West era materialista, no creía en el alma y atribuía toda función de la razón a funciones corporales, por consiguiente, no esperaba ninguna declaración sobre aterradores secretos de abismos y cavernas más allá del umbral de la muerte. Yo no discrepaba completamente de su teoría, aunque mantenía vagos e instintivos rastros de la primitiva fe de mis familiares, de manera que no podía dejar de observar el cadáver con cierto recelo y terrible expectación. Además, no lograba borrar de mi memoria aquel grito espantoso e inhumano que escuchamos la noche en que probamos nuestro primer experimento en la solitaria granja de Arkham.
Había pasado muy poco tiempo cuando me di cuenta de que el ensayo no iba a ser un fracaso total. Sus mejillas, hasta ahora blancas como la pared, habían tomado un levísimo color, que luego se extendió bajo la barba incipiente, llamativamente amplia y arenosa. West, que tenía su mano puesta en el pulso de la muñeca izquierda del ejemplar, de pronto asintió elocuentemente y casi de manera simultánea, apareció un vaho en el espejo colocado sobre la boca del cadáver. Siguieron unos cuantos movimientos musculares temblorosos y a continuación una respiración perceptible y un movimiento evidente del pecho. Observé los ojos cerrados y me pareció percibir un temblor. Después, se abrieron y mostraron unos ojos grises, serenos y vivos, aunque aún sin inteligencia y ni siquiera curiosidad. Impulsado por una fantástica ocurrencia, murmuré unas preguntas en la oreja cada vez más colorada, unas preguntas sobre otros planos cuyo recuerdo aún podía estar presente. Era el pánico lo que las extraía de mi cabeza, y creo que la última que repetí fue: “¿Dónde has estado?”. Aún no sé si me contestó o no, ya que no salió ningún sonido de su bien formada boca. Lo que sí recuerdo es que en aquel momento creí sólidamente que los delgados labios se movieron levemente, formando sílabas que yo habría interpretado como “solo ahora” si la frase hubiese tenido sentido o alguna correspondencia con lo que le interrogaba. En aquel instante me sentí colmado de alegría, persuadido de que habíamos logrado el gran objetivo y que, por primera vez, un cuerpo reanimado había mencionado palabras impulsado claramente por la verdadera razón. Un segundo después, ya no cupo ninguna duda sobre el triunfo, ninguna duda de que la sustancia había cumplido totalmente su función, al menos de forma transitoria, devolviéndole al muerto una vida racional y articulada… Pero, con ese triunfo me atacó el más grande de los terrores… no a causa del ser que había hablado, sino por el acto que había presenciado, y por el hombre a quien me unían los acontecimientos profesionales. Porque aquel cadáver fresco, cobrando conocimiento finalmente de forma espantosa, con los ojos dilatados por el recuerdo de su última circunstancia en la tierra, manoteó delirante en una lucha de vida o muerte con el aire y, de súbito, se derrumbó en una segunda y definitiva disolución, de la que ya no pudo regresar, emitiendo un grito que retumbará eternamente en mi mente atormentada:
—¡Auxilio! ¡Aléjate, pelirrojo maldito... demonio… aparta esa maldita aguja!
Reanimador 5: El horror de las sombras
Muchos hombres han narrado cosas espantosas, no referidas en letra impresa, que ocurrieron en los campos de batalla durante la Gran Guerra. Muchas de estas cosas me han hecho palidecer, otras me han producido unas incontenibles angustias, mientras que otras me han hecho temblar y regresar la mirada hacia atrás en la oscuridad. Sin embargo, creo que puedo contar la peor de todas: el aterrador, pavoroso e increíble horror de las sombras.
En 1915 yo estaba de médico con el grado de teniente en un destacamento canadiense en Flandes, siendo uno de los tantos norteamericanos que se adelantaron al gobierno mismo en la gran contienda. No había entrado en el ejército por decisión propia, sino más bien como consecuencia natural de haberse alistado el hombre de quien yo era un ayudante indispensable: el célebre cirujano de Bolton, doctor Herbert West. El doctor West siempre se había mostrado deseoso de poder prestar servicio como médico en una gran guerra y cuando se presentó la posibilidad, me arrastró con él en contra de mi voluntad. Había razones por los que yo me hubiera complacido de que la guerra nos separase, razones por las que encontraba la compañía de West y la práctica de la medicina cada vez más irritante, pero cuando se fue a Ottawa y logró por medio de la autoridad de un colega una plaza de comandante médico, no pude resistirme a la imperiosa insistencia de aquel hombre resuelto a que lo acompañase en mi aptitud habitual.
Cuando digo que el doctor West siempre estuvo deseoso de poder servir en el campo de batalla, no me refiero a que fuese guerrero por naturaleza ni a que desease salvar la civilización. Siempre había sido una calculadora máquina intelectual. Flaco, rubio, de ojos azules y con lentes. Imagino que se reía en secreto de mis ocasionales entusiasmos castrenses y de mis críticas a la apática neutralidad. Sin embargo, había algo en la arruinada Flandes que él quería, y a fin de conseguirlo, tuvo que adoptar semblante militar. Lo que él pretendía no era lo que procuran muchas personas, sino algo concerniente con la rama particular de la ciencia médica que él había logrado ejercer de forma completamente secreta y en la cual había logrado resultados asombrosos y, eventualmente, espantosos. En realidad lo que él quería no era otra cosa que una copiosa provisión de muertos frescos, en cualquier estado de desmembramiento.
Herbert West requería cadáveres frescos porque la investigación de su vida era la reanimación de los muertos. Este trabajo no era sabido por la distinguida clientela que había hecho crecer su fama rápidamente, cuando llegó a Boston. En cambio, yo lo conocía muy bien ya que era su amigo más íntimo y su ayudante desde nuestra época en la Facultad de Medicina, en la Universidad Miskatonic de Arkham. Fue en aquellos tiempos de la Universidad cuando comenzó sus horribles experimentos, primero con animales pequeños y luego, con cadáveres humanos obtenidos de forma horrenda. Había logrado una solución que inyectaba en las venas de los muertos y si eran bastante frescos, estos reaccionaban de maneras extrañas. Había tenido infinidad de problemas para descubrir la fórmula adecuada, pues cada tipo de organismo requería un estímulo particularmente apto para él. El pánico lo dominaba cada vez que repasaba los fracasos parciales: seres feroces, resultado de soluciones imperfectas o de cuerpos insuficientemente frescos. Un número de estos fracasos habían seguido con vida (uno de ellos se encontraba en un manicomio, mientras que los otros habían desaparecido) y como él pensaba en las casualidades imaginables aunque prácticamente imposibles, se alteraba a menudo, debajo de su aparente y habitual inmutabilidad. West se había dado cuenta muy rápido de que el requisito esencial para que los ejemplares sirviesen era su frescura, así que había acudido a la espantosa y abominable táctica de hurtar cadáveres. En la Universidad y cuando empezamos a ejercer en el pueblo industrial de Bolton, mi actitud en relación a él había sido de hechizada admiración, pero a medida que sus técnicas se hacían más osadas, un cauteloso pavor se fue apoderando de mí. No me agradaba la manera en que miraba a las personas vivas de semblante saludable, luego, aconteció aquella escena de pesadilla en el laboratorio del sótano cuando supe que cierto ejemplar aún estaba