La forma lingüística de las ecuaciones es una oración afirmativa. Una oración de esta especie contiene como sentido un pensamiento —o pretende al menos contenerlo— y este pensamiento es en general verdadero o falso; es decir, tiene un valor de verdad que debe ser concebido como la denotación de la oración, tal como el número 4 es la denotación de la expresión “2+2” o como “Londres” es la denotación de la capital de Inglaterra. (p. 33)
En otras palabras, cuando el individuo asevera algo, es el predicado el que denota algo acerca del sujeto con tal rigurosidad que permite determinar la veracidad o falsedad de la proposición en relación con el mundo. Y es el verbo el que media y hace posible una comprensión del valor veritativo de lo que se afirma, convirtiendo la propiedad indicada por el predicado en verdad. Así, entonces, Frege (1973) introduce un nuevo simbolismo, una notación conceptual —un signo de aserción2— que se antepone a los signos proposicionales, lo que le permite “ser verdadera”. Asimismo, este filósofo-matemático introdujo su distinción “sentido-referencia”, a partir de la cual la noción de contenido juzgable de una expresión (una oración) quedó reemplazada por la idea de nombre complejo, y este último, por ser un nombre, tiene también tanto un sentido como una referencia. Precisamente, decir que una oración (nombre complejo) tiene tanto un sentido como una referencia es afirmar que posee un contenido juzgable.
Del anterior planteamiento derivan varias dificultades. Una de ellas es que no solo los nombres complejos tienen sentido y referencia, sino también las funciones y los nombres. Por consiguiente, el mero par ordenado “sentido-referencia” no basta para esclarecer lo que es el contenido juzgable, puesto que expresiones que carecen de él tienen igualmente ambos atributos. Esta manera de focalizar el análisis de las oraciones afirmativas en el lenguaje ordinario sin determinar sus dimensiones asertivas reconoce que una expresión está determinada por su función dentro de la proposición y, por ende, se ve privilegiada por el contexto configurado.
Es este el resultado de la respuesta que dio Gottlob Frege a una carta de Bertrand Russell donde explicaba la contradicción acerca de los predicados. Este último filósofo cuestionaba la veracidad de la expresión “un predicado es un predicado de sí mismo”, para así identificar la necesidad de evadir la paradoja a la que nos lleva el modo de determinación de un enunciado o el sentido de la expresión. Frege responde a Russell diciendo que de manera particular una noción es un predicado de su propia extensión; es decir, Frege recae sobre el concepto de función como criterio de análisis de sentido.
Las frases tienen valor en la medida en que su función es el resultado de reconocer que su significado es el sentido y sus expresiones relacionales: toda expresión tiene significado en la medida en que su sentido posibilita relaciones, es decir, contribuye al fortalecimiento y ampliación del espacio comunicativo. Esta comprensión de la función sugiere que el sentido de una expresión permite a su vez una transición de lo privado a lo público, e igualmente es posible afirmar en primera instancia que el lenguaje, además de describir la realidad para los individuos, construye realidades desde el sentido y el significado como condiciones necesarias para su entendimiento.
A pesar de las críticas contemporáneas a los alcances teóricos y prácticos del sistema lógico propuesto por Frege —especialmente las de Wittgenstein, que cuestionó y rechazó el uso del verbo como criterio para la veracidad de un enunciado—, es necesario rescatar la sustitución del par “sujeto-predicado” por el de “argumento-función”, ya que sitúa la veracidad de un enunciado en sus relaciones con otros enunciados.
Ahora bien, Wittgenstein acepta el carácter práctico del lenguaje, lo que lo lleva a reconocer que este último tiene un efecto sobre el comportamiento de quienes lo usan: el significado de las palabras y el sentido de los enunciados están en la función y el uso del lenguaje. Dado que los usos son muchos, tanto Wittgenstein como Frege están de acuerdo con que el lenguaje no comparte una esencia común, pero tiene un parecido familiar, colectivo. En su texto Aforismos. Cultura y valor, Wittgenstein (1996) argumenta que las significaciones que constituyen los límites de nuestro entendimiento del mundo se revelan en la comunicación y el hacer dentro de la cultura. El lenguaje como tal es el medio de expresar la significación y es un instrumento que dinamiza la cultura, pues es determinante a la forma de interacción y vida de los individuos3.
