Esta necesidad de cadáveres muy frescos trajo la ruina moral de West. Eran dificultosos de conseguir y un terrible día llegó a apropiarse de un ejemplar cuando aún estaba vivo y en toda su fuerza. Un forcejeo, una aguja y un poderoso elixir lo convirtieron en cadáver fresquísimo, y el ensayo fue positivo durante un corto y memorable instante, pero West permaneció con el alma seca y endurecida, y con una gélida mirada que parecía observar con calculadora y espantosa apreciación a los hombres de cerebro substancialmente sensible y un físico saludable. Hacia el final, sentí hacia West un intenso pánico, ya que empezaba a observarme de esa misma forma. La gente no parecía notar esas miradas aunque me advertían atemorizado, y después de su desaparición, se valieron de eso para divulgar unas irrazonables sospechas.
En realidad West tenía más miedo que yo. Sus aborrecibles trabajos le hacían tener una vida oculta y llena de sobresaltos. En parte, quien le daba miedo era la policía, pero a veces su temor era más íntimo y nebuloso, y estaba conectado con aberraciones inconfesables a las que había inyectado una vida malsana y en las que no había observado apagarse dicha vida. Por lo general finalizaba sus experimentos con el revólver, pero a veces no era convenientemente rápido. Fue lo que sucedió con aquel primer ejemplar en cuyo saqueado sarcófago se descubrieron más tarde señales de arañazos. Y lo que también sucedió con el cuerpo de aquel profesor de Arkham que perpetró actos de canibalismo antes de ser atrapado y encerrado sin identificar en un calabozo del sanatorio de Sefton, donde estuvo seis años golpeándose la cabeza contra las paredes. Casi todos los demás resultados que seguramente subsistían eran resultado de lo que parece más difícil hablar, dado que en los últimos años la diligencia científica de West había declinado en un capricho insano y fantástico, y había dedicado su prodigiosa habilidad a vivificar no solo cuerpos completamente humanos, sino trozos aislados de cuerpos o partes pegadas a una materia orgánica no humana. En el momento en que desapareció se había transformado en algo diabólicamente asqueroso y muchos de los experimentos no podrían ser relatados en la letra impresa. La Gran Guerra, en la que ambos servimos como cirujanos, había incrementado este aspecto de West.
Al decir que el temor de West a sus ejemplares era nebuloso pensaba, sobre todo, en el complicado carácter de ese sentimiento. En parte, se debía solo al hecho de percatarse que aún seguían viviendo esos abominables seres, y en parte, a su recelo al daño físico que podían causarle en determinadas circunstancias. La desaparición de estos monstruos aumentaba el espanto de la situación. West conocía el paradero de solo uno de ellos, la desdichada criatura del Manicomio. Pero, igualmente, había un miedo más etéreo, una sensación realmente ilusoria, producto de un raro experimento que efectuó en el ejército canadiense, en 1915. En medio de una ensañada batalla, West había vivificado al comandante Eric Moreland Clapman-Lee, D.S.O., colega nuestro que estaba al tanto de sus experimentos y quien podía haberlos reproducido. Le había cortado la cabeza a fin de poder experimentar las posibilidades de vida cuasi inteligente del tronco. El experimento tuvo resultado en el preciso instante en que el edificio era derribado por una bomba alemana. El tronco se movió de manera inteligente y por increíble que parezca, tuvimos la certeza de que surgieron palabras articuladas de la cabeza seccionada que se encontraba en el rincón oscuro del laboratorio. En cierta forma, la bomba fue misericordiosa. Pero West jamás pudo estar seguro como habría sido su ambición, de que él y yo fuéramos los únicos supervivientes. Después solía inventar impresionantes conjeturas sobre lo que sería capaz de realizar un médico decapitado con capacidad para resucitar a los muertos.
