Como una estatua romana
Está erguido.
¡Y así se mantendrá
hasta que la muerte haya transformado en mármol!
—¡Vamos! —dijo él al final, volviéndose hacia una mesa de plata maciza bellamente labrada, sobre la que se podía ver varias copas de cristal magníficamente talladas, al lado de dos enormes vasos decorados con el mismo y maravilloso modelo que el del fondo de la pintura y llenos de lo que suponía ser vino de Johannisberger—. ¡Vamos! —dijo él con brusquedad—. ¡Vamos a beber! Sí, es demasiado pronto, pero bebamos. Realmente aun es muy temprano —siguió pensativo, al tiempo que un angelito daba la hora con un martillo de oro muy pesado y hacía sonar en la habitación la hora primera después de amanecer—. Aun es muy temprano. ¡Bebamos, bebamos en homenaje a ese maravilloso sol que estos incensarios y estas resplandecientes lámparas se obstinan en someter!
Y después de brindar conmigo se bebió varias copas de vino rápida y sucesivamente.
—Soñar —siguió, adoptando nuevamente el tono de su charla confusa, al tiempo que alzaba uno de los maravillosos vasos a la luz de un incensario— soñar ha sido la finalidad de mi existencia y para soñar he mandado a construir este retiro. ¿En el corazón de Venecia podía haber levantado uno mejor? Mire usted en torno suyo: es cierto que parece una mezcolanza de decoraciones arquitectónicas. Las esfinges de Egipto se tienden sobre tapices de oro y los designios antediluvianos ofenden la pureza jónica. Pero la apariencia que esto ofrece solamente puede resultar incongruente para los apocados. Los espantajos que aterrorizan a los hombres en la contemplación de la magnificencia son la unidad de lugar y, fundamentalmente, la de tiempo. Yo mismo fui un decorador en un tiempo: sin embargo, aquella sublimación de la tontería terminó por agotar mi espíritu. Todo esto que está a mi alrededor es lo apropiado para llenar mis planes. Mi espíritu se retuerce en el fuego como esos incensarios árabes y el temperamento delirante de todo este escenario está diseñado para las más raras visiones de esta tierra de genuinos sueños, hacia la cual yo me voy a dirigir velozmente en este momento.
Después, se detuvo de repente, inclinó la cabeza sobre su pecho y pareció escuchar un sonido que yo no podía oír. Finalmente se enderezó, miró hacia arriba y declamó las estrofas del obispo de Chichester:
Yo te iré a encontrar. ¡Espérame allá!
En el valle profundo.
Un instante después, el poder del vino confesó, arrojándose sobre una otomana, todo lo largo que era.
Se escucharon entonces, seguidos de un fuerte golpe en la puerta, algunos pasos rápidos en la escalera.
De inmediato me dirigí hacia allí para impedir una segunda repetición, cuando un paje de la casa de Mentoni se precipitó en el cuarto y, con voz agotada por la emoción, balbuceó algunas palabras incoherentes:
—¡Oh bella Afrodita! ¡Mi señora, mi señora! ¡Está envenenada! ¡Está envenenada!
Volé, aturdido, hacia la otomana y traté de alzar al durmiente para darle la asombrosa noticia, pero sus extremidades estaban rígidas, sus labios estaban pálidos, sus ojos, hasta hacía unos instantes brillantes, daban la impresión de que estaban sellados por la muerte. Retrocedí hasta la mesa, tambaleándome; mi mano se deslizó sobre una copa ennegrecida y rajada, y mi alma se sobrecogió súbitamente por la conciencia de la total y aterradora verdad.
Berenice
Dicebant mihi sodales, si sepulchrum amicae visitarem,
curas meas aliquan tulum fore levatas.
Ebn Zaiat
La desdicha es muy dispar. La desgracia se multiplica de manera multiforme sobre la tierra. Extendida por el vasto horizonte, como el arco iris, sus colores son tan múltiples como los de este, a la vez tan diferentes y tan profundamente acoplados. ¡Extendida por el vasto horizonte como el arco iris! ¿Cómo es que de la belleza se ha originado un tipo de fealdad; de la unión y de la paz, un símil del sufrimiento? Como sucede en la ética, el mal es el resultado del bien y, a decir verdad, de la alegría deriva la tristeza. O del recuerdo de la dicha pasada es la inquietud del presente o las agonías que existen nacen de los éxtasis que pudieron haber existido.
