Como he mencionado, todos mis esfuerzos resultaron vanos. Infructuosamente revisé armario tras armario, cajón tras cajón, rincón tras rincón. Hubo un instante en que me sentí casi seguro de mi presa, cuando al buscar en un cajón del tocador volqué por accidente una botella de aceite de Arcángeles de Grandjean —que, como agradable perfume, me tomo la libertad de sugerir.
Con el corazón lleno de congoja regresé a mi boudoir a fin de pensar en algún método que burlara la perfidia de mi esposa. Tenía que ganar tiempo para concluir mis preparativos de viaje, pues estaba decidido a dejar el país. En un territorio extranjero, desconocido, tenía ciertas probabilidades de esconder mi infeliz calamidad —calamidad aún más conveniente que la miseria para despojarme de la estimación general y provocar hacia mi mezquina persona la tan merecida furia de los bondadosos y los felices—. No dudé mucho tiempo. Como yo estaba dotado de una capacidad natural, me aprendí totalmente de memoria la tragedia de Metamora. Felizmente había recordado que en esta tragedia, o al menos en las partes correspondientes al héroe, los tonos de voz que había perdido eran absolutamente innecesarios, pues toda la vocalización debía hacerse con una penetrante voz gutural.
Durante algún tiempo practiqué mi texto en las orillas de un concurrido pantano, aunque sin recurrir a procedimientos parecidos a los de Demóstenes, sino a un método total y particularmente propio. Así convenientemente armado decidí hacer creer a mi mujer que me había interesado repentinamente por el teatro. Tuve un éxito que puede juzgarse sorprendente. A cada pregunta o sugerencia que me hacía le respondía, con una voz lúgubre y con un tono parecido al croar de una rana, recitando algún pasaje de la tragedia. Por lo demás, pronto observé con inmenso placer que dichos pasajes encajaban igualmente bien a cualquier tema. No debe pensarse, además, que al recitar dichos pasajes yo dejaba de observar de reojo, mostrar mis dientes, batir las rodillas, golpear el piso, o realizar cualquiera de esas incontables gracias que componen, precisamente, las características de un trágico popular. Ni mencionar que todo el mundo decía que había que ponerme una camisa de fuerza, pero ¡gracias a Dios!, nunca imaginaron que había perdido el aliento.
Ya puestos en orden todos mis asuntos, una mañana temprano ocupé mi asiento en la diligencia hacia..., dando a entender a mis conocidos que me aguardaban asuntos de suma importancia en aquella ciudad.
La diligencia estaba atiborrada de pasajeros, pero con la poca luz del amanecer no podía diferenciar los rasgos de mis acompañantes. Sin oponer mucha resistencia me dejé ubicar entre dos caballeros de colosal tamaño, mientras un tercero, inclusive más grande, pidiendo disculpas por la libertad que estaba por tomarse, se sentó sobre mí cuan largo era, y se quedó dormido en un segundo ahogando mis guturales gritos de socorro con unos ronquidos que hubieran hecho avergonzar a los bramidos del toro de Falaris. Afortunadamente la condición de mis facultades respiratorias descartaba todo riesgo de ahogo.
Cuando ya aclaraba el día y nos aproximábamos a los suburbios de la ciudad, mi atormentador se alzó y, mientras se ajustaba el cuello, me dio las gracias por mi gentileza con mucha cortesía. Cuando vio que yo me mantenía inmóvil —pues tenía la cabeza torcida hacia un costado y todos los miembros dislocados— experimentó cierta preocupación y despertando al resto de los pasajeros, señaló de manera muy resuelta que, a su parecer, les habían endosado un cadáver durante la noche pretendiendo que se trataba de otro pasajero, y procedió a hundirme un dedo en el ojo derecho para demostrar lo que estaba diciendo.
En vista de ello, los demás pasajeros (que eran nueve) creyeron su deber tirarme repetidamente de las orejas. Un joven médico me colocó un espejo en los labios y, al descubrir que no tenía aliento, confirmó que los declaraciones de mi atormentador eran estrictamente verdaderas, ante lo cual, los demás pasajeros expresaron que no estaban dispuestos a tolerar pasivamente semejante situación en el futuro, y que, con relación al presente, no continuarían en compañía de una momia.
