A veces, con el miedo, los recuerdos traumáticos, negativos o desagradables, se vuelve imposible la expresión de la ternura; ellos nos impiden conectarnos con emociones como la alegría, la tranquilidad o la gratitud. Nos imposibilitan expresar afecto y amor tanto para nosotros mismos como para nuestros semejantes. Esta dificultad radica, según Sigmund Freud, en que un recuerdo tiene una carga afectiva o «monto de afecto». Esta asociación persiste según la forma en que la persona reacciona frente a los sucesos de su vida. Si la persona logra expresar las emociones y sentimientos intensos asociados a algún suceso en particular, el afecto se separará de la representación. En cambio, si el «monto de afecto» es intenso y no logra descargarse, el afecto permanece ligado al recuerdo (Laplanche, 2004, p.1). Esto quiere decir que a las vivencias y eventos que nos ocurren les asignamos un «valor afectivo», y depende de la intensidad que les otorguemos se organizarán en la jerarquía de nuestra memoria y en la rememoración tardía o inmediata de los recuerdos. Esta jerarquía está íntimamente relacionada con nuestras creencias, valores, pautas de crianza y rasgos de personalidad.
Freud también trae el término abreacción, más conocido en términos cotidianos como «catarsis», se refiere a la descarga o expresión emocional espontánea que se produce poco después del suceso emocionalmente relevante, que también puede ser inducida en procesos de acompañamiento por tutores, guías o terapeutas. En ese sentido, la catarsis resulta fundamental como uno de los pasos necesarios para la reparación; pasos que veremos más adelante.
¿Qué pistas nos da el concepto de «catarsis» para ayudar a nuestro propio proceso de reparación?
¿Cómo podemos propiciar espacios de catarsis en las actividades o el acompañamiento pastoral?
Nuestra memoria establece asociaciones tal como se encadenan en el discurso del individuo, y corresponden a una organización compleja de la memoria. Se puede comparar a una especie de archivos ordenados según distintos criterios de clasificación, y que podrían consultarse por diferentes vías (orden cronológico, orden por materias, etcétera). Tal organización implica que la representación o la huella mnémica (huella de memoria) de un mismo acontecimiento puede encontrarse en el interior de varios conjuntos.
En conclusión, los recuerdos están cargados de energía emocional. La memoria es selectiva, fija y congela el recuerdo en una o varias escenas; de tal forma que, depende de la intensidad afectiva que le hayamos impregnado, el recuerdo aparecerá o no de nuevo; y su aparición dependerá también de las asociaciones que hayamos establecido con otras vivencias.
LAS DIMENSIONES
Restauradora
¿Qué actividades o discursos pueden elaborarse en las iglesias que permitan conectar a las personas de nuevo con sus sentimientos aun después de las situaciones de violencia y dolor?
Formativa
¿Cómo podríamos desde los distintos grupos pastorales formar a nuestros niños, niñas y adolescentes para ayudarles a formar nuevos valores afectivos?
Transformadora
¿Qué modificaciones estructurales habría que efectuar para que los encuentros y las relaciones humanas sirvan de «catarsis» a las personas sobrevivientes de violencia, abuso, y negligencia?
De la memoria torturadora a la memoria liberadora: La resiliencia como acto de ternura
Vemos, entonces, que tenemos un sistema de memoria biológica y psicológica, que nos permite crear identidad y construir una biografía, que a través de los años vamos generando redes y asociaciones mnémicas (de recuerdos) que nos permiten traer o no al presente las vivencias dolorosas o placenteras, alegres o tristes, satisfactorias o frustrantes. ¿Qué hacer, entonces, cuando esos recuerdos son desagradables, dolorosos o traumáticos? ¿Estamos condenados a recordarlos? ¿Qué hacer, entonces, con esos fantasmas del pasado que a veces nos persiguen y agobian?
¿Qué huellas de sentido tenemos presentes en nuestro cuerpo?
¿Qué sensaciones nos generan?
