Pero estaba desesperada buscando una manera de controlar las convulsiones de Dossie. En marzo de 2013, uno de mis clientes me presentó a una terapeuta llamada Laura Graye. Mi esposo era escéptico y le preocupaba la cantidad de dinero que estaba gastando en investigar terapias holísticas, por lo que le pedí a Laura si podría considerar reunirse con nosotros para explicarnos lo que hacía, antes de que invirtiésemos dinero en otro tratamiento alternativo más. Vino hasta nuestra casa, estuvo con nosotros dos horas sin cobrarnos nada y –después de mirarnos y escuchar nuestras historias– dijo que estaba convencida de que la Dieta GAPS era nuestra respuesta. Sacó sus rotuladores y una pizarra y procedió a dibujar un sistema intestinal saludable y uno enfermo (ver ilustración en el apartado «Todas las enfermedades comienzan en el intestino» en la página 30). Mi antes escéptico esposo y yo comenzamos la Dieta GAPS al día siguiente.
Cuando dimos el salto definitivo a la Dieta GAPS, comencé a coleccionar, adaptar y crear recetas. Tomé notas sobre lo que mis hijos preferían y odiaban. Mantuve un registro de cómo estaban todos, de lo que sentían, de cómo hacían sus necesidades y dormían y desarrollé estrategias para comer fuera de casa, dormir fuera de casa e ir a fiestas. Me alegra poder decir que todos nos adaptamos con un mínimo esfuerzo y esta es la mejor parte: después de aproximadamente un año en la Dieta, retiramos por completo el Depakote a Dossie. También está dejando, en estos momentos, el Zarontin, el segundo medicamento de los tres que usa para las convulsiones. En cuanto a nuestro bebé con eccema, está libre y limpio de síntomas, y nunca ha tenido ningún signo de las alergias o el asma que nos vaticinaron. ¡Por no mencionar que hemos sobrevivido dos inviernos brutales consecutivos en Nueva Inglaterra sin haber hecho un viaje al médico! Créanme, no doy por sentado la bendición de tener no uno, sino cinco hijos fuertes y saludables, con un apetito aventurero. Cuento cada bendición todos los días.
El otro inmenso regalo de la Dieta GAPS es que me ha permitido ir de la mano «con mi intestino». Siempre he necesitado la aprobación de los otros, buscando seguridad y respaldo en todo lo que hago. ¿Con qué frecuencia, siendo madre primeriza, corrí al consultorio del médico por absolutamente cada pequeña cosa? La Dieta GAPS me permitió ejercer un impacto directo sobre mi propia sanación y la de mis seres queridos. Me ha convertido en una persona más fuerte porque con frecuencia he tenido que hacer frente a las personas negativas y sus nociones de «lo normal». Y lo más importante, ha enseñado a nuestra familia a sintonizar con la sutil sabiduría de nuestros cuerpos como máxima autoridad.
La historia de Mary
Es difícil decir exactamente cuándo empezó mi historia, porque como le pasa a la mayoría de los estadounidenses de mi generación, mi mala salud empezó mucho antes de que yo naciera. Yo fui la quinta y última hija nacida en el clan Giordano, a las afueras de Boston, a principios de los años ochenta. Mi hermano Mark, nacido tan solo tres años antes de mi llegada, fue prematuro y no sobrevivió más de unos pocos minutos después del parto. Mi madre, como la mayoría de las mujeres de clase media de la época, se dejaba llevar por las tendencias dietéticas del momento, alimentándose a ella y a su familia con la creciente selección de alimentos procesados, grasas rancias y frutas y verduras frescas cargadas de pesticidas. Poco sospechaba de que su salud estaba en peligro debido a la merma nutricional de una mala dieta y de la crianza de tantos niños. Cuando su propio médico le dijo que abortara al bebé que después sería yo, se buscó otro médico. Yo nací de emergencia, por cesárea, a principios de septiembre de 1982. Así comenzó mi lucha por la vida, por las respuestas y por la salud.
Cuando era niña, siempre estaba enferma. En aquella época nuestro pediatra local ejercía en su propia casa, calle arriba. ¡En mis primeros años fue una figura muy importante para mí, porque siempre estaba en su consulta! Infecciones de oído, faringitis estreptocócica, gripe, resfriados, virus, varicela, quistes ováricos, mononucleosis: lo que fuera, yo lo tenía. Mis problemas de salud alcanzaron su punto máximo cuando me diagnosticaron un «virus no identificable» a los dieciséis años. Perdí seis kilos en dos semanas, porque todo lo que comía hacía que mi estómago se retorciera de dolor. Desde entonces, la vida fue una puerta giratoria en el hospital. Dos años y medio y miles de dólares más tarde, mis doctores me diagnosticaron síndrome del intestino irritable y me enviaron a casa. En ese momento no había un protocolo de curación. La actitud era «buena suerte, no te olvides de cerrar por fuera».
