Hablaba de Amaiur como si fuese una hembra loca y fatal. Koldo la miraba aturdido, sin entender muy bien lo que decía su mujer, pero intentando que no se precipitase fuera del bungaló.
Finalmente los vi sentarse a cada uno en una silla, fumando sin hablar, mientras la tarde caía y los demás iban regresando. Todos manteníamos un silencio cortés, respetando el conflicto familiar, haciendo que nos ocupábamos de nuestras cosas. El coche de Henri aparcó lentamente en la parcela vacía de al lado. Mi madre me hizo entrar. Los Garmendia, que preparaban la cena en su cocina, cerraron las ventanas. Me encerré en el baño y miré desde allí. Henri bajó del coche con decisión y empezó a formular una disculpa con su sonrisa socarrona incluso antes de que Marina se le echase encima. Koldo sacó a su Amaiur del coche. Marina empezó una de sus broncas larguísimas en euskera. Le ordenó que entrase inmediatamente. Algunas de las personas de los bungalós de enfrente se asomaron. Un hombre se paró en el camino, observando sin disimulo, con la boca abierta, a aquella mujer gritando en una jerga extraña. Justo antes de entrar, Amaiur se zafó del brazo de su padre y salió corriendo hacia el camino. Vi que bajo el vestido llevaba un bikini de triángulo de color verde. Ese bikini lo había visto yo en el escaparate de una tienda del minigolf. Marina miró a su hija en la distancia, enfurecida. Maldijo en voz baja en español. Después dijo:
—Etorri ona.
Que significa «ven aquí».
Antes de que su padre la alcanzase, Amaiur se giró y, asegurándose de que toda la gente de alrededor la oyera, gritó:
—Gora ETA!
Hubo un gran silencio. Los que se habían parado a espiar en el camino echaron a andar, girando la cabeza cuando ya estaban lejos. Las dos señoras del porche de enfrente entraron en casa rápidamente. Antes de entrar en el bungaló, entre sollozos, Amaiur murmuró algo acerca de que solo quería ver el pato del minigolf. Al día siguiente, el coche de Henri no estaba en la parcela. Durante la comida, Amaiur estuvo insoportable. Cuando su madre la mandó entrar, se levantó y le dijo en castellano que no iba a estudiar, que iba a ser camarera. Su padre la metió a empujones en la casa y más tarde oímos a Koldo y Marina discutir.
Salieron hacia la ciudad al día siguiente.
En esos días borrosos de verano interrumpido, había a veces en casa un silencio en el que yo pensaba que flotaba una pregunta. Pero miraba a mi padre a la cara, a veces directamente a los ojos, y no veía ningún interrogante. Estaba triste, apaleado por haberse equivocado con su amigo, pero no había duda.
¿Te quiso llevar Henri a algún sitio?
¿Estás bien?
¿Estás segura de que estás bien?
Esas eran las preguntas que yo esperaba. Nadie me las hizo. Mis gafas y mi camiseta de Obélix eran un escudo protector contra todos los males que suceden a las niñas.
Ese curso entré en casa de Henri todas las tardes. Ya no quedaba nada que limpiar y él ya no estaba, pero me gustaba tumbarme en su cama y observar los detalles de mi paso por allí, el resultado de mis esfuerzos. Ahora no hacía nada. Iba del instituto a casa, salía con amigos, fumaba porros y hacía pellas, pero sacaba buenas notas. A veces, en alguna fiesta, me daba cuenta de que de pronto todos empezaban a decir mucho una palabra que a mí me resultaba extraña. Siempre me adaptaba un poco tarde, justo antes de que la nueva palabra se dejase de decir. Pensé que quizás me faltaban ciertos datos por asimilar. Mientras las demás niñas se sumergían completamente en su pequeña vida social, yo había estado limpiando la casa de un borracho.
En Navidad me regalaron mis primeras lentillas y vimos un documental en el que contaban algo que ya me había alterado y me había hecho sufrir años antes: la NASA había enviado al espacio una sonda con imágenes de la Tierra. Vi de nuevo aquellas imágenes de Nadia Comăneci girando en las barras en las olimpiadas de Montreal. Imaginé de nuevo a un extraterrestre mirándola y amándola. Me fui a mi cuarto y di mi primer portazo de adolescente, aunque nadie me había reñido ni prohibido nada. Me tumbé en la cama, sin llorar. Casi nunca lloraba, aunque a veces tenía ganas. Me puse de pie en la cama y cogí la cajita de corazón del último estante. La abrí. La melodía folclórica sonaba como siempre. Llegó el momento agudo, en el que sentía que mi pecho se zarandeaba de emoción. Pensé: «¿Por qué han enviado imágenes de Nadia Comăneci al espacio y no unas mías limpiando las juntas de los azulejos?».
