Hago autostop para llegar a la casa. El señor de pueblo que me recoge me pregunta a dónde voy. Le digo que a un parto. Me pregunta si al parto de una vaca. Le digo que no. Pasamos el resto del viaje en silencio.
La casa de Sanne es un cortijo rehabilitado, rodeado de árboles y animales que toman el sol. Hay dos perros, uno viejo y mojado, otro joven y seco. El viejo me ladra tumbado, como si defender su territorio le produjese una inmensa pereza. Sanne está a cuatro patas en mitad del salón, contoneándose como un animal por el dolor de una contracción. Cuando el dolor remite, me saluda sonriente.
Pasan las horas. Comemos juntos. Yo casi no me atrevo a hablar. Cuando me invitaron a ver el parto, los padres acordaron conmigo que me mantendría en un segundo plano. No sé hasta dónde llega esa cláusula. ¿Puedo participar en la conversación? ¿Puedo hacer preguntas? Sudo mucho, con mal olor, como siempre que estoy muy nerviosa.
Después de comer, las contracciones empiezan a ser más violentas, los gritos más profundos y guturales, como lanzados por una vaca desde una galaxia lejana. Al cabo de doce horas de contracciones, todos los presentes —la madre, el padre, la hija de cinco años de ambos, la comadrona y yo— estamos absolutamente agotados. Mentiría si dijese que no hay un ambiente de miedo y tensión. Supongo que el bebé, con la cabeza comprimida por los huesos de la pelvis de su madre, también está cansado. Quizá sufre. La madre duerme a intervalos cortos. A ratos siento miedo, a ratos me aburro y divago. Escribo mensajes a mis amigos: «Esto es muy fuerte. Estoy flipando. Ya te contaré» o «Caca, sangre y mugidos de vaca. Pero increíble». En un momento dado, la comadrona me pide que le lleve un vaso de agua. Con piernas temblorosas, lleno un vaso y me acerco a ellos. Mientras lo hago, veo la escena como un belén viviente de extremo realismo. El salón está en penumbra y solo una luz tenue envuelve las figuras. La madre, sudorosa y al borde del delirio, está en cuclillas, agarrada a una silla. Nos insulta y maldice en su lengua materna, creo que neerlandés. La comadrona y el padre permanecen cada uno a un lado, apoyándola. Si me alejo un poco, sus figuras se unen en una mancha borrosa y sugieren un monstruo desnudo y sudoroso. La silla a la que se agarra la parturienta se escora hacia delante y la comadrona me indica que la sujete. Desde allí arriba veo cómo el bebé se desliza fuera del cuerpo de su madre. Tiene la espalda llena de una capa de grasa blanca y los ojos completamente negros, como un pequeño alien. Al principio, su cuerpo es de color morado, está como desmadejado. Lo apoyan sobre su madre, que se ríe llorando y le habla en su lengua natal. El bebé no da ningún signo de vida. Hay unas milésimas de segundo en las que pienso que está muerto. Pienso que ellos ya lo sabían, que hay madres que deciden dar a luz a los bebés que se les mueren dentro, en lugar de ir a un hospital a que se los saquen. Leí hace poco sobre eso. Lo hacen como ritual de aceptación, por darles un nacimiento digno, aunque sus hijos no estén vivos ya. Y siento que quizás he tomado parte en un acto en el que no quería tomar parte. Todo eso me da tiempo a pensar antes de que el bebé tome una bocanada de aire y empiece a llorar.
Una hora después, la madre ya está en otra habitación, con su hija mayor y su hija recién nacida, las tres juntas en la misma cama, en un duermevela feliz. Cualquier director de cine habría cortado todas estas escenas que están teniendo lugar ahora, pienso. Nunca se cuentan. ¿Qué se hace ahora? Es un limbo absurdo en el que no sé cómo comportarme ni qué sentir. Me dan una manta para que duerma en el sofá. Justo entonces me inunda una emoción extraña y empiezo a llorar desconsoladamente. Lloro y me río al mismo tiempo en brazos de la comadrona. Avergonzada, me deshago de su abrazo y voy a la cocina, llena de platos y cacharros sucios. Abro el portátil y escribo todo lo que acabo de ver. Me doy cuenta de que es como intentar transmitir una noche de drogas: no sé qué va antes y qué va después. Consigo terminarlo atropelladamente y lo envío a la revista. Mi jefe responde:
—Canelita fina.
A los tres días vuelvo a hacer autostop desde la ermita hasta casa de Sanne. La señora que me recoge me pregunta si voy a la fiesta de la recogida de la aceituna. Yo miento y digo «sí». Siempre me cuesta no decir lo que no tengo que decir, pero esta vez me callo la boca. Esta señora, con sus años deslomándose en la porqueriza y su carnet de conducir tardío, habrá tocado placentas de vacas y yeguas, las habrá tenido entre sus manos rojas y resecas. Pero yo no me atrevo a decirle que voy a comerme una.
Sanne, con su niña colgada de la teta, levanta la copa y pronuncia unas palabras preciosas que a mí me dan mucha vergüenza. Me dan vergüenza porque soy una persona que apaga cigarros en los jardines zen, que busca la espiritualidad y al mismo tiempo tropieza con ella y la pisotea sin querer. Habla de la nueva vida que comienza y de lo mucho que significa para ella compartir con nosotros la placenta que alimentó a su criatura todo este tiempo. Su marido retira la cazuela del fuego. Brindamos. Creo que solo yo he visto un gesto que ha hecho la bebé dormida, una sonrisa adulta en su cara, y eso me hace sentir feliz de estar a punto de comerme una víscera humana. Un invitado exclama:
—Gracias al Gran Espíritu.
Antes de llegar me he bebido tres latas de cerveza para darme valor y estoy un poco demasiado borracha como para diferenciar si eso que ha dicho es una broma o no. Así que me río muy alto.
Comer placenta es como comer pulpo duro o una tapa de oreja. El sabor no está mal, la textura es insoportable. Me trago los trozos casi enteros. Hay una ligera tensión en el ambiente, y entiendo que esto que se respira sí que nos une y no lo del brindis. Quizás nadie está sintiendo asco. Algunos estamos incluso emocionados. Pero todos sentimos, en mayor o menor medida, miedo de tener asco. Toda la comida se desarrolla entre pequeños infiernos intermitentes en los que intento alejar de mi mente la imagen de la bolsa entretejida de venas saliendo de golpe de la vagina, tres días antes.
De regreso a casa decido que me ha gustado comer placenta. Los padres han confiado en mí, me han invitado al parto, me han dejado que lo cuente en un artículo. Y, a pesar de que en el mismo nombro unas seis veces la palabra «caca», han decidido compartir este momento tan especial conmigo.
Antes de dormir, escribo en Facebook lo que acabo de vivir. Inmediatamente, el relato desata la furia de un buen número de desconocidos, también de algunos conocidos. En los días siguientes empiezo a recibir correos anónimos llenos de amenazas e insultos, largas parrafadas que me explican por qué lo que he hecho ha sido una guarrada y un acto despreciable, cercano al canibalismo. También condenan el parto en casa que he presenciado, diciendo que es una irresponsabilidad. En un momento dado, también empiezo a recibir llamadas. Las integrantes de un grupo cristiano intentan hacerme abrazar la fe y abandonar lo que según ellas es una vida de pecado. Una desconocida me dirige amenazas y me lanza maldiciones. En su última llamada me impreca de este modo:
—Ojalá tengas un niño en casa, se te muera y después alguien se lo coma.
Hasta entonces, la última temporada de mi vida había estado