La enfermedad siempre aguardaba a mi puerta, junto con la ansiedad y la depresión. Como mujer joven inmersa en el mundo actual, simplemente no podía cortar con esta situación. En 2008, completamente desesperada y exhausta después de tanto intento fallido por mejorar, cambié de médico por cuarta vez en cinco años. Le rogué a mi nuevo médico que descifrara la raíz de todos mis males de salud, en lugar de ceñirse solo a los síntomas. Me hizo una serie de analíticas que demostraron que estaba «bien» y luego me señaló la puerta. Enfurecida por la falta de atención y empatía, me cambié de médico (¡otra vez!) y juré llegar al fondo de lo que estaba mal conmigo, descubrir qué sistemas estaban rotos en mi cuerpo, para sanarlos eficazmente.
El universo tiene una manera extraña de abrirse cuando lo necesitas y por una serendipia descubriría la existencia de la Fundación Weston A. Price justo días después de haber abandonado la consulta de mi médico. Ciertamente tenía sentido que la comida de verdad –verduras, carnes e (¡increíble!) grasas– deba ser la base de nuestra dieta. Había sido vegetariana a ratos durante muchos años y era reacia a renunciar a mis creencias, pero sabía que tenía que ceder en algo. Y así comenzó mi lento camino de salida de la dieta estadounidense estándar.
Los años que siguieron estuvieron llenos de ensayo y error. Aprendí que aunque un alimento pueda ser nutritivo para una persona, puede ser nocivo para otra. Después de años de recibir el consejo «escucha a tu médico» para encontrar respuestas, me llevó un tiempo aprender a escuchar a mi propio cuerpo para determinar qué era en realidad mi medicina y qué mi veneno. No fue solo eso, sino que tuve que reorganizar las prioridades de mi vida para acceder a una alimentación de verdad*. Aprendí que en 1900 los norteamericanos gastaban aproximadamente el 43% de sus ingresos en comida, frente a un promedio de tan solo un 13% hoy. La comida procesada es increíblemente económica, mientras que la producida por los métodos de agricultura y ganadería de larga tradición no lo es. Y aunque todavía me duele desprenderme de una buena parte de mi dinero para la compra de verduras y carnes, me recuerdo a mí misma que estoy haciendo una inversión nutricional.
Unos años después de mi travesía por la comida saludable, nació mi hijo Chet. Un mes después de su llegada, sus médicos encontraron sangre en sus heces. Me dijeron que yo tenía que cortar con todos los alérgenos: leche, huevos, soja, frutos secos, mariscos y gluten (que ya había eliminado por mi cuenta). Como madre primeriza en medio de la privación de sueño y alimento, simplemente empecé a tener miedo de la comida. Tonta de mí, decidí que volverme crudivegana era la solución. Después de un corto periodo de mejoría, comencé a sentir que mi cuerpo me fallaba de nuevo. Entré en un momento doloroso y oscuro en el que me sentí física, emocional y espiritualmente horrible de forma continua. Estaba abatida y desesperanzada.
A finales del invierno de 2011 conocí a Hilary en Wayland, Massachusetts, en un encuentro de Holistic Moms, una reunión mensual informal para madres con la mente abierta a la alimentación holística. Hilary habló sobre los alimentos ricos en nutrientes y sobre la Fundación Weston A. Price. Me invitó a una de sus clases de cocina y acepté agradecida. Allí me di cuenta de que así era como yo necesitaba comer, pero tuve dificultades con muchos ingredientes, especialmente con la leche, la mantequilla y los huevos. Compartí mi historia con una joven estudiante y me asombré de que sus experiencias fueran similares a las mías. Ella mencionó la Dieta GAPS y lo bien que le había ido, así que naturalmente me fui a casa a investigar. En una semana había cambiado la dieta de mi familia por la de GAPS, en la que permanecimos durante seis meses mientras aprendí a cocinar y desarrollaba el valor para comenzar con la Dieta de Introducción. Debido a que mi sistema intestinal estaba tan dañado en ese momento, me preocupaba que la Dieta de Introducción