En primavera, después de ver la escena de sexo de Reality Bites, decidí enamorarme de Aitor, el hijo pequeño de los Garmendia.
Lo veía de vez en cuando en las reuniones de nuestros padres, que ahora eran cada vez más infrecuentes. Aitor era cinco años mayor que yo, tranquilo, un poco tímido, pero yo sentía que compartíamos algo, un pequeño secreto, un pasado de reliquias vascas absurdas. Sorprendentemente, Aitor respondió a mi señal. En los últimos meses, mi cuerpo se había estirado, y era casi de su altura. Me llevó a un par de fiestas de compañeros suyos de facultad. Los futuros ingenieros de telecomunicaciones se emborrachaban mientras nosotros, en un sofá, rellenábamos nuestros silencios con comentarios irónicos sobre la educación de falsos vascos que nos habían dado nuestros padres. Un día imité a su madre reprendiéndole en euskera, tal y como la recordaba en todos los veranos de mi vida. Nos reímos y brindamos torpemente con nuestros minis de whisky cola. Al llegar a la puerta de mi casa, me besó. Fue un beso asustado, lleno de dientes. Aitor se separó enseguida y se despidió educadamente.
La primera noche completamente sola de mi vida la pasé en la casa vacía de Henri. Aitor dijo que iba a venir, no sé bien a qué. Yo estaba preparadísima, con el cuerpo palpitante y lleno de miedo, para cualquier cosa que pudiese pasar. Sentí que iba a morir y a renacer como una mujer fuerte y dura. A las dos de la mañana, después de horas palpitando y esperando, me quité la ropa y me metí entre las sábanas con olor a guardado del cuarto de Henri. Dormir desnuda era nuevo. Pensé que el tiempo que faltaba para que alguien follase conmigo era la vela funeraria de mi casa, aquella cera larga y sucia enrollada alrededor de una madera oscura. Follar, igual que la vela, era algo que pertenecía a otro país, a una época inventada, a un sueño absurdo basado en la nada. Pensaba que las demás chicas tendrían velas de cumpleaños rosas, azules, amarillas, que se consumían con facilidad. Yo tenía aquel gusano largo de cera amarilla que ni siquiera prendía bien.
Los nervios que había pasado por la espera empezaron a traducirse en un ligero temblor. Los dientes entrechocaban unos contra otros, las piernas se tensaban. Se me subió un gemelo. Me destapé.
La luz de las farolas que entraba por la ventana no era igual que la que entraba por la ventana de mi habitación, a pesar de que eran las mismas farolas y la misma calle. Este tenue resplandor naranja no podía pasar de largo sobre mí, como hacía con los muebles de la habitación. Ahora se encontraba con mi piel desnuda, y mostraba los claros y las sombras de mis brazos largos, de mi tripa y mis tetas. Cada coche que pasaba no era, como en mi casa, la molestia recurrente que poco a poco iba convirtiéndose en una especie de nana de luces que me mecía. Ahora cada coche que recorría la calle era una ráfaga de luz que tropezaba con mi cuerpo y que para pasar de largo tenía que acariciarlo. La luz naranja me tocaba, empezando por los pies, y en un segundo ya había hecho su camino y desaparecía por el techo, pero en la mitad del recorrido, durante unas milésimas de segundo, iluminaba mi cuerpo entero, y la sensación entre mis piernas me pareció algo desconocido y sorprendente, como un mechero que nunca enciende y que de pronto responde a un toque distraído, mostrando una llama majestuosa. Cada fogonazo me llevaba más lejos de allí. Mis padres, Aitor, el instituto y las palabras que se ponían de moda y yo no entendía se iban difuminando. La sensación crecía, y también se evaporaron todas aquellas tardes de mugre y limpiacristales, de frotar las baldosas del piso de Henri. La nueva sensación, como el Ónix Blume que usaba mi padre para frotar el escudo del apellido, borraba la herrumbre de los años pasados. La luz fija de un coche aparcado en la calle iluminó la habitación. Me giré en la cama y limpié mi nuevo cuerpo contra el colchón con una desesperación absolutamente desconocida. Solo una vez había visto tanta determinación en mí misma, y había sido limpiando aquella casa. La fuerza me inundó como una ola o un vómito que se acerca poco a poco y solté un grito desconocido. En el