Comprender la negatividad del todo resulta una difícil tarea para la razón. En ese lugar, la ciencia de la lógica pierde sustento, desborda su sentido, pues habría que confrontar la experiencia del mal con lo indecible: aquello que no posee códigos suficientes para ser expresado, tratado o representado por el razonamiento finito del hombre. El lenguaje del mal es celoso sin que ello lo convierta en un misterio. Siguiendo a Hegel (1986), lo que en este caso se convierte en indecible para el lenguaje no sería otra cosa que el mismo querer-decir, pero que no puede ser expresado, dado que no encuentra el medio para hacerlo efectivo.
Esto no-dicho se convierte simplemente en un negativo y un universal que se concibe en sí, pero al no ser transmitido y puesto en el plano de lo formal, difícilmente asume el juicio de ser verdadero o falso. El contenido de la experiencia del mal no se corresponde con la inmediatez y tampoco atiende dobles significaciones: acaece el mal o no acaece. En ese sentido, se configura una certidumbre inmediata. Ahora, el problema se origina si la medida de juicio resulta ser la inmediatez de los sentidos, porque estos podrían generar interpretaciones ambiguas. Aquí el resultado supone una turbiedad, un problema para caracterizar con precisión el contenido mismo.
En el caso tan nombrado de Eichmann en Jerusalén (Arendt, 2006)3 podría generarse el siguiente cuestionamiento al que se refieren Cornman, Pappas y Lehrer (2012): ¿nos es posible advertir el lenguaje del mal simplemente como un modo de justificación?, ¿resulta posible justificar dicho lenguaje con este carácter? No fue un instinto diabólico, ni siquiera la estupidez, lo que hizo a Eichmann convertirse, según Arendt (2007, 2012), en uno de los mayores criminales de su tiempo. Así, este lenguaje considera tener un tránsito aparente a la acción que acaece, y no en el acto mismo del pensar: no aparece, no está, no es enunciado de la manera tradicional, afloran particulares, se obvia la gesticulación y se posiciona lo accionado. En la circunstancia descrita no habría necesidad de la reflexión; como apunta Arendt (2007), es la suma de la pura y simple irreflexión. Para Bilbeny (1995), este mal —profundizado desde la irreflexión— supone una vaciedad y falta de sentido radical, y es contrario a la pertenencia misma de una especie dotada, una especie que todo lo busca filtrar por el entendimiento.
Este entendido de subjetividad participa o en parte es posible debido a una inclinación. Esta inclinación va a ser definida por Kant (2001) como una propensión al mal existente en la naturaleza humana. Allí existe un apetito habitual concupiscente que forja un camino propicio para que sean moduladas la contingente humanidad y su relación directa con el mal, y que dota del espacio propicio para su desarrollo. Kant (1992) ha sido claro en sostener que el mal habita en el corazón humano, allí ha asentado su dominio. En esta disposición, el hombre ha hecho visible el dominio que ejerce el mal sobre sí.
El dominio del mal posibilita una desviación de las máximas y, con ello, reafirma su propensión justo por tres razones: a) la debilidad del corazón en el seguimiento de las máximas adoptadas, es decir, la fragilidad con que se nos presenta la naturaleza humana; b) la propensión a mezclar motivos impulsores inmorales con los morales, esto es, la impureza; c) la propensión a la adopción de máximas malas, es decir, la malignidad de la naturaleza humana o del corazón humano.
A decir verdad, el lenguaje del mal aparece como justificación respecto de las acciones injustas4. En el primer apartado de la fragilidad que refiere Kant aparece la influencia de la letra como cierta, pero a la vez difícil de sobrellevar en la práctica, lo que bien supondría ese estar contrario en la forma en que se comunica el mal. En otras palabras, la misma representación es sensata, y puede ser y existir como ley que, se supone, es asumida por el individuo. Sin embargo, en el plano más práctico, la acción no se corresponde, lo cual significa que el lenguaje lógico de actuación contiene un motivo impulsor superable que implicaría la existencia de un lenguaje distinto, es decir, la aparición del lenguaje del mal y sus formas de hacerse manifiesto.
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