La furiosa violencia de la ráfaga fue, en gran medida, la salvación del barco. Aunque totalmente cubierto por el agua, como sus mástiles habían volado por la borda, después de un minuto se enderezó pesadamente, salió a la superficie, y tras vacilar algunos instantes bajo la presión de la tempestad, se enderezó por fin.
Me sería imposible explicar qué milagro me salvó de la destrucción. Aturdido por el choque del agua, al volver en mí me encontré emparedado entre el mástil de popa y el timón. Me puse de pie con gran dificultad y, al mirar, mareado, a mi alrededor, mi primera impresión fue que navegábamos entre arrecifes, tan tremendo e inimaginable era el remolino de olas enormes y llenas de espuma en que estábamos inmersos. Instantes después percibí la voz de un anciano sueco que había embarcado poco antes de que el barco se hiciera a la mar. Lo llamé con todas mis fuerzas y al rato se me acercó vacilante. No tardamos en descubrir que éramos los únicos sobrevivientes. Con excepción de nosotros, las olas acababan de barrer todo lo que se hallaba en cubierta; el capitán y los oficiales debían haber muerto mientras dormían, porque los camarotes estaban totalmente anegados. Sin ayuda era poco lo que podíamos hacer por la seguridad del barco y nos paralizó la convicción de que no tardaríamos en irnos a pique. Por cierto que el primer embate del huracán destrozó el cable del ancla, porque de no ser así nos habríamos hundido al momento. Navegábamos a una velocidad extraordinaria, y las olas rompían sobre nosotros. El maderamen de popa estaba hecho trizas y todo el barco había sufrido gravísimos daños; pero comprobamos con alegría que las bombas no estaban atascadas y que el lastre no parecía haberse descentrado. La primera ráfaga había amainado, y la violencia del viento ya no entrañaba gran peligro; pero la posibilidad de que cesara por completo nos llenaba de espanto, convencidos de que, en medio del oleaje siguiente, sin duda, sería nuestro fin. Pero no parecía probable que el justificado temor se convirtiera en una pronta realidad. Durante cinco días y noches completos —en los cuales nuestro único alimento consistió en una pequeña cantidad de melaza que con esfuerzo conseguimos procurarnos en el castillo de proa— el armazón del barco avanzó a una velocidad inaudita, impulsada por sucesivas ráfagas que, sin igualar la violencia del primitivo simún, eran más espantosas que cualquier otra tempestad vivida por mí en el pasado. Con pequeñas variantes, durante los primeros cuatro días nuestro curso fue sudeste, y debimos haber costeado Nueva Holanda. Al quinto día el frío era tremendo, pese a que el viento había girado un punto hacia el norte. El sol nacía con una enfermiza coloración amarillenta y subía unos pocos grados sobre el horizonte, sin irradiar una decidida luminosidad. No había nubes en el horizonte, y sin embargo el viento arreciaba y soplaba con furia despareja e irregular. Alrededor de mediodía —poco más o menos, porque solo podíamos adivinar la hora— volvió a llamarnos la atención la apariencia del sol. No irradiaba lo que con propiedad podríamos llamar luz, sino un resplandor opaco y funesto, sin reflejos, como si todos sus rayos estuvieran polarizados. Justo antes de hundirse en el mar turgente su fuego central se apagó de modo sorpresivo, como por arte de un poder inexplicable. Quedó reducido a un aro plateado y pálido que se sumergía de prisa en el mar infinito.
