La Tierra. Unas islas en medio del Atlántico. Es de noche. Aterrizamos en un gran patio de comunidad. Vemos una piscina cubierta por una tela plástica. A los lados, setos mal cortados y algunos árboles dispersos. Junto a uno de ellos se vislumbra una figura borrosa. Soy yo, con nueve años. El maillot blanco, las medias color carne, la coleta tirante. Miro al cielo y espero, como hice unas cuantas noches durante aquel año, a que vengan a buscarme. Pienso que habrán visto el video y bajarán a por Nadia.
—Tres tacos de cerdo, cuatro patatas rancheras y dos refrescos grandes. ¿Qué salsa desea?
Nadia Comăneci duda, con el brazo moreno apoyado en la ventanilla de su coche, mientras el encargado de la ventana de pedidos del Taco Bell espera dando