El filósofo engulló otro vaso, a fin de mostrar su total comprensión y aceptación. Así, el visitante continuó:
—Bueno, nos arreglamos de diversas formas. Una gran parte de nosotros se muere de hambre, algunos ceden ante el encurtido. Por mi parte, adquiero mis espíritus vivient corpore, pues me he dado cuenta de que así se mantienen muy bien.
—¿Pero el cuerpo …hic …y el cuerpo?
—¡El cuerpo, el cuerpo! ¿Y qué, con el cuerpo? ¡Oh, ah, ya, ya! Pues bien, mi estimado, la transacción no afecta al cuerpo para nada. He realizado incontables adquisiciones de este género en mis tiempos y los implicados nunca sufrieron el menor inconveniente. Sirvan como ejemplo Nerón, Calígula, Caín y Nemrod, Dionisio y Pisístrato… además de otros mil que nunca sospecharon lo que era tener un alma en los últimos momentos de sus vidas. Sin embargo, señor mío, esos hombres eran el ornamento de la sociedad. ¿Y también está A… a quien usted conoce tan bien como yo? ¿No se encuentra él en posesión de todas sus facultades mentales y físicas? ¿Quién puede escribir un epigrama más agudo que él? ¿Quién razonaría con más ingenio? ¿Quién…? ¡Pero, basta ya! Tengo este contrato en mi bolsillo.
Diciendo esto, sacó una cartera de cuero rojo y extrajo de ella gran cantidad de papeles. Bon-Bon llegó a ver parte de algunos nombres en varios documentos: Maquiav… Robesp… Maza… y las palabras Calígula, George, Elizabeth. Su Majestad seleccionó una delgada tira de pergamino y procedió a leer el siguiente párrafo:
“A cambio de algunos dones intelectuales que no es necesario especificar y a cambio, además, de mil luises de oro, yo, de un año y un mes de edad, por medio de la presente cedo al portador de este contrato todos mis derechos, títulos y pertenencias de esa sombra llamada “alma”. (Firmado) A…”.
(Entonces, su Majestad leyó un nombre que no me creo autorizado a revelar de una forma más inequívoca.)
—Él era un personaje muy sagaz —resumió—, pero, igual que usted, Monsieur Bon-Bon, estaba equivocado acerca del alma. ¡El alma… una sombra! ¡Ja, ja, ja! ¡Je, je je! ¡Ji, ji, ji! ¡Imagínese una sombra fricassée!
—¡Imagínese… hic… una sombra fricassée! —duplicó nuestro héroe, cuyas dotes se estaban iluminando considerablemente ante la seriedad del discurso de su Majestad.
—¡Imagínese… hic… una sombra fricassée! —repitió—. ¡Que me ahorquen… hic… hic…! ¡Y si yo hubiera sido tan… hic… tan necio! ¡Mi alma señor… hic!
—¿Su alma, Monsieur Bon-Bon?
—¡Sí, señor! ¡Hic! Mi alma es…
—¿Dígame, señor mío?
—¡No es ninguna sombra, que me ahorquen!
—¿Usted quiere usted decir que…?
—Sí, señor. Mi alma es… hic… ¡sí, señor!
—¿Usted no querrá asegurar que…?
—Mi alma est… hic… sustancialmente calificada para… hic… para un…
—¿Un qué, señor mío?
—Un asado.
—¡Ah!
—Un souflée.
—¡Eh!
—Un fricassée.
—¿De verdad?
—Ragout y fricandeau… ¡Vamos a ver, mi buen amigo! ¡Se la dejaré a usted… hic… haremos un trato! —y el filósofo palmeó a su Majestad en la espalda.
—Tal cosa no es posible —dijo este último sosegadamente, mientras se levantaba de su asiento.
El metafísico se quedó mirándolo.
—Tengo suficiente provisión por el momento —señalo su Majestad.
—¡Hic! ¿Cómo?