Mi nombre de pila es Egaeus y no mencionaré mi apellido. No hay en este país torres más honorables que las de mi oscura y lúgubre mansión. Nuestra estirpe ha sido denominada casta de visionarios, y en muchos impresionantes detalles, en la particularidad de la mansión familiar, en los cuadros del salón principal, en los tapices de las habitaciones, en los relieves de algunas columnas de la sala de armas, pero sobre todo, en la galería de viejos cuadros, en la distinción de la biblioteca, y, finalmente, en la muy particular naturaleza de los libros, hay fundamentos suficientes para respaldar esta creencia.
Las memorias de mis primeros años se asocian con esta mansión y con sus libros, a los que ya no volveré a mencionar. Allí falleció mi madre. Allí nací yo. Pero es vano decir que no había vivido antes, que el alma no se percata de una existencia previa. ¿Lo niegas? No debatiremos este punto. Yo estoy convencido, mas no intento convencer. No obstante, hay un recuerdo de formas incorpóreas, de ojos espirituales y expresivos, de sonidos musicales y entristecidos, un recuerdo que no puedo desdeñar, una memoria como una sombra, ambigua, variante, confusa, vacilante, y como una sombra, también, por la inalcanzable posibilidad de librarme de ella mientras exista la luz de mi razón.
En aquella mansión nací yo. Al despertar súbitamente de la larga noche de lo que asemejaba, sin serlo, la no-existencia, a países de hadas, a un palacio de imaginación, a los dominios extraños del pensamiento y de la erudición monásticos, no es raro que viese a mi alrededor con ojos perplejos y ardientes, que despilfarrara mi niñez entre libros y desvaneciera mi juventud entre ensueños, pero lo que sí resulta extraño es que al transcurrir los años y el apogeo de la madurez me hallara morando aun en la mansión de mis antepasados. Es inaudita la parálisis que se posó sobre las fuentes de mi existencia, inaudita la completa inversión en la representación de mis pensamientos más ordinarios. Las realidades del mundano universo me afectaron como visiones, solo como visiones, mientras que las inusuales ideas del mundo de los sueños se convirtieron, en cambio, no en el material de mi existencia diaria, sino realmente en mi insolente y total existencia.
Berenice y yo éramos primos y nos criamos juntos en la vivienda de nuestros antepasados. Pero crecimos de maneras distintas. Yo, enfermizo, sumido en la tristeza; ella, ágil, graciosa, llena de vitalidad. Suyas eran las caminatas por la colina. Míos, los estudios del claustro. Yo, viviendo aislado en mí mismo, entregado en cuerpo y alma a la concentrada y laboriosa meditación; ella, deambulando sin preocuparse de la vida, sin reflexionar en las sombras del sendero ni en el silencioso vuelo de las horas de alas negras. ¡Berenice! —evoco su nombre—, ¡Berenice! Y ante este sonido se perturban mil recuerdos escandalosos de las ruinas grises. ¡Ah, comparece vívida su imagen a mí, como en sus primeros días de felicidad y de dicha! ¡Oh cautivadora y fantástica hermosura! ¡Oh sílfide entre los arbustos de Arnheim! ¡Oh náyade entre sus fuentes! Y entonces..., entonces todo es enigma y terror, y una historia que no se debe relatar. La enfermedad —un padecimiento mortal— sobrevino sobre ella como un huracán, y mientras yo la observaba, el espíritu del cambio la arrolló, adentrándose en su mente, en sus hábitos y en su carácter, y de la manera más grácil y terrible consiguió alterar incluso su identidad. ¡Ay! La devastadora fuerza iba y venía, y la agraviada..., ¿dónde se encontraba? Yo no la conocía, o, al menos, ya no podía reconocerla como Berenice.
Entre la incontable serie de enfermedades ocasionadas por aquella primera y fatal, que desató una revolución tan horripilante en el ser moral y físico de mi prima, hay que destacar como la más terrible y obstinada un tipo de epilepsia que con regularidad acababa en catalepsia, estado muy similar a la extinción de la vida, del cual, en la mayoría