Apenas había completado mi escondite cuando el sonido de pasos en la bodega me obligó a hacer uso de él. Junto a mi refugio pasó un hombre que avanzaba con pasos débiles y andar vacilante. No conseguí verle el rostro, pero tuve oportunidad de observar su apariencia general. Todo en él denotaba poca firmeza y una avanzada edad. Bajo el peso de los años le temblaban las rodillas, y su cuerpo parecía agobiado por una gran carga. Murmuraba en voz baja como hablando consigo mismo, pronunciaba palabras entrecortadas en un idioma que yo no comprendía y empezó a tantear una serie de instrumentos de aspecto extraño y de viejas cartas de navegación que había en un rincón. Su actitud era una extraña mezcla de la tozudez de la segunda infancia y la solemne dignidad de un Dios. Por último subió de nuevo a cubierta y no lo volví a ver.
* * *
Un sentimiento que no puedo explicar se ha apoderado de mi alma; es una sensación que no admite análisis, frente a la cual las experiencias de épocas pasadas resultan fuera de lugar y cuya clave, creo, no me será dada por el futuro. Para una mente como la mía, esta última consideración es un martirio. Sé que jamás, jamás, me daré por satisfecho con respecto a la naturaleza de mis conceptos. Y sin embargo no debe asombrarme que esos conceptos sean indefinidos, puesto que poseen su origen en fuentes totalmente nuevas. Un nuevo sentido... una nueva entidad se incorpora a mi alma.
* * *
Hace ya muchos años que recorrí la cubierta de este barco espantoso, y creo que los rayos de mi destino se están concentrando en un foco. ¡Qué hombres incomprensibles! Envueltos en meditaciones cuya especie no alcanzo a adivinar, pasan a mi lado sin notar mi presencia. Ocultarme sería una insensatez, porque esta gente no quiere ver. Hace pocos minutos pasé sin obstáculo frente a los ojos del segundo oficial; no hace mucho que me aventuré a entrar a la cabina privada del capitán, donde tomé los elementos con que ahora escribo y he escrito lo anterior. De vez en cuando continuaré escribiendo este diario. Es posible que no pueda encontrar la oportunidad de darlo a conocer al mundo, pero trataré de lograrlo. En el último instante, introduciré el mensaje en una botella y la arrojaré al mar.
* * *
Ha ocurrido un incidente que me trae nuevos motivos de meditación. ¿Ocurren estas cosas por fuerza de un azar sin gobierno? Me había aventurado a cubierta donde estaba echado, sin llamar la atención, entre un montón de flechaduras y viejas velas, en el fondo de una balandra. Mientras cavilaba en lo singular de mi destino, mecánicamente cogí un pincel mojado en brea y pinté los bordes de una vela arrastradera cuidadosamente doblada sobre un barril, a mi lado. La vela ha sido izada y las marcas irreflexivas que hice con el pincel se despliegan formando la palabra descubrimiento.
En los postreros días he realizado muchas observaciones sobre la estructura del navío. Aunque bien armado, no creo que sea un barco de guerra. Sus jarcias, construcción y equipo en general, contradicen una hipótesis parecida. Logro percibir con facilidad lo que el navío no es, pero me temo no poder hacer lo propio con lo que es. Ignoro por qué, pero al observar su extraño modelo y la forma especial de sus mástiles, su enorme tamaño y su excesivo velamen, su proa severamente sencilla y su popa anticuada, de pronto cruza por mi mente una sensación de cosas familiares y con esas sombras imprecisas del recuerdo siempre se mezcla la memoria de ancestrales crónicas extranjeras y de épocas remotas.
* * *
He estado analizando el maderamen de la nave. Ha sido construida con un material que me resulta desconocido. Las características especiales de la madera me dan la impresión de que no es apropiada para el propósito al que se la aplicara. Me refiero a su extrema porosidad, independientemente considerada de los daños perpetrados por los gusanos, que son una consecuencia de navegar por estos mares, y de la podredumbre provocada por los años. Tal vez la mía parezca una conjetura excesivamente extraña, pero esta madera posee todas las características del roble español, en el caso de que el roble español fuera dilatado por medios artificiales.
