Como imaginaba, el barco sin equivocación alguna se encuentra en una corriente; si así se puede llamar con propiedad a una marea que aullando y chillando entre las blancas paredes de hielo se precipita hacia el sur con la velocidad con que cae una catarata.
Estoy seguro de que es totalmente imposible concebir el horror de mis sensaciones; sin embargo la curiosidad por penetrar en los misterios de estas regiones horribles predomina sobre mi desesperación y me reconciliará con la más odiosa apariencia de la muerte. Está claro que nos precipitamos hacia algún conocimiento apasionante, un secreto imposible de compartir, cuyo descubrimiento lleva en sí la aniquilación. Tal vez esta corriente nos lleve hacia el mismo Polo Sur. Debo confesar que una hipótesis en apariencia tan extraña tiene todas las probabilidades de ser cierta.
La tripulación recorre la cubierta con pasos angustiados y vacilantes; pero en sus semblantes la angustia de la esperanza supera a la apatía de la desesperación.
Mientras tanto, continuamos navegando con viento de popa y como llevamos todas las velas desplegadas, por algunos instantes el barco se eleva sobre el mar. ¡Oh, horror de horrores! Súbitamente el hielo se abre a derecha e izquierda y giramos con velocidad de vértigo en inmensos círculos concéntricos, rodeando una y otra vez los bordes de un gigantesco anfiteatro, el ápice de cuyas paredes se pierde en la oscuridad y la profundidad. ¡Pero me queda poco tiempo para meditar en mi destino! Los círculos se estrechan velozmente... nos precipitamos alocadamente en la vorágine... y entre el rugir, el aullar y el atronar del océano y de la tempestad el barco se resquebraja... ¡Oh, Dios!... ¡Se hunde...!
El que no tiene más que un momento para vivir no tiene nada que disimular.
Criatura marina similar a un calamar o pulpo gigante.
La Cita
Yo iré a encontrarte ¡Espérame allá!
En el valle profundo.
Henry King, obispo de Chichester,
Funerales en el fallecimiento de su esposa.
¡Caballero desdichado y enigmático, ardiendo en el fuego de tu propia juventud y deslumbrado por el resplandor de tu propia imaginación! ¡Nuevamente te observo con la imaginación! ¡Tu figura se eleva ante mí una vez más! No; no como tú eres en el frío valle de la sombra, sino como deberías ser, disfrutando de una existencia de maravillosa meditación en esa ciudad de sombrías visiones, tú, Venecia, Elíseo adorado de las estrellas, allí donde los anchos ventanales de los castillos paladianos descubren los secretos de sus aguas silenciosas en hondas y amargas miradas. ¡Sí! lo digo otra vez, como tú deberías ser. Seguramente hay otros mundos diferentes de este; otras especulaciones que las especulaciones de los sofistas y otros pensamientos que los pensamientos de la muchedumbre. Entonces, ¿quién podría poner obstáculo a tu comportamiento? ¿Quién podrá criticarte por tus horas soñadoras o denunciar aquellas ocupaciones tuyas como una pérdida de tiempo totalmente inútil, que no eran sino desbordamientos de tu energía inagotable?
Bajo el arco cubierto del Ponte di Sospiri, en Venecia, fue donde me encontré por tercera o cuarta ocasión con la persona de quien estoy hablando. Solamente recuerdo muy confusamente las circunstancias de ese encuentro. No obstante, recuerdo (¡ah! ¿pero cómo lo podría olvidar?) el Puente de los Suspiros, la profunda medianoche, la belleza femenina y el ensueño romántico que daba la impresión de que se cernía sobre el angosto canal.
