Narrativa completa. H.P. Lovecraft. Читать онлайн. Newlib. NEWLIB.NET

Автор: H.P. Lovecraft
Издательство: Bookwire
Серия: Colección Oro
Жанр произведения: Языкознание
Год издания: 0
isbn: 9788418211195
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del cadáver y cubrir de inmediato el pinchazo.

      La espera fue enloquecedora, pero West no perdió la serenidad en ningún momento. De cuando en cuando, colocaba su estetoscopio sobre el ejemplar y aguantaba filosóficamente los resultados negativos. Al cabo de unos tres cuartos de hora, notando que no se producía el menor signo de vida, expresó decepcionado que la sustancia era inapropiada, sin embargo, decidió aprovechar al máximo esta oportunidad y probó una modificación de la formula, antes de deshacerse de su lúgubre presa. Esa tarde habíamos hecho una sepultura en el sótano y tendríamos que llenarla al amanecer, pues aunque habíamos puesto cerraduras en la casa, no queríamos correr el más pequeño riesgo de que se produjera un brusco descubrimiento. Además, el cuerpo no estaría ni moderadamente fresco la noche siguiente. De modo que transportamos la solitaria lámpara de acetileno al laboratorio contiguo —dejando a nuestro silencioso huésped a oscuras sobre la losa— y nos pusimos a trabajar en la elaboración de una nueva solución, después de que West comprobara el peso y las mediciones con vehemente cuidado.

      El aterrador suceso fue repentino y absolutamente inesperado. Yo estaba agregando algo de un tubo de ensayo a otro y West se hallaba ocupado con la lámpara de alcohol —que hacía las veces de mechero Bunsen en esta construcción sin instalación de gas— cuando del espacio que habíamos dejado a oscuras surgió la más espantosa y demoníaca sucesión de gritos jamás escuchada por ninguno de los dos. No habría sido más espeluznante el caos de alaridos si el infierno se hubiese abierto para dejar escapar la angustia de los condenados, ya que en aquella pasmosa disonancia se concentraba el máximo terror y desesperación de la presa animada. No podían ser humanos —un hombre no puede emitir gritos como esos— y sin pensar en la labor que estábamos realizando, ni en el riesgo de que lo descubrieran, los dos saltamos por la ventana más cercana como animales horrorizados, derribando tubos, lámparas y matraces y escapando alocadamente en la estrellada negrura de la noche rural. Creo que gritamos mientras corríamos arrebatadamente hacia la ciudad, aunque al alcanzar las afueras adoptamos una postura más contenida… la suficiente como para transitar como un par de juerguistas trasnochadores que vuelven a casa después de un festín.

      No nos separamos, sino que nos protegimos en la habitación de West y allí estuvimos conversando, con la luz de gas encendida, hasta que se hizo de día. A esa hora nos habíamos tranquilizado un poco discutiendo teorías probables y proponiendo ideas prácticas para nuestra investigación, de modo tal que logramos dormir todo el día en lugar de asistir a clase. Pero esa tarde publicaron dos artículos en el periódico, sin relación alguna entre sí, que nos quitaron el sueño. La vieja casa deshabitada de Chapman se había incendiado inexplicablemente, quedando reducida a un simple montón de cenizas —eso lo entendíamos ya que habíamos volcado la lámpara—. El otro informaba que habían intentado abrir la reciente sepultura de la fosa común, como removiendo la tierra inútilmente y sin herramientas —esto nos resultaba incomprensible, ya que habíamos aplanado muy cuidadosamente la tierra húmeda—.

      Y durante diecisiete años, West estuvo mirando sobre su hombro quejándose de que le parecía escuchar pasos detrás de él. Ahora él ha desaparecido.

      Reanimador 2: El demonio de la peste

      Jamás olvidaré aquel horrible verano hace dieciséis años, en que, como un demonio perverso de las moradas de Eblis, se generalizó, disimuladamente, el tifus por toda Arkham. Muchos recapitulan ese año por dicho flagelo mortal, ya que un auténtico terror se derramó, con membranosas alas, sobre los ataúdes acumulados en el cementerio de la Iglesia de Cristo. Sin embargo, hay un horror aún mayor que viene de esa época, un horror que solo yo conozco, ahora que Herbert West no habita en este mundo.

