Tuvimos mucha suerte con los ejemplares de Bolton, mucha más suerte que con los de Arkham. Aún no hacía ni una semana que nos habíamos instalado cuando nos apoderamos de una víctima de accidente la misma noche de su entierro y logramos que abriese los ojos con una expresión extraordinariamente lúcida antes de que fallara la solución. Había perdido un brazo… De haber tenido el cuerpo completo, tal vez habríamos tenido más suerte. Entre esa fecha y el siguiente mes de enero realizamos tres pruebas más: una fue un fracaso total. En otra, conseguimos un definido movimiento muscular y, en cuanto al tercero, el resultado fue impresionante, se levantó por sí mismo y pronunció un sonido gutural. Después vino un periodo de mala suerte. Bajó el número de entierros y los que ocurrían eran de ejemplares demasiado enfermos —o mutilados— para poderlos aprovechar nosotros. Seguíamos la pista a todas las muertes y las circunstancias en las que estas acontecían con un sistemático cuidado.
Sin embargo, una noche de marzo logramos, inesperadamente, un ejemplar que no venía de la fosa común. El puritanismo imperante en Bolton tenía denegada la práctica del boxeo, lo que no dejaba de tener sus lógicas consecuencias. Las peleas torpemente dirigidas entre los obreros eran cosa ordinaria, y de vez en cuando traían de fuera algún campeón profesional de poca categoría. Esa noche de finales de invierno habían celebrado un combate de este género, evidentemente, con funestas consecuencias ya que vinieron a buscarnos dos polacos aterrados, rogándonos en un lenguaje casi incomprensible que atendiésemos un caso muy secreto y desesperado. Los acompañamos hasta un establo abandonado, donde todavía permanecía un grupo de espectadores extranjeros mirando asustados un cuerpo negro que yacía desmayado en el suelo. En el combate se habían enfrentado Kid O’Brien, un joven torpe y ahora tembloroso, con una nariz ganchuda muy poco irlandesa, y Buck Robinson, “El betún de Harlem”. El negro había sido noqueado y después de un corto examen, nos dimos cuenta de que no se recobraría. Era un ser asqueroso, con apariencia de gorila, unos brazos irregularmente largos que me parecían de forma inevitable patas anteriores y una cara que hacía pensar, irremediablemente, en los indescifrables secretos del Congo y en llamadas de tambor bajo una luna misteriosa. El cuerpo debió tener peor aspecto en vida, pero el mundo aguanta muchas fealdades. Aquella despreciable gente estaba aterrorizada, ya que no sabían qué podía exigirles la ley si llegaba a conocerse el caso y se sintieron agradecidos cuando West, a pesar de mis inconscientes temblores —puesto que sabía muy bien sus intenciones— se ofreció a librarlos del cuerpo en secreto….
Había una radiante luna sobre el paisaje sin nieve. Vestimos el cadáver y lo llevamos a casa entre los dos por el campo y las desiertas calles, de la misma forma que transportamos un muerto parecido una terrible noche en Arkham. Nos fuimos a casa por el campo de atrás, metimos el cadáver por la puerta trasera, lo llevamos al sótano y lo preparamos para nuestro experimento habitual. Nuestro miedo a la policía era irracionalmente considerable, aunque habíamos calculado nuestro recorrido de manera que no nos encontramos con el guardia que hacía vigilancia por aquel distrito.
El resultado fue terriblemente decepcionante. Con su horrenda apariencia, nuestra presa fue totalmente insensible a todas las sustancias que inyectamos en su negro brazo. De manera que, como se acercaba peligrosamente la hora del amanecer, repetimos lo mismo que con los otros: lo trasladamos a rastras por el campo hasta la franja de bosque cercana al cementerio de enterramientos anónimos y lo enterramos allí en la mejor sepultura que la tierra helada nos permitió. La fosa no era demasiado profunda, pero era tan buena como la del ejemplar anterior, aquel que se había erguido y había lanzado un grito. A la luz de nuestras oscuras linternas, lo cubrimos diligentemente con hojas y ramas secas, seguros de que la policía jamás lo descubriría en un bosque tan sombrío y cerrado. Al día siguiente me sentí inquieto, ya que un paciente me dio la noticia de que se presumía que habían celebrado una pelea y de que había muerto alguien. West, tenía otro motivo de preocupación, por la tarde lo habían convocado para que atendiese un caso que terminó de manera amenazadora. Una italiana se había puesto histérica porque se le había perdido su hijo, un niño de apenas cinco años, que había desaparecido por la mañana y no había regresado para comer y la mujer presentaba síntomas alarmantes ya que sufría del corazón. Era un histerismo necio, ya que el chico se había ausentado más de una vez, pero los campesinos italianos son asombrosamente crédulos y esta mujer parecía tan afligida por los presentimientos como por los hechos. Hacia las siete de la noche la mujer murió y su delirante marido armó un espantoso escándalo, obstinado en matar a West, a quien culpaba enérgicamente por no haberle salvado la vida. Los amigos lo sujetaron cuando lo vieron sacar un cuchillo, pero West se fue en medio de brutales gritos, maldiciones y amenazas de venganza. En su último dolor, el hombre parecía haberse olvidado del niño, que ya entrada la noche, aún no había regresado. Se habló de buscarlo en el bosque, pero la mayor parte de los amigos de la familia se ocuparon de la difunta y del vociferante marido. Al final, la tensión nerviosa a que se vio sujeto West fue espantosa sin duda. Lo agobiaba inmensamente pensar en la policía y en el loco italiano.
Alrededor de las once nos retiramos a descansar, pero yo no dormí bien. Bolton contaba con un cuerpo de policías pasmosamente eficaz pese a ser un pequeño pueblo, y yo no dejaba de pensar en el escándalo que provocaría si se alcanzaba a descubrir lo sucedido la noche anterior. Podía significar el fin de nuestra labor en la zona… y tal vez, la