Podemos elegir qué, cuándo, cómo y para qué recordar. Los recuerdos que están plenos de sentido de vida se constituyen en un motor; entonces, recordar resulta muy agradable. A esta rememoración trascendente se le llama «huella de sentido»2; es el acto de percibir sentido y valores en una vivencia y a partir de ella traerla al presente cuantas veces se requiera, para disminuir episodios de tristeza profunda, aburrimiento, desmotivación o pérdida del sentido de vida. Viktor Frankl afirmaba que en los momentos de plenitud y alegría había que almacenar estas huellas de sentido en una especie de granero, donde se guardan la provisiones para el invierno, para que, cuando vengan tiempos de soledad, desesperación y desesperanza, visitemos el granero de nuestras huellas de sentido y, con ellas, recordemos que hemos vivido momentos significativos y que tenemos la capacidad de volver a vivirlos. Las huellas de sentido están nutridas de amor, ternura, valores y trascendencia, que es una forma de hacer consciente nuestra espiritualidad.
El asunto es que, cuando nuestros recuerdos son dolorosos y traumáticos, recordar se vuelve terrible porque se vuelve a revivir el sufrimiento. ¿Cómo proceder, entonces, en ese caso, en esos momentos cuando queremos olvidar o, incluso, cuando la desesperación es tan extrema que surgen pensamientos y sentimientos de muerte? Aquí es cuando nace el recurso humano de la resiliencia.
La resiliencia es un fenómeno que propuso Boris Cyrulnik, neurólogo, psiquiatra y psicoanalista francés, para denotar la capacidad que tenemos los seres humanos de sobreponernos a la adversidad; lo que Viktor Frankl también llama: «la capacidad de oposición del espíritu». No es casualidad que ambos autores, tanto Cyrulnik como Frankl, experimentaran la tragedia de vivir las penurias y adversidades de la Segunda Guerra mundial. Viktor vivió treinta y siete años como prisionero en campos de concentración; y Cyrulnik, siendo un niño con solo seis años, fue prófugo de campos de concentración. Ellos trasformaron sus tragedias de forma resiliente a pesar de que perdieron a su familia y seres queridos. Veamos algunos puntos que tienen en común:
Renuncia a la victimización. Sus vivencias y experiencias fueron un motor para ofrecer algo al mundo. La vida les arrebató lo más querido; y ellos, al contrario, donaron su ser para un bien común, y trascendieron a través de la construcción y proposición de alternativas para la trasformación personal y social. Viktor Frankl, a través de la «logoterapia y el análisis existencial»; y Boris Cyrulnik, con la «teoría de la resiliencia». Ambos neurólogos y psiquiatras fundaron escuelas de pensamiento que ayudan a transformar seres humanos y comunidades.
Disposición a la restauración por medio y a través del amor y la ternura. Viktor Frankl, al salir de campos de concentración desolado, deprimido y sin esperanza, fue rescatado en 1945 por el amor de Eleonore Schwindt, enfermera del Hospital Policlínico de Viena, donde Viktor había dirigido el departamento de Neurología. Elly, así la llamaba de cariño, lo acompañó por cerca de cincuenta y dos años, hasta su muerte. Ella compartió con él y vivió con ternura el proceso de restauración interior, que le permitió a Frankl liberarse de la culpa colectiva y reconciliarse con sus captores y con todo lo que ellos representaban. Por otro lado, Boris Cyrulnik se libró de vivir en campos de concentración por el gesto de ternura de la enfermera Descoubès al hacerle una seña que le permitió escabullirse debajo de una moribunda y escaparse en un camión. Asimismo gozó el amor de los adultos que lo acogieron en su errancia por familias y centros de protección para huérfanos (Cyrulnik, 2010, p. 75). La ternura es como un bálsamo que acaricia, reconforta y restaura; es un acto fundamental de agradecimiento con la vida, con lo que somos, con lo aprendido, con lo vivido; es una extensión del amor de Dios.
El cuidado