      West y yo hacíamos trabajos de postgraduación en el curso de verano de la Facultad de Medicina de la Universidad Miskatonic y mi amigo había adquirido gran reputación debido a sus experimentos orientados a la revivificación de los muertos. Tras la científica carnicería de incontable bestezuelas, la bestial labor quedó aparentemente prohibida por orden de nuestro desconfiado decano, el doctor Allan Halsey, pero West había continuado haciendo ciertas pruebas secretas en la lúgubre pensión donde vivía, y en una espantosa y terrible ocasión se había apoderado de un cuerpo humano de la fosa común, llevándolo a una granja situada al lado opuesto de Meadow Hill. En aquella ocasión, yo estuve con él y lo vi inyectar en las venas exangües la sustancia que según él, devolvería en cierta manera los procesos químicos y físicos. El experimento había finalizado terriblemente en un delirio de terror que poco a poco llegamos a imputar a nuestros sobreexcitados nervios. Después de eso, West no fue capaz de liberarse de la angustiosa sensación de que lo seguían y perseguían. El cadáver no estaba lo bastante fresco. Estaba claro que para restablecer las condiciones mentales normales, el cadáver debía ser verdaderamente fresco. Por otra parte, el incendio de la vieja casona nos había imposibilitado enterrar el ejemplar. Habría sido deseable tener la seguridad de que estaba sepultado bajo tierra.

      Después de esa experiencia, West dejó sus investigaciones durante cierto tiempo, pero lentamente recobró su inquietud de científico nato y volvió a molestar a los profesores de la Facultad pidiéndoles permiso para hacer uso de la sala de taxidermia y ejemplares humanos frescos para un trabajo que él consideraba tan enormemente importante. Pero sus ruegos fueron totalmente inútiles, ya que la decisión del doctor Halsey fue rigurosa y los demás profesores reafirmaron el veredicto de su superior. En la teoría base de la reanimación solo veían incongruencias inmaduras de un joven fanático cuyo cuerpo delgado, cabello amarillo, ojos azules y miopes, y suave voz no hacían imaginar el poder supranomal “casi diabólico” del cerebro que hospedaba en su interior. Aún lo veo como era en ese momento y me estremezco. Su rostro se volvió más severo, aunque no más viejo. Y ahora Sefton es responsable de la desgracia y West ha desaparecido.

      West se enfrentó desagradablemente con el Doctor Halsey casi al final de nuestro último año de carrera, en una discusión que le trajo menos prestigio a él que al compasivo decano en lo que a caballerosidad se refiere. West afirmaba que este hombre se mostraba infundada y desatinadamente grande y que deseaba comenzar su obra mientras tenía la oportunidad de usar las excepcionales instalaciones de la facultad. Era terriblemente indignante e incomprensible para un joven con el temperamento lógico de West, que los profesores apegados a la tradición, desconociesen los singulares resultados obtenidos en animales e insistieran en negar la posibilidad de la reanimación. Solo una mayor madurez podía ayudarlo a comprender las restricciones mentales crónicas del tipo “doctor-profesor”, resultado de generaciones de puritanos mediocres, a veces bondadosos, conscientes, afables y corteses, pero siempre rígidos, intolerantes, esclavos de las costumbres y carentes de perspectivas. El tiempo es más misericordioso con estas personas rudimentarias aunque de alma grande, cuyo defecto esencial es en realidad la timidez, y las cuales reciben, definitivamente, el castigo del escarnio general por sus pecados intelectuales, su ptolemismo, su calvinismo, su antidarwinismo, su antinietzahísmo, y por toda clase de sabbatarianismo y leyes aparatosas que practican. El joven West, a pesar de sus maravillosos conocimientos científicos, tenía muy poca paciencia con el buen doctor Halsey y sus colegas eruditos y alimentaba una aversión cada vez más grande, acompañada de su deseo de demostrar la autenticidad de sus teorías a estas lerdas dignidades de alguna manera impresionante y dramática. Y, como la mayoría de los jóvenes, se entregaba a enredados sueños de venganza, triunfo y espléndida indulgencia final. Y entonces surgió el azote, cáustico y mortal de las grutas pesadillescas del Tártaro. West y yo nos habíamos graduado cuando comenzó, aunque continuamos en la Facultad haciendo un trabajo adicional del curso de verano, de manera que aún estábamos en Arkham cuando se desató con furia diabólica en toda la ciudad. Aunque todavía no estábamos facultados para ejercer, teníamos nuestro título, y nos vimos furiosamente requeridos a incorporarnos al servicio público, cuando aumentó el número de los afectados.

      La situación se hizo casi incontrolable y las muertes se producían con demasiada frecuencia para que los comercios funerarios de la localidad pudieran ocuparse satisfactoriamente de todas ellas. Los entierros se realizaban en rápida sucesión, sin ninguna preparación y hasta el cementerio de la Iglesia de Cristo estaba repleto de ataúdes de muertos sin embalsamar. Este hecho no dejó de tener su efecto en West, que con frecuencia pensaba en la ironía de la situación, tantísimos ejemplares