Esperamos en vano la llegada del sexto día —ese día que para mí no ha llegado y que para el sueco no llegó nunca. A partir de aquel instante quedamos sumidos en una profunda oscuridad, a tal punto que no hubiéramos podido ver un objeto a veinte pasos del barco. La noche eterna continuó envolviéndonos, ni siquiera atenuada por la fosforescencia brillante del mar a la que nos habíamos acostumbrado en los trópicos. También descubrimos que, aunque la tempestad continuaba rugiendo con interminable violencia, ya no conservaba su apariencia habitual de olas ni de espuma con las que antes nos envolvía. A nuestro alrededor todo era horror, profunda oscuridad y un negro y sofocante desierto de ébano. Un terror supersticioso fue creciendo en el espíritu del viejo sueco, y mi propia alma estaba envuelta en una silenciosa perplejidad. Abandonamos todo intento de cuidar del barco, por considerarlo inútil, y nos aseguramos lo mejor posible a la base del palo de mesana, clavando con amargura la mirada en el océano inmenso. No habría forma de calcular el tiempo ni de adivinar nuestra posición. Sin embargo teníamos plena conciencia de haber avanzado más hacia el sur que cualquier otro navegante anterior y nos asombró no encontrar los cotidianos obstáculos de hielo. Mientras tanto, cada instante amenazaba con ser el último de nuestras vidas... olas enormes, como montañas se precipitaban para arrastrarnos. El oleaje sobrepasaba todo lo que yo hubiera imaginado, y fue un milagro que no zozobráramos a las primeras de cambio. Mi acompañante hablaba de la liviandad de nuestro cargamento y me recordaba las excelentes cualidades de nuestro barco; pero yo no podía menos que sentir la absoluta inutilidad de la esperanza misma, y me preparaba con tristeza para una muerte que, en mi opinión, nada podía retardar ya más de una hora, porque con cada nudo que el barco avanzaba el mar negro y tenebroso tomaba mayor violencia. Durante segundos jadeábamos para respirar, elevados a una altura superior a la del albatros... y otras veces nos mareaba la velocidad de nuestro descenso a un infierno acuoso donde el aire se estancaba y ningún sonido turbaba el sopor del “kraken”5.
Nos hallábamos en lo más profundo de uno de esos abismos, cuando un repentino grito de mi compañero resonó espantosamente en la noche. “¡Mire, mire!” exclamó, chillando junto a mi oído, “¡Dios Todopoderoso! ¡Mire! ¡Mire!”. Mientras hablaba descubrí el resplandor de una luz mortecina y rojiza que recorría los costados del inmenso abismo en que nos hallábamos, arrojando cierto brillo sobre nuestra cubierta. Al levantar la mirada, contemplé un espectáculo que me paralizó la sangre. A una altura impresionante, directamente encima de nosotros y al borde mismo del precipicio líquido, flotaba un gigantesco navío, de quizás cuatro mil toneladas. Pese a estar en la cresta de una ola que lo sobrepasaba más de cien veces en altura, su tamaño excedía el de cualquier barco de línea o de la compañía de Islas Orientales. Su grandioso casco era de un negro intenso y sucio y no lo adornaban los acostumbrados mascarones de los navíos. Una sola hilera de cañones de bronce asomaba por las portañolas abiertas, y sus relucientes superficies reflejaban las luces de innumerables linternas de combate que se balanceaban de un lado al otro en las jarcias. Pero lo que más estupor y perplejidad nos provocó fue que en medio de ese mar sobrenatural y de ese huracán ingobernable, navegara con todas las velas desplegadas. Al verlo por primera vez solo descubrimos su proa y poco a poco fue alzándose sobre el sombrío y horrible torbellino. Durante un instante de intenso terror se detuvo sobre el vertiginoso pináculo, como si contemplara su propia majestuosidad, después se estremeció, vaciló y... se precipitó sobre nosotros.
En ese momento no sé qué repentino dominio de mí mismo surgió de mi espíritu. A los tropezones, retrocedí todo lo que pude hacia popa y allí esperé sin temor la catástrofe. Nuestro propio barco había abandonado por fin la lucha y se hundía de proa en el mar. Así pues, recibió el choque de la masa descendente en la parte ya sumergida de su estructura y el resultado inusitada fue que me vi lanzado con violencia irresistible contra los obenques del barco fantasma.
En el instante en que caí, la nave viró y se escoró, y supuse que la consiguiente confusión había impedido que la tripulación me descubriera. Me dirigí sin esfuerzo y sin ser visto hasta la escotilla principal, que se hallaba parcialmente abierta, y pronto encontré