La anterior afirmación colige hacer un acercamiento a la cultura no desde los valores y comportamientos que un colectivo comparte, sino desde la función subjetiva que trae el lenguaje y sus significados. En esa medida, los conceptos y su sentido no son meras abstracciones de objetos que existen en la realidad, sino que tienen una conciencia intencional. El anterior análisis de los alcances de Frege y Wittgenstein conducen a confirmar que existe una relación entre la filosofía del lenguaje y la realidad social y política; es decir, el lenguaje está siempre situado en una realidad que deviene de las implicaciones, condiciones y cambios culturales que lo determinan.
El lenguaje y el giro lingüístico
Frente a esta confirmación, el reto principal que nos interpela es la aparente neutralidad del lenguaje que intenta generalizar el significado que provee a la realidad. La interacción social endémica a la configuración del significado del lenguaje supera cualquier intento de lograr una expresión desde este que se denomine universal, a pesar de ser vehículo genérico para la interacción entre los individuos que componen un colectivo.
El trabajo de Kristeva (1997), “Bajtín, la palabra, el diálogo y la novela”, sobre la semiótica y la crítica al desarrollo del estructuralismo y el pensamiento posestructuralista, concede un primer acercamiento al lenguaje de la diferencia4, en la medida en que recuerda que todo texto como productividad, desplazamiento y escritura implica, al mismo tiempo, al productor y al receptor en la construcción del sentido.
La intertextualidad fue utilizada por Kristeva (1997) como una noción frente al modo de estructurar la totalidad de la realidad: “Todo texto se construye como mosaico de citas, todo texto es absorción y transformación de otro texto. En lugar de la noción de intersubjetividad, se instala la de intertextualidad, y el lenguaje poético se lee, al menos, como doble” (p. 3). El concepto de intertextualidad disuelve la idea del texto como una unidad cerrada y establece la noción de que este último siempre está en relación con otros. Esta clase de semiótica tiende a superar los defectos inherentes al estructuralismo —estatismo y no historicismo—, con lo cual se inicia un cambio metodológico que potencia el trabajo filosófico de análisis del lenguaje.
El lenguaje supera así las perspectivas tradicionales que lo enmarcan como condición originaria necesaria para la apropiación de la realidad. Desde varios marcos de referencia, se plantea el interrogante que a su vez sirve de elemento convergente entre los diferentes temas: ¿cómo supera el lenguaje sus límites en tanto lenguaje? La idea que afirma que este codifica una visión del mundo neutral y homogénea se adscribe a la certeza de que está situado en una serie de relaciones de poder. La tradición de la filosofía del lenguaje defiende que todo lenguaje en cuanto fenómeno tiene como tema central el uso que de él se da; y ello implica concebir sus propiedades estructurales y constitutivas de la conciencia, así como una estructura lingüística que revela el sistema de patrones objetivos con valores específicos en la producción social de significado, desplazando así la idea de que existe un universo objetivo e independiente.
El giro lingüístico —the linguistic turn— tuvo inicio con los trabajos de Frege y su exploración por la identidad de una proposición numérica a partir de los cuestionamientos de Russell. Sin embargo, fue Wittgenstein el que inauguró en la tradición filosófica el estudio del lenguaje como estructurante de la realidad, en lugar de concebirlo como simples etiquetas ligadas a conceptos. El giro lingüístico propuesto por la filosofía continental demostró que el lenguaje constituye la realidad; no obstante, esa realidad está compuesta y definida por las diferencias entre los objetos que nos rodean. En otras palabras, los conceptos de algo no pueden existir sin ser nombrados, pues son las diferencias las que estructuran nuestra percepción, lo cual tiene lugar en el momento en que los símbolos nos conceden las características propias de un objeto cualquiera. El sistema simbólico del lenguaje