacrificando a nosotros mismos y al otro (hombre o mujer) a un deseo ilusorio de posesión. (Irigaray, 2000, p. 7)
Se hace necesaria la articulación de un espacio para el hombre y la mujer donde el lenguaje de la diferencia se manifieste a través de un reconocimiento mutuo y formal del otro, algo que se podría llamar “una política de la diferencia sexual”. En otras palabras, una arena política que es capaz de