Era una noche de extraña oscuridad. Habían dado las cinco de la madrugada italiana en el enorme reloj de la Piazza. La plaza del Campanile estaba solitaria y silenciosa y las luces del antiguo Palacio Ducal se iban desvaneciendo velozmente. Volvía a mi casa desde la Piazetta, por el inmenso canal. Sin embargo, cuando mi góndola llegó a la desembocadura del canal de San Marcos, en el profundo silencio nocturno, una voz femenina estalló de repente con un grito histérico, salvaje y prolongado. Me puse de pie, sobresaltado por ese sonido, al tiempo que el gondolero dejaba su único remo, que se perdió en las aguas oscuras sin ninguna posibilidad de recuperarlo, quedando, por tanto, abandonados al recorrido de la corriente que va al canal pequeño desde el más grande. Nuestra embarcación iba derivando hacia el Puente de los Suspiros, como un enorme cóndor de plumas negras, cuando un millar de antorchas que flotaban en las ventanas y bajaban la escalinata del Palacio Ducal, transformaron repentinamente en un día pálido y sobrenatural toda aquella honda oscuridad.
Deslizándose de los brazos de su propia madre, un niño había caído desde una ventana superior de la elevada estructura al fondo del hondo y oscuro canal. Las serenas aguas se habían cerrado apaciblemente sobre su víctima; y pese a que mi góndola era la única barca a la vista, muchos decididos nadadores se habían lanzado a la corriente y buscaban inútilmente sobre la superficie el tesoro que solamente se podía encontrar, ¡ay!, solamente se podía encontrar en el abismo. A la entrada del palacio, sobre el amplio rellano de losas negras y unos cuantos escalones por encima del agua, se alzaba una imagen que nadie de los que la vieron en ese momento han podido olvidar nunca. Se trataba de la marquesa Afrodita, la adoración de toda Venecia —la más bella de las bellas, la más preciosa allí donde todas son hermosas—; pero, no obstante, la joven mujer de Mentoni, un anciano intrigante, y madre de esa hermosa criatura, su primer y único hijo, que ahora en el fondo del agua pantanosa estaría pensando con el corazón angustiado en las tiernas caricias de ella y agotando su pequeña existencia en desesperados esfuerzos para decir su nombre.
Ella se encontraba sola. Sus pies pequeños y plateados relumbraban en el negro espejo de mármol que tenían debajo. Medio suelto del peinado de baile, su cabello se enroscaba entre una abundancia de diamantes, rodeando su clásica cabeza, en bucles parecidos a los de la joven Jacinta. Un manto de gasa, de una blancura inmaculada, parecía ser lo único que cubría su cuerpo frágil; pero el aire de verano y de la medianoche era pesado, cálido y sereno, y ningún movimiento en la escultural silueta agitaba ni siquiera los pliegues de ese manto tenue, que caía sobre ella como la pesada vestimenta marmórea cae sobre Níobe. No obstante —parece raro decirlo—, sus ojos enormes y brillantes no se volvieron hacia aquel sepulcro donde su más radiante esperanza reposaba enterrada, sino que se encontraban fijos en una dirección totalmente diferente.
La cárcel de la antigua república es, según creo, el edificio más importante de toda Venecia, pero ¿cómo podía esa mujer observarlo tan fijamente en ese instante, cuando su único hijo yacía sepultado debajo? Allá en la oscuridad, también en ese oscuro nicho que está justamente frente a su ventana, ¿qué podía haber, entonces, en sus cornisas solemnes, en sus sombras, que la marquesa de Mentoni no hubiera podido contemplar un millar de ocasiones antes? ¡Necedades! ¿Quién no recuerda que en ocasiones como aquella, el ojo, igual que en un espejo roto, multiplica la imagen del sufrimiento y ve lo que está al alcance de la mano en numerosos lugares alejados?
Bajo el arco de la puerta del desembarcadero, y varios escalones por encima de la marquesa, se encontraba de pie, totalmente vestida, la figura, parecida a la de un sátiro, del mismo Mentoni. Estaba casualmente ocupado en rasguear una guitarra y daba la impresión de que estaba un poco molesto con la misma muerte, y daba órdenes a intervalos para recuperar a su hijo. Atónito y espantado, era incapaz de moverme de la postura que había adoptado al escuchar el grito, y a los ojos del agitado grupo debía tener una apariencia de fantasma cuando, con el semblante lívido y las extremidades rígidas, flotaba ante ellas en esa fúnebre embarcación.
Todos los esfuerzos fueron infructuosos. Muchos de los que se habían mostrado más