—No podría señalar que…
—¿En serio? Está bien, yo fui quien le dijo a Aristóteles que el hombre expulsaba las ideas innecesarias por la nariz al estornudar.
—Lo cual… ¡hic!… es totalmente verdad —dijo el metafísico, mientras se llenaba otro gran vaso de Mousseux y le ofrecía su estuche de rapé al visitante.
—También tuvimos a Platón —continuó su Majestad, declinando recatadamente la invitación a tomar rapé y el cumplido que ello significaba—. Tuvimos a Platón, por quien sentí el afecto que se siente por los amigos durante un tiempo. ¿Conoció usted a Platón, Bon-Bon? ¡Ah, cierto, le pido mil disculpas! Pues bien, un día nos cruzamos en Atenas, en el Partenón. Me comentó que estaba preocupadísimo indagando una idea. Hice que escribiera que ο νους εςτιν αυλος. Me indicó que lo haría y regresó a casa, mientras yo continuaba el viaje hacia las pirámides. Pero me remordía la conciencia por haber revelado una verdad aunque fuera para auxiliar a un amigo, Y volviendo rápidamente a Atenas, alcancé la silla del filósofo justo cuando se disponía a escribir el αυλος.
Le di un sopetón a la “lambda” y la hice ponerse cabeza abajo. Por eso, ahora, la frase dice: ο νους εςτιν αυγος, y compone, como usted bien sabe, la doctrina esencial de su metafísica.
—¿Ha estado usted en Roma? —preguntó el restaurateur al tiempo que finalizaba su segunda botella de Mousseux y sacaba del armario una generosa provisión de Chambertin.
—Una sola vez, Monsieur Bon-Bon, una sola vez. Hubo una época —dijo el demonio como si declamara un pasaje de un libro— en que la anarquía reinó durante un quinquenio durante el cual la república, despojada de todos sus funcionarios, no tuvo otra censura que los magistrados del pueblo y estos no tenían ninguna investidura legal que los habilitara para el desempeño ejecutivo. Solo en ese momento, Monsieur Bon-Bon… solo en ese momento permanecí en Roma… por lo tanto, no poseo relaciones terrenales con su filosofía.
—¿Y usted, qué piensa usted… qué piensa usted… ¡hic!… de Epicuro?
—¿Que qué pienso de quién? —interrogó el diablo atónito—. No querrá encontrar algún error en Epicuro, espero. ¿Que qué pienso de Epicuro? Señor, ¿usted está hablando de mí? ¡Yo soy Epicuro! Soy el mismo filósofo que escribió cada uno de los trescientos manuscritos que tanto elogiaba Diógenes Laercio.
—¡Usted me engaña! —replicó el metafísico, a quien el vino se le había subido algo a la cabeza.
—¡Muy bien! ¡Muy bien, mi señor! ¡Francamente, muy bien! —dijo su Majestad, al parecer intensamente complacido.
—¡Me está engañando! —repitió el restaurateur, dogmático—. ¡Me está… ¡hic!… engañando!
—¡Está bien, si usted lo dice! —exclamó el demonio tranquilamente, y Bon-Bon, después de ganarle a su Majestad en la discusión, pensó que era su deber terminar una segunda botella de Chambertin.
—Como le iba diciendo —siguió el visitante— y como le señalaba hace un instante, en su libro, Monsieur Bon-Bon, hay algunos conceptos demasiado outrées. Por ejemplo, ¿qué intención tiene usted con todo ese alboroto acerca del alma? ¿Podría usted decirme qué es el alma, caballero?
—El alma… ¡hic!… —respondió el metafísico, aludiendo a su manuscrito— es indudablemente…
—¡No, señor!
—Indudablemente…
—¡No, señor!
—Indudablemente…
—¡No, señor!
—Indiscutiblemente…
—¡No, señor!
—Incontrovertiblemente…
—¡No, señor!
—¡Hic!
—¡No, señor!
