¿No era ese el centro mismo de su cuerpo?
Todo el tiempo oigo decir: «Ahora, con Internet, está todo ahí». No es verdad. Podjani Stanko Iereslava no está. Tampoco hay nada sobre una película que vi de niña acerca de una adolescente que se llamaba Laurette. Laurette cuidaba a su hermana pequeña porque se habían quedado huérfanas. Solo recuerdo esos datos: su nombre, que era muy guapa, con gruesos labios muy rojos, y que en un momento de la película su hermanita, con el morro sucio y un peluche viejo entre las manos, canturreaba en el descansillo de la escalera:
En el estado de Nebraska
Hay un gato que huele a caca
He buscado en Internet:
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Caí en el metro de golpe, como el padre de Podjani se derrumbaba en el suelo helado de la granja. Ya antes de perder la consciencia recordaba poco del fin de semana. Lo pasé bien, creo. Una amiga se cayó a un rosal. Había una punki muy guapa que me gustaba y que me ofrecía speed a cada rato. Sentía cómo las piedrecitas subían por la fosa nasal y me la destrozaban. Le contaba a la punki que una vez me metí mucho speed y por la mañana tenía un cono de sangre en cada agujero de la nariz. Se reía. Era mentira, pero me gustaba ponerme a su altura en cuanto a zafiedad vital. Cogía colillas del suelo, se las daba y ella me besaba agradecida. Esa noche tragué todo lo que me ofrecieron con la misma intensidad inconsciente con la que desde los cuatro años me muerdo la piel de los dedos: en un estado hipnótico y compulsivo de entrega total. Y después, la mente fragmentándose, todo perdiendo sentido, la caída en el metro, el ataque de pánico permanente. La propia psicóloga dijo que era muy raro, y a mí me pareció muy poco profesional y empático. Lo que dijo exactamente fue:
—He conocido casos de gente que camina encorvada, pero no de gente que se tuerce hacia los lados.
Durante meses caminé por la calle así, inclinándome hacia un lado, hasta que acababa pegada a la pared. Si cerraba los ojos caía al suelo instantáneamente, como empujada por una fuerza ajena.
Llegué a llamar por teléfono a un amigo psiquiatra que había asistido al padre Fortea en un par de exorcismos. Intenté por todos los medios que me atendiera. El padre Fortea nunca respondió a mis correos.
Durante meses, solo conseguía atravesar la línea de fuego del portal diciéndome:
—Y desde la profundidad de los montes Urales, en Kazajistán... ¡Podjani Stanko Iereslava!
Y salía despacito, reteniendo el aire en el pecho, como si acabase de llegar de unas montañas gélidas y hostiles y me expusiese por vez primera al calor del público.
Salgo de lo más oscuro de los Urales, voy al aplauso. Aunque la sonrisa me deformase la cara, tenía que forzarla y seguir adelante. Cuando la acera se estrechaba y sentía que iba a desmayarme de pura ansiedad, entonces venía lo otro:
—En el estado de Nebraska hay un gato que huele a caca.
Eran los únicos mantras en los que creía. Un paso por delante de otro, cada vez más aprisa. El estado de Nebraska. El gato. La caca. Nebraska. Gato. Caca.
Mi padre vino a socorrerme a la ciudad. Lo veía mirarme con impotencia. Tienes que aprender a relajarte, me dijo.
Fuimos juntos a una clase de yoga, solo por probar. Era un centro lleno de budas dorados y falsos manantiales de agua cayendo por todas partes. A cada uno nos tocó en un punto distinto de la clase. Haciendo su primer saludo al sol, mi padre se tiró un pedo estruendoso. La clase quedó suspendida en un silencio monástico. Creo que hubiese sido mejor si alguien se hubiese reído. Una carcajada general igual de estruendosa que el pedo, para revertir el efecto. Pero no. Al terminar la clase, mi padre fue a la recepción y me pagó seis meses de clases de yoga, en un intento monetario de salvación.
Haciendo un esfuerzo sobrehumano, seguí asistiendo a la clase cada jueves. Al final de cada sesión, en el vestuario, unas chicas recordaban a «aquel señor que vino a la clase de prueba y se tiró un pedo». Eran tres publicistas que necesitaban despellejar a alguien para liberar endorfinas.