Al leer la frase anterior, recuerdo el apotegma que un viejo lobo de mar holandés repetía siempre que alguien ponía en duda su veracidad. «Tan seguro es, como que hay un mar donde el barco mismo crece en tamaño, como el cuerpo viviente del marino.”
Hace una hora tuve la audacia de mezclarme con un grupo de tripulantes. No me prestaron la menor atención y, aunque estaba inmóvil en medio de todos ellos, parecían totalmente ignorantes de mi presencia. Lo mismo que el primero que vi en la bodega, todos daban señales de tener una edad avanzada. Les temblaban las rodillas achacosas; la decrepitud les inclinaba los hombros; el viento sacudía sus pieles arrugadas; sus voces eran quedas, trémulas y quebradas; en sus ojos brillaba el lagrimeo de la vejez y la tempestad agitaba con horror sus cabellos grises. Alrededor de ellos, por toda la cubierta, yacían desparramados instrumentos matemáticos de la más singular y anticuada construcción.
* * *
Anteriormente mencioné que había sido izada un ala del trinquete. Desde entonces, desbocado por el viento, el barco ha continuado su espantosa carrera hacia el sur, con todas las velas desplegadas desde la punta de los mástiles hasta los botalones inferiores, hundiendo a cada instante sus penoles en el más espantoso infierno de agua que pueda concebir la mente de un ser humano. Acabo de abandonar la cubierta, donde me resulta imposible mantenerme en pie, pese a que la tripulación parece hacerlo sin problemas. Me parece un milagro que nuestra enorme masa no sea de una vez por todas devorada por el mar. Sin duda estamos condenados a flotar indefinidamente al borde de la eternidad sin precipitarnos definitivamente en el abismo. Remontamos olas mil veces más gigantescas que las que he visto en mi vida, por las que nos deslizamos con la facilidad de una gaviota; y las aguas gigantescas alzan su cabeza por sobre nosotros como demonios de las profundidades, pero como demonios limitados a la simple amenaza y a quienes les está prohibido destruir. Todo me lleva a atribuir esta constante huida de la catástrofe a la única causa natural que puede producir ese efecto. Debo suponer que el barco navega dentro de la influencia de una corriente impetuosa, o de un poderoso mar de fondo.
* * *
Me he topado con el capitán cara a cara, en su propia cabina, pero, tal como esperaba, no me prestó la menor atención. Aunque para un observador casual no haya en su apariencia nada que puede diferenciarlo, en más o en menos, de un hombre común, a la sorpresa con que lo contemplé me infundió un sentimiento de irrefrenable reverencia y de respeto. Posee más o menos mi estatura, es decir un metro setenta y tres centímetros. Su cuerpo es sólido y bien proporcionado, ni robusto ni especialmente notable en ningún aspecto. Pero es la singularidad de la expresión que reina en su rostro... es la intensa, la maravillosa, la emocionada evidencia de una vejez tan absoluta, tan extrema, lo que provoca en mi espíritu una sensación... un sentimiento difícil de olvidar. Su frente, aunque poco arrugada, parece soportar la huella de una gran cantidad de años. Sus cabellos grises son una historia del pasado, y sus ojos, todavía más grises, son adivinanzas del futuro. El suelo de la cabina estaba cubierto de extraños pliegos de papel unidos entre sí por broches de hierro y de arruinados instrumentos científicos y desusadas cartas de navegación. Con la cabeza apoyada en las manos, el capitán observaba con mirada inquieta un papel que supuse sería una concesión y que, quizás, llevaba la firma de un monarca. Murmuraba para sí, igual que el primer tripulante a quien vi en la bodega, palabras incomprensibles de un idioma extranjero, y aunque se encontraba muy cerca de mí, su voz parecía llegar a mis oídos desde una milla de lejanía.
El barco y todo su contenido están impregnados por el espíritu de la vejez. Los tripulantes se deslizan de aquí para allá como fantasmas de siglos ya pasados; sus miradas reflejan inquietud y angustia, y cuando el extraño resplandor de las linternas de combate ilumina sus dedos, siento lo que no he sentido nunca, pese a haber comerciado toda mi vida en antigüedades y absorbido las sombras de columnas caídas en Baalbek, en Tadmor y en Persépolis, hasta que mi propia alma se convirtió en una ruina.
Al