Narrativa completa. H.P. Lovecraft. Читать онлайн. Newlib. NEWLIB.NET

Автор: H.P. Lovecraft
Издательство: Bookwire
Серия: Colección Oro
Жанр произведения: Языкознание
Год издания: 0
isbn: 9788418211195
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Pero los afables enemigos de West no estaban sumergidos en agobiantes deberes. La facultad había sido cerrada y todos los doctores adscritos a ella auxiliaban en la lucha contra la epidemia de tifus. El doctor Halsey, se distinguía sobre todo por su abnegación, dedicando todo su gran conocimiento, con sincera energía, a los casos que muchos otros evitaban por el peligro que representaban o por juzgarlos perdidos. Antes de finalizar el mes, el valiente decano se había convertido en héroe popular, aunque él no parecía tener conocimiento de su fama y luchaba para evitar su derrumbe por agotamiento físico y nervioso. West no podía menos que admirar la fortaleza de su enemigo, pero precisamente por esto estaba más resuelto aún a demostrarle la autenticidad de sus extrañas teorías. Una noche, aprovechando el desorden que reinaba en el trabajo de la Facultad y en las normas sanitarias del municipio, se las ingenió para introducir disimuladamente el cuerpo de un recién fallecido en la sala de disección, y en mi presencia le inyectó una nueva variante de su solución. El cadáver efectivamente abrió los ojos, aunque se limitó a fijarlos en el techo con expresión de concentrado horror, antes de caer en una inercia de la que nada fue capaz de arrancarlo. West mencionó que no era suficientemente fresco, el aire caliente del verano no beneficia los cadáveres. Esta vez estuvieron a punto de sorprendernos antes de quemar los despojos y West no consideró recomendable repetir esta utilización ilícita del laboratorio de la facultad.

      El auge de la epidemia tuvo lugar en agosto. West y yo estuvimos a punto de perecer, en cuanto al doctor Halsey, murió el día catorce. Todos los estudiantes concurrieron a su precipitado funeral el día quince y compraron una impresionante corona, aunque casi la ahogaban las demostraciones enviadas por los ciudadanos nobles de Arkham y las propias autoridades del municipio. Fue casi un acto público, puesto que el decano había sido un verdadero benefactor para la ciudad. Después del entierro, nos quedamos bastantes deprimidos y pasamos la tarde en el bar de la Casa Comercial, donde West, aunque afectado por la muerte de su principal contrincante, nos hizo estremecer a todos hablándonos de sus trascendentes teorías. Al oscurecer, la mayoría de los estudiantes volvieron a sus casas o se incorporaron a sus diversas ocupaciones, pero West me persuadió para que lo ayudase a “sacar provecho de la noche”. La casera de West nos vio entrar en la habitación cerca de las dos de la madrugada, acompañados por un tercer hombre y le dijo a su marido que se notaba que habíamos cenado y bebido bastante bien. Aparentemente, la amargada patrona tenía razón, pues hacia las tres, la casa entera se despertó con los gritos oriundos de la habitación de West, cuya puerta tuvieron que derribar para hallarnos a los dos inconscientes, tendidos en la alfombra manchada de sangre, golpeados, arañados y magullados, con trozos de frascos e instrumentos regados a nuestro alrededor. Solo la ventana abierta indicaba qué había sido de nuestro agresor y muchos se preguntaron qué le habría ocurrido después del gran salto que tuvo que dar desde el segundo piso al césped. Encontraron algunas ropas extrañas en la habitación, pero cuando West volvió en sí, explicó que no pertenecían al desconocido, sino que eran muestras acumuladas para su análisis bacteriológico, lo cual formaba parte de sus indagaciones sobre la transmisión de enfermedades infecciosas. Ordenó que las quemasen de inmediato en la amplia chimenea. En la policía, declaramos desconocer por completo la identidad del hombre que había estado con nosotros. West explicó con cierto nerviosismo que se trataba de un simpático extranjero al que habíamos conocido en un bar de la ciudad que no recordábamos. Habíamos pasado un rato algo alegres y, West y yo, no deseábamos que detuviesen a nuestro conflictivo compañero.

      Esa misma noche fuimos testigos del comienzo del segundo horror de Arkham. Horror que para mí, iba a empequeñecer a la misma epidemia. El cementerio de la Iglesia de Cristo fue lugar de un horrible asesinato, un vigilante había muerto por desgarraduras, no solo de forma indescriptiblemente espantosa, sino que se dudaba de que el agresor fuese un ser humano. La víctima había sido vista con vida bastante después de la medianoche, descubriéndose el incalificable hecho al amanecer. Se investigó al director de un circo apostado en el vecino pueblo de Bolton, pero este aseguró que ninguno de sus animales se había escapado de su jaula. Quienes hallaron el cadáver notaron un rastro de sangre que llevaba a una tumba reciente, en cuyo cemento había un pequeño charco rojo, justo delante de la entrada. Otro rastro más pequeño se desviaba en dirección al bosque, pero se perdía de inmediato.

