La columnas espectrales subían más y más por las infinitas cuestas y todos se iban amontonando a medida que se acercaban a los tenebrosos callejones que confluían en la cumbre, donde se levantaba una gran iglesia blanca en el centro de la ciudad. Yo la había visto antes, desde la cima del camino, cuando me paré para contemplar Kingsport en las últimas luces del crepúsculo y me agité al imaginar que Aldebarán había temblado un segundo por encima de su fantasmal torre. Había un espacio desocupado alrededor de la iglesia. En parte era el cementerio de la parroquia y en parte, una plaza medio pavimentada, rodeada por unas casas arruinadas de tejados puntiagudos y aleros endebles donde el viento golpeaba y barría la nieve. Los fuegos fatuos bailaban sobre las tumbas mostrando un espeluznante espectáculo sin sombras. Más allá del cementerio donde ya no había casas, pude observar de nuevo el titilar de las estrellas sobre el puerto. En la oscuridad el pueblo era invisible. Solo de vez en cuando se veía vibrar algún farol por las sinuosas calles, dejando al descubierto a algún rezagado que corría para alcanzar a la muchedumbre que ahora entraba silenciosa en el templo.
Esperé a que todos terminaran de cruzar el portal, para acabar con los empujones. El anciano me sujetó de la manga pero yo estaba resuelto a entrar de último. Cruzamos la puerta y penetramos en el templo rebosante y oscuro. Me volví para mirar hacia afuera. La luminosidad del cementerio parroquial extendía un débil resplandor sobre la plaza pavimentada y de pronto sentí un escalofrío. Aunque el viento había barrido la nieve y aún quedaban carretas sobre el mismo camino que dirigía hacia el pórtico, para asombro mío, sobre aquella nieve no observé ni un solo rastro de pies, ni siquiera de los míos. La iglesia apenas estaba iluminada, a pesar de todas las luces que habían entrado porque la mayor parte de la muchedumbre había desaparecido. Todos se dirigían por las naves laterales, esquivando los bancos, hacia un agujero que había al pie del púlpito y se deslizaban por allí sin hacer el menor ruido. Me adelanté en silencio, entré en la abertura y comencé a descender por los gastados peldaños que llevaban a una cripta oscura y sofocante. La sinuosa cola de la procesión era larguísima. El verlos a todos moviéndose en el interior de aquel venerable sepulcro me pareció de verdad horroroso. Entonces me di cuenta de que el suelo de la cripta tenía otro agujero por el que también se deslizaba la muchedumbre y poco después nos hallábamos descendiendo todos por una repugnante escalera, por una estrecha escalera de caracol húmeda, empapada de un color muy propio y que se enroscaba infinitamente en las profundidades de la tierra, entre paredes de húmedos bloques de piedra y yeso desintegrado. Era un descenso callado y horrible. Al cabo de muchísimo tiempo, noté que los peldaños ya no eran de piedra y hormigón, sino que estaban cincelados en la roca viva. Lo que más me sorprendía era que los miles de pies no causaran ruido ni eco alguno. Después de un descenso que duró una eternidad, observé unos pasillos laterales o túneles que, desde desconocidas fosas de tinieblas, llevaban a este misterioso camino vertical. Aquellos pasillos no tardaron en hacerse exageradamente numerosos. Eran como irreverentes catacumbas de aspecto amenazador y el agresivo olor a descomposición que despedían fue creciendo hasta hacerse totalmente insoportable. Seguramente, habíamos descendido hasta la base de la montaña, y tal vez, incluso estábamos por debajo del nivel de Kingsport. Me sobrecogía pensar en la antigüedad de aquella población corrompida, quebrantada por aquellos subterráneos perversos. Luego vi el rojo resplandor de una luz desfallecida y escuché el insidioso susurro de las aguas tenebrosas. Sentí un nuevo escalofrío. No me agradaban las cosas que estaban ocurriendo esa noche. Ojalá que ningún antecesor mío hubiera exigido mi asistencia a un ritual de esta naturaleza. En el momento en que los peldaños y los pasadizos se hicieron más anchos hice otro descubrimiento, sentí el afligido sonido burlesco de una flauta y, repentinamente, se explayó ante mí el paisaje infinito de un mundo interior. Una gran costa fungosa, irradiada por una columna de fuego verde y bañada por un inmenso río aceitoso que brotaba de unos precipicios espantosos e inesperados, y que corría a unirse con las simas negras del inmemorial océano.
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