El nivel de crueldad fue en aumento. Dijeron que el señor del pedo «parecía un loco». Otro día, una de ellas sugirió que tal vez fuese un indigente que había aprovechado la primera clase gratis «para disfrutar la calefacción del centro». Mi integración armónica en el grupo pasaba por reírme yo también del señor del pedo. Si no era aceptada en el rebañito, iba a seguir tocándome la esterilla más inmunda y el peor lugar de la clase, un rincón en el que, hiciera el ejercicio que hiciera, mis piernas o mis brazos siempre golpeaban con algo o con alguien.
En un intento de dirigir los propósitos de integración en otra dirección, decidí convertirme en la mejor de la clase. Esa fórmula había sido un motor vital que nunca me había fallado. Intentar ser la primera de la clase era una gasolina densa y nutritiva que me llevaba a sitios. Como no podía mantener el equilibrio de pie, me dejaba la vida en los ejercicios de suelo. El profesor, un marica con máscara zen y sangre de víbora, nos arengaba desde el otro lado de la clase.
—Piernas firmes, brazos pegados al cuerpo... ¡Arriba pelvis!
En mi rincón, yo tensaba el alma, haciendo de todo menos yoga, moviéndome exclusivamente con el propósito de alcanzar la perfección. Forcé el movimiento al máximo. Pensé en Kimberly, en su mariposa púbica echando a volar hacia el cielo de Melrose Place. Y eché a volar mi mariposa, una, dos, tres veces, cada vez con más empeño.
—El hueso del pubis debe apuntar al techo. Eso es… Pubis al techo, pubis al techo, pubis al techo... ¡La del fondo, pubis al techo! ¡No vagina al techo!
Hubo un siseo leve. Era un grupo de silencios iniciales y despellejamiento en el vestuario.
Me rendí. No conseguí que el centro de yoga me devolviera el dinero de los meses de clase que ya había pagado. Volví al encierro absoluto.
Vivía en un bajo sin luz natural, con el suelo inclinado. Si ponías una pelota en un lado de la habitación, se iba rodando lentamente al lado opuesto. Tuve que precintar las ruedas de mi silla de escritorio, porque la inclinación me alejaba lentamente de la mesa y de los apuntes. Ese pequeño desnivel sumaba puntos a mi desequilibrio.
Dejé de limpiar. Responsabilidad, intentar ser mejor, quitar el polvo: ya había tenido bastante de todo eso. Un día, ante el esfuerzo de tirar una ensalada y fregar el plato, lo metí todo junto directamente en el congelador. Yo, que de pequeña me había gastado la paga en lejía para fregar a escondidas la casa del vecino, ni siquiera cambiaba ya las sábanas.
Venían amigos a verme, con caras sonrientes y remedios que rebosaban candor: un bote de miel, una red de limones. Uno insistió en que lo que necesitaba eran proteínas y comenzó a hacerme chuletas de ternera todos los días. Hasta que un día dejó de venir, y yo volví al yogur con muesli, que me recordaba a mis desayunos de niña.
El máximo recorrido que mi mente soportaba era el camino hasta el videoclub.
Alquilaba películas que ya había visto. En general, intentaba ceñirme estrictamente a las vistas antes de la pubertad. A veces, me llamaba la atención la carátula de alguna nueva producción infantil, pero enseguida volvía a dejarla en su estante.
Me mantenía en una zona de confort dentro de otra zona de confort, que a su vez estaba dentro de otra zona más mullida y suave que lo recubría todo. Pronto esa pocilga almohadillada dejó también de ser fácil y cómoda. Llegó el día en el que, al ver Annie, empecé a saltarme las partes de claqué. Me irritaba el simple sonido de la suela metálica entrechocando contra el suelo. No podía soportar verla avanzar grandes distancias con ese zapateo saleroso. Yo, con veinte años, no era capaz siquiera de caminar por la calle sin terminar pegada a una pared.
La zona segura se fue reduciendo hasta quedar convertida