      La noche siguiente, los demonios bailaron sobre los tejados de Arkham, y una locura desenfrenada aulló en el viento. Por la enfebrecida ciudad transitaba suelta una maldición, de la que algunos decían que era más grande que la peste y otros susurraban que era el espíritu encarnado del mismo demonio. Un ser abominable entró en ocho casas esparciendo la roja muerte a su paso… El silencioso y sádico monstruo dejó atrás un total de diecisiete cadáveres y huyó después. Algunas personas que lograron verlo en la oscuridad dijeron que era blanco y como un mono deforme o como un monstruo antropomorfo. No había dejado a nadie entero de cuantos había atacado, ya que a veces había sentido hambre. El número de víctimas llegaba a catorce, las otras tres las había encontrado muertas al entrar en sus casas, víctimas de la enfermedad.

      La tercera noche, los delirantes grupos dirigidos por la policía lograron atraparlo en una casa de la Calle Crane, cerca del campus universitario. Habían organizado la búsqueda con toda minuciosidad, manteniendo el contacto a través de puestos voluntarios telefónicos y cuando alguien del área de la Universidad avisó que había escuchado arañazos en una ventana cerrada, enviaron inmediatamente la red. Debido a las precauciones y a la prevención general no hubo más que otras dos víctimas y la captura se realizó sin más incidentes. La criatura fue contenida finalmente por una bala aunque no terminó con su vida y fue llevada al hospital local, en medio de la furia y la aversión generales, porque aquel ser había sido humano. Esto quedó claro a pesar de sus ojos mugrientos, su silencio simiesco, y su demoníaco salvajismo. Le cerraron la herida y lo llevaron al manicomio de Sefton, donde estuvo golpeándose la cabeza contra los muros de una celda acolchada durante dieciséis años, hasta un reciente accidente a causa del cual huyó en condiciones de las cuales a nadie le gusta mencionar. Lo que más desagradó a quienes lo apresaron en Arkham fue que, al asearle la cara a la sanguinaria criatura, observaron en ella un parecido increíble y ridículo con el mártir sabio y abnegado al que habían sepultado hacía tres días: el difunto doctor Allan Halsey, benefactor público y decano de la Facultad de Medicina de la Universidad Miskatonic.

      Para el desaparecido Herbert West, y para mí, la repulsión y el horror fueron indecibles. Aun esta noche me estremezco, mientras pienso en todo ello, y tiemblo aún más de lo que temblé aquella mañana en que West murmuró entre sus vendas:

      —¡Maldita sea, no estaba bastante fresco!

      Reanimador 3: Seis disparos a la luz de la luna

      No es común descargar los seis disparos de un revólver a toda prisa cuando solo uno habría sido suficiente, pero hubo muchas cosas en la vida de Herbert West que no eran comunes. No es frecuente, por ejemplo, que un médico recién graduado de la Universidad se vea obligado a esconder las razones que lo llevan a elegir determinada casa y consulta, sin embargo, ese fue el caso de Herbert West. Cuando ambos obtuvimos el título de la Facultad de Medicina de la Universidad Miskatonic y tratamos de disminuir nuestra pobreza estableciéndonos como facultativos de medicina general, tuvimos mucho cuidado en disimular que habíamos seleccionado nuestra casa por su aislamiento y su cercanía al cementerio.

      Un deseo de soledad de este tipo rara vez adolece de motivos y como es natural, nosotros también los teníamos. Nuestras necesidades se debían a un trabajo rotundamente impopular. Exteriormente éramos tan solo médicos, pero por debajo de nuestra túnica había razones de mayor y terrible importancia, ya que lo básico en la vida de Herbert West era la investigación en las negras y prohibidas áreas de lo desconocido, en las que esperaba descubrir el secreto de la vida y devolver la animación eterna al frío barro del cementerio. Una búsqueda de esta especie requiere extraños materiales, entre ellos, cadáveres humanos muy recientes, y para mantenerse provisto de tales elementos indispensables, uno debe existir discretamente y no muy alejado de un lugar de enterramientos anónimos.

      West y yo nos habíamos conocido en la Universidad y fui el único que congenió con sus pavorosos experimentos. Gradualmente me había transformado en su inesperado ayudante y ahora que dejábamos la Universidad teníamos que continuar juntos. No era factible que dos