La última residencia de West fue una respetable casa, muy elegante, que dominaba uno de los más viejos cementerios de Boston. Había seleccionado el lugar por razones meramente figuradas y simbólicas, ya que la mayoría de las sepulturas databan del periodo colonial y, por tanto, era de muy poca utilidad para un científico que precisaba cadáveres frescos. Había montado el laboratorio en un subsótano construido en secreto por obreros traídos de otra localidad, y en este había un gran incinerador para la absoluta y prudente eliminación de los cadáveres, fragmentos y reproducciones simplificadas de cuerpos que restaban de los patológicos experimentos e irreverentes diversiones del dueño. Durante la excavación del sótano, los trabajadores habían encontrado cierta albañilería excepcionalmente antigua que sin duda se unía con el viejo cementerio, aunque era exageradamente profunda para que finalizara en ningún sepulcro conocido. West concluyó después de muchos cálculos, que debía existir una cámara secreta debajo de la tumba de los Averill, en la que la última sepultura se había efectuado en 1768. Yo estaba con él cuando investigó las paredes goteantes y nitrosas que habían descubierto las palas y los picos de los obreros y me hallaba preparado para el aterrador escalofrío que nos esperaba en el momento de descubrir los secretos profundos y profanos. Pero, por primera vez, la nueva compostura de West se antepuso a su curiosidad natural y traicionó su depravada fibra, haciendo que dejasen intacta la albañilería y la cubriesen con yeso. Y así se mantuvo, como parte de los muros del laboratorio secreto hasta la noche demoniaca. He mencionado el debilitamiento de West, pero debo agregar que era puramente mental e imperceptible. Exteriormente, fue siempre el mismo, sereno, imperturbable, delgado, con el pelo amarillo, ojos azules y con gafas, y un aspecto general de joven que los años y los horrores no lograron cambiar. Parecía tranquilo incluso cuando recordaba aquella sepultura arañada y miraba por encima del hombro, o cuando recordaba a aquel ser carnívoro que mordía y agitaba los barrotes de Sefton.
Una tarde, en nuestro despacho común, comenzó el final de Herbert West cuando alternaba su extraña mirada entre el periódico y yo. Un extraño titular había llamado su atención desde las arrugadas páginas y una fabulosa garra pareció engancharlo hacía dieciséis años. En el manicomio de Sefton, a cincuenta kilómetros de distancia, había ocurrido algo terrible e insólito que había dejado estupefactos a la comunidad y desconcertada a la policía. A primeras horas de la madrugada un silencioso grupo de hombres había entrado en el terreno de la institución y su jefe había despertado a los cuidadores. Era una desafiante figura militar que hablaba sin mover los labios, y su voz parecía enlazada como la de un ventrílocuo a un gran envoltorio negro que transportaba. Su impasible rostro tenía facciones muy bien parecidas, dando la impresión de una belleza resplandeciente, aunque el director se había llevado una terrible sorpresa cuando la luz del vestíbulo lo iluminó, ya que era un rostro de cera y los ojos de cristal pintado. Debió ocurrirle algún atroz accidente a este hombre. Otro más alto, guiaba sus pasos, un sujeto desagradable cuya cara azulosa lucía medio devorada por algún padecimiento desconocido. El que hablaba solicitó que le entregaran la custodia del ser caníbal traído de Arkham hacía dieciséis años, y cuando le fue negada dio una señal que causó un espantoso alboroto. Aquellos demonios apalearon, agredieron y mordieron a todos los cuidadores que no lograron escapar, mataron a cuatro y finalmente lograron liberar al monstruo. Estas víctimas, que lograban recordar el suceso sin agitaciones, juraban que esos seres se habían comportado menos como hombres que como unos autómatas gobernados por el jefe con la cabeza de cera. Cuando llegó la ayuda, aquellos hombres y el monstruo caníbal habían huido sin dejar ningún rastro.
Desde el instante en que leyó el artículo, hasta la medianoche, West permaneció casi inmovilizado. A las doce sonó el timbre de la puerta y se atemorizó terriblemente. Toda la servidumbre se hallaba durmiendo en el ático, de modo que yo fui a abrir. Como he narrado a la policía, no había ningún vehículo en la calle, solamente observé un grupo de personas de apariencia extraña, que dejaron en la entrada un gran paquete cuadrado después que uno de ellos gritó, con voz terriblemente inhumana:
—Correo