Expresado esto, mientras cruzábamos frente a la taberna del Cuervo, me lanzaron de la diligencia sin sufrir mayor accidente que la ruptura de mis dos brazos aplastados por la rueda trasera izquierda del vehículo. Señalaré también, honrando al cochero, que este no dejó de lanzar el más pesado de mis equipajes, baúl que cayó sobre mi cabeza —desafortunadamente— fracturándola de manera tan sugestiva como sorprendente.
El posadero del Cuervo, que era un hombre caritativo, encontró que dentro de mi baúl había lo suficiente para indemnizarlo de cualquier exiguo trabajo que realizara en mi beneficio y, después de llamar a un conocido médico, me dejó a su cuidado junto a una cuenta y a un recibo por diez dólares.
El comprador me trasladó a su casa y se puso a trabajar de inmediato sobre mi persona. Empezó por cortar mis orejas, pero cuando lo hizo descubrió señales de vida, entonces mandó a llamar a un farmacéutico vecino para consultarlo de emergencia. Pero mientras, y por si acaso sus dudas sobre mi existencia resultaban ciertas, me hizo un corte en el estómago y me extrajo algunas vísceras para disecarlas en privado.
El farmacéutico tendía a creer que yo había fallecido. Traté de alterar esa percepción pateando y saltando con todas mis fuerzas mientras gesticulaba frenéticamente, ya que los procedimientos del cirujano me habían devuelto los sentidos. Pero todo ese movimiento fue achacado a los efectos de una nueva batería galvánica con la que el farmacéutico, que era un hombre documentado, realizó varias pruebas que captaron mi atención dada la participación directa que yo tenía en ellas. Sin embargo, lo que más me preocupaba era que todas mis tentativas por comenzar una conversación fracasaban, al extremo de que ni siquiera lograba abrir la boca. Pues era imposible objetar a muchas ingeniosas pero inexistentes teorías que, bajo otras circunstancias, mis minuciosos conocimientos de la investigación hipocrática me habrían facultado a disentir fácilmente.
Ya que no le era posible alcanzar una conclusión, el cirujano resolvió dejarme en paz hasta un nuevo análisis. Fui trasladado a una buhardilla y después de que la esposa del médico me vistiera con calzoncillos y calcetines, su marido ató mis manos y sujetó mis mandíbulas con un pañuelo, cerrando la puerta externamente antes de ir a cenar y dejándome sumido en el silencio y la meditación.
Entonces descubrí con inmenso agrado que, de no haber tenido trabada la boca con el pañuelo hubiese podido conversar. Consolándome con este pensamiento comencé a repetir mentalmente algunos fragmentos de la Omnipresencia de la Divinidad, como era mi costumbre antes de rendirme al sueño, pero en ese instante dos gatos voraces y de censurable aspecto entraron por un orificio de la pared, saltaron con una pirueta a la Catalani y uno frente a otro se detuvieron sobre mi cara, entregándose a una indecente lucha por la insignificante posesión de mi nariz.
Igual que la pérdida de sus orejas le sirvió a Ciro, el Mago de Persia, para alcanzar al trono y la amputación de su nariz le dio a Zopiro la propiedad de Babilonia, del mismo modo la pérdida de unas pocas partes de mi cara sirvió para la salvación de mi cuerpo. Desquiciado por el dolor e inflamado de indignación, hice saltar las cuerdas y el vendaje de un golpe. Circulé por la habitación y después de lanzar una mirada de desprecio a los contrincantes, abrí la ventana ante su sorpresa y desengaño, y me arrojé por ella con gran habilidad.
En ese momento, el ladrón de correos, W, a quien me parecía muchísimo, era trasladado desde la ciudad hacia un cadalso levantado en los suburbios para ser ejecutado. Su exagerada debilidad y el prolongado tiempo que llevaba enfermo le habían valido el privilegio de que no ser atado. Cubierto con la indumentaria de los condenados a muerte —que también se parecían mucho a las mías— estaba echado en el fondo del carro del verdugo (carro que pasaba justo bajo la ventana del cirujano en el momentos en que yo me lanzaba por ella), sin otro resguardo que el carretero que estaba dormido, y dos reclutas del sexto de infantería que estaban ebrios.
Para mi mala fortuna, caí sobre el vehículo de pie y W, que era un hombre malicioso, al instante se percató de la oportunidad. De un brinco se dejó caer del carro y huyendo por una callejuela, se perdió