—Y más allá de toda duda, el alma…
—¡No, señor, el alma no es nada de eso! (Aquí el filósofo, con aire molesto, aprovechó la situación para darle un fin inmediato a la tercera botella de Chambertin.)
—Entonces… ¡hic!… Pues, diga usted, señor, ¿qué es?
—No es ni esto ni es aquello, Monsieur Bon-Bon —contestó reflexivo su Majestad—. He probado… es decir, he conocido ciertas almas muy malas y otras que han sido excelentes. Dicho esto se relamió, pero, distraídamente, dejó caer la mano sobre el libro que llevaba en el bolsillo y se vio atacado por un implacable ataque de estornudos.
—Estaba el alma de Cratino —continuó—, era pasable… La de Aristófanes, chispeante. ¿Platón? Exquisito… No el Platón que usted conoce, sino el poeta cómico; su Platón hubiera causado vómitos a Cerbero… ¡Asco! Veamos… estaba Nevio, Terencio, Plauto y Andrónico. Luego Catulo, Nasón, Lucilio y Quinto Flaco… ¡Querido Quinti! Así le decía yo mientras cantaba un seculare para alegrarme y yo lo freía colgado de un tridente… ¡tan entretenido! Pero a los romanos les falta sabor. Un griego regordete equivale a una docena de ellos, aparte de que se conserva, cosa que no aplica para un romano. Probemos su Sauternes.
Bon-Bon, a estas alturas, había resuelto mantenerse fiel al nil admirari y se apresuró a bajar la botella señalada. Sin embargo, sentía un sonido extraño, como si alguien estuviera meneando la cola. El filósofo decidió no darse por enterado de tan impúdico comportamiento de su Majestad y se limitó a darle una patada al perro y ordenarle que permaneciera quieto. El visitante continuó:
—Encontré que Horacio tenía un sabor muy similar al de Aristóteles… y usted ya sabe que la variedad me encanta. Era improbable diferenciar a Terencio de Menandro. Para mi fascinación, Nasón era Nicandro disfrazado y Virgilio tenía un detalle nasal como el de Teócrito. Marcial recordó a Arquíloco, y, sin duda alguna, Tito Livio era Polibio.
—¡Hic! —replicó Bon-Bon, mientras su Majestad continuaba.
—Sin embargo, si tengo algún penchant, Monsieur Bon-Bon… si tengo algún penchant, es un filosofo. Pero, permítame señalarle, que no cualquier demon… que no cualquier persona sabe cómo escoger a un filósofo. Los que tienen elevada estatura no son buenos, y los buenos, si no se los descascara con cuidado, pueden ser un muy amargos a causa de la hiel.
—¡Si no se los descascara…!
—Quiero decir, si no se los retira del cuerpo.
—¿Y usted, qué pensaría de un… ¡hic!… médico?
—¡Por favor, ni los nombre! ¡Asco, asco! —y su Majestad vomitó violentamente—. Únicamente probé uno… aquel miserable de Hipócrates… ¡Hedía a asafétida!… ¡Que asco! Pesqué un resfriado espantoso, lavándolo en el Estigia… y después de todo me infectó de cólera morbo.
—¡Qué… hic… qué desgraciado! —exclamó Bon-Bon—. ¡Qué aborto… hic… de una caja de pastillas! Y el filósofo soltó una lágrima.
—Después de todo —continuó nuestro visitante—, si un demon… si un caballero quiere vivir, necesita desarrollar bastante destreza. Entre nosotros, un rostro regordete muestra diplomacia.
—¿Puede explicarlo?
—Pues bien, a veces nos vemos muy restringidos en materia de abastecimiento. Usted puede imaginar que en un clima tan sofocante como el nuestro, es imposible mantener con vida a un espíritu durante más de dos o tres horas y, después de muerto, a menos que procedamos a encurtirlo de inmediato (y un espíritu encurtido no es tan sabroso), empieza a… a oler, ¿usted entiende…? La putrefacción es un asunto de temer cuando nos envían las almas de la manera tradicional.
—¡Hic! ¡Gran Dios! ¡Hic! ¿Pero cómo se las arreglan?
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