Tenemos una foto en la que salimos los dos, Henri y yo, cogidos de la mano. Él era el único del grupo de amigos que conservaba el traje típico: los pantalones grises, el blusón negro, el pañuelo de cuadros azules y la boina. Se lo ponía todo el día de Santo Tomás, que nosotros celebrábamos en el jardín trasero. Incluso así, con los calcetines altos y las cuerdas de las alpargatas trenzándose en la pantorrilla como si fueran unas toscas zapatillas de ballet, Henri tenía una prestancia de bufón elegante que cualquier otro de los hombres del grupo habría perdido totalmente vestido de aquella manera. Se paseaba por la reunión brindando con todos, cada vez más borracho. Año tras año, Henri y yo fuimos los dos únicos de la fiesta que vestían el traje típico. Yo era la única niña. Amaiur, la hija de Koldo y Marina, era aún un bebé, y no tenía sentido mandar hacer un traje que enseguida le quedaría pequeño.
Hay otra foto: yo, con cinco años, llevo ya mis gafas color pastel de niña miope y miro a Henri, sonriéndole bajo la cofia con una adoración que incluso ahora ofende mi coquetería y mi dignidad adultas. Él tiene las rodillas flexionadas para adaptarse a mi altura y mira a cámara con los ojos rojos por el flash.
Me dijo:
—¿Has visto qué buena pareja hacemos?
Después me cogió en brazos y, cuando nadie miraba, me dio a beber de su vaso. Me preguntó si estaba bueno y no me atreví a decirle que no.
—Bebe tú solita.
Bebí diligentemente, feliz, hasta terminármelo todo. Empezó a sonar una trikitixa. Henri me subió sobre sus hombros, me agarró de las manos y bailó conmigo entre la gente, girando e inclinándose a un lado y a otro. Empecé a sentir que dábamos demasiadas vueltas. Un velo rojo me empañó la mirada. Años después de aquello, Henri seguía contando que de pronto había sentido algo caliente chorreando por el cuello:
—La cabrona se me había meado encima.
Me gustaba que me llamase «la cabrona», porque eso me convertía en su camarada. Él lloraba de la risa cuando explicaba cómo al bajarme me había sentado en el césped, llevándome las manos a la cabeza, como una campesina en miniatura preocupada por la cosecha, y le había dicho:
—Henri, dile al vino que pare.
Cuando Anne lo dejó, Henri empezó a beber. Pero no con la alegría violenta de antes, cantando Baga biga higa en las barbacoas, bailando en las quedadas para comer bacalao. Ahora las borracheras eran explosivas en su inicio, y después lo llevaban al asco total, al vómito.
Al resto de amigos les daba vergüenza. Un taxista amigo suyo, un marsellés enorme, lo subía por las escaleras echado sobre el hombro. A veces mi padre tenía que bajar en plena noche a ayudar. Mi madre y yo veíamos cómo aquellos dos hombretones manejaban su cuerpo ajado y flácido, como un alga muerta.
Henri tenía cuarenta años y dos arrugas profundas en las mejillas, como si le hubiesen cortado la piel curtida con un cuchillo. Yo imaginaba que, dentro de aquellos surcos, la barba gris, que había sido perfectamente rasurada en el resto de la cara, crecía en forma de diminutos pelos que se refugiaban en la grieta, a salvo de la cuchilla. Cuando me balanceaba en sus piernas, acercándome y alejándome de su cara, me decía a mí misma, «en la próxima le agarro la cara y le miro dentro de las rayas».
Pero, al final, nunca lo hacía. Me daba miedo. Me daba vergüenza.
A veces mi madre me daba la copia de las llaves de su casa y me decía:
—Ve a ver cómo está, anda. Si llamas y no abre, entras con la llave.