—Y, a la vez, no tengo fondos disponibles.
—¿Qué?
—Además, no es correcto de mi parte que…
—¡Caballero!
—…que me aproveche…
—¡Hic!
—…de su afligida y poco elegante situación en este momento.
Y con estas palabras, el visitante hizo un saludo y se retiró —sin que se pueda señalar de qué manera exactamente—. Pero en un bien calculado esfuerzo por lanzar una botella al “villano” se rompió la delgada cadena que colgaba del techo y el metafísico quedó tendido por el golpe de la lámpara al caer.
Manuscrito hallado en una botella
Qui n’a plus qu’un moment à vivre
N’a plus rien à dissimuler2.
Quinault-Atys
Acerca de mi país y mi familia tengo poco que explicar. Un trato injusto y el paso de los años me han alejado de uno y enemistado con la otra. Mi patrimonio me permitió recibir una educación poco común y una inclinación contemplativa permitió que convirtiera en metódicos los conocimientos rápidamente adquiridos en tempranos estudios. Pero por sobre todas las cosas me proporcionaba gran placer el estudio de los moralistas alemanes; no por una desatinada admiración a su elocuente locura, sino por la facilidad con que mis rígidos hábitos mentales me permitían detectar sus falsedades. Frecuentemente se me ha reprochado la aridez de mi talento; la falta de imaginación se me ha imputado como un crimen; y el escepticismo de mis opiniones me ha hecho notorio en todo instante. La verdad, temo que una fuerte inclinación por la filosofía física haya teñido mi mente con un error muy común en esta época: hablo de la costumbre de relatar sucesos, aun los menos adecuados de dicha referencia, a los principios de esa disciplina. En definitiva, no creo que haya nadie menos propenso que yo a alejarse de los severos límites de la verdad, dejándose llevar por el ignes fatui3 de la superstición. Me ha parecido conveniente sentar esta premisa, para que la increíble historia que debo narrar no sea considerada la fiebre de una imaginación desbocada, sino la experiencia auténtica de una mente para quien los ensueños de la fantasía han sido letra muerta y nula.
Tras muchos años de viajar por el extranjero, en el año 18... me embarqué en el puerto de Batavia, en la rica y populosa isla de Java, en un crucero por el archipiélago de las islas Sonda. Iba en calidad de pasajero, únicamente inducido por una especie de nerviosa desazón que me fustigaba como un espíritu demoníaco.
Nuestro majestuoso navío, de unas cuatrocientas toneladas, había sido fletado en Bombay en madera de teca de Malabar con remaches de cobre. Transportaba una carga de algodón en rama y aceite, de las islas Laquedivas. También llevábamos a bordo fibra de corteza de coco, azúcar moreno de las Islas Orientales, manteca clarificada de leche de búfalo, granos de cacao y algunos cajones de opio. La carga había sido mal estibada y el barco casi se hundía.
Levamos anclas apenas impulsados por una tenue brisa, y a lo largo de muchos días permanecimos cerca de la costa oriental de Java, sin otro percance que quebrara la monotonía de nuestro curso que el ocasional encuentro con los pequeños barquitos de dos mástiles del archipiélago al que habíamos puesto rumbo.
Una tarde, apoyado sobre el pasamanos de la borda de popa, vi hacia el noroeste una nube muy extraña y aislada. Era singular, no solo por su color, sino por ser la primera que avistábamos desde nuestra marcha de Batavia. La observé con detenimiento hasta el ocaso, cuando de pronto se extendió hacia este y oeste, ciñendo el horizonte con una angosta franja de vapor y adquiriendo la forma de una larga línea de playa. Pronto atrajo mi atención la coloración de un tono rojo oscuro de la luna, y la singular apariencia del mar. Este sufría una rápida transformación y el agua parecía más transparente que habitualmente. A pesar de que alcanzaba a distinguir claramente el fondo, al echar la sonda comprobé que