Paseaba por allí sin tocar nada, sin sentarme. Todo estaba lleno de grasa y polvo. Lo encontraba tirado sobre la cama y lo miraba dormir, sus manos grandes y nudosas moviéndose con pequeños espasmos. La casa estaba atestada de ceniceros, todos a punto de desbordarse. Cada silla, cada copa, e incluso el hueco vacío para las pilas del mando de la televisión estaban llenos de ceniza.
Un domingo por la mañana me encontré a Henri dormido bocabajo en el sofá. Su vómito manchaba el escay marrón, la mesita de cristal y parte del suelo. Había un dibujo de huellas de pies desnudos sobre la pasta parduzca. Se había levantado para ir al baño, había caminado sobre su propio vómito, y después había vuelto a tumbarse. La noche anterior, mi madre había hablado de él:
—Debería tomarse un tiempo, volver a Bayona, a casa de su madre. Necesita que alguien lo cuide.
Mi padre no dijo nada. Creo que se sentía culpable por estar dejando que su mejor amigo cayese en un agujero.
Cogí un puñado de servilletas de la cocina e intenté limpiar el vómito. Estaba ya medio seco y se quedaba pegado al papel. Tenía diez años, no sabía cómo se limpiaba una casa, pero los anuncios habían grabado en mi cerebro la imagen del espray y después el paño dejando una estela de limpieza con estrellitas a su paso. Cogí un bote de limpiacristales que encontré en el baño y rocié la mesa y el suelo. No encontré trapos, y lo sequé con una toalla del baño. Hasta entonces siempre había odiado limpiar. Una vez usado, el plato del que momentos antes había comido, el tenedor manchado de mi propia saliva, ya me daban asco, como si estuvieran sucios de las babas de otro. Ese día le limpié a Henri el vómito de las plantas de los pies mientras él seguía durmiendo.
Por las tardes, cuando Henri aún estaba en la fábrica, yo barría, fregaba, y cuando terminaba de fregar me daba cuenta de otras motas de suciedad aún más pequeñas que seguían estando allí, y barría otra vez. Y cuando terminaba de barrer veía una especie de grasa marrón entre las juntas de los azulejos de la cocina, y corría al baño y miraba entre los azulejos blancos y sí, también allí estaba la sustancia marrón. Limpiaba las juntas del baño y la cocina, y cuando no podía más observaba que esa misma grasa ocre recorría también los bordes de los fogones, la raya de separación entre la ventana y la pared, las uniones entre los baldosines del suelo que justo acababa de barrer, fregar y barrer de nuevo. Seguía hasta que todo estaba perfecto. Después me iba a hacer los deberes. No sé si Henri se dio cuenta alguna vez de que poco a poco había ido dejando de vivir entre la mierda. En cualquier caso, nunca dijo nada. Yo, por mi parte, deseaba que mis acciones fuesen una especie de milagro anónimo. Quería ser un hada que dejase a su paso limpieza y paz. Durante un tiempo, mi placer fue solitario. No necesitaba más recompensa que la felicidad de eliminar hasta el último rastro de ceniza.
Una vez estaba inclinada sobre el suelo recogiendo trozos de un vaso roto la noche anterior cuando oí el ruido de la llave en la puerta. Henri llegaba pronto de trabajar, oliendo a algún licor fuerte. No se enfadó ni dijo nada, ni siquiera se asustó. Me saludó, se sentó en el sofá con dificultad, me invitó a sentarme a su lado y me sirvió una copa. Él se puso otra.
—Yo me la sirvo un poco más cargadita. Espero que no te importe. Si quieres otra, dilo.
Todos los amigos hablaban siempre en euskera con los niños del grupo. Era una especie de pacto tácito para que no perdiéramos el idioma. Si íbamos a una tienda, intercalábamos el discurso en español con la dependienta con nuestros diálogos en euskera.
Ese día, ante mi asombro, Henri me habló en castellano.
Dijo:
—Eres una chica muy guapa, ¿sabes?
Señaló mi vaso de tubo, que aún no había tocado, y repitió:
—Si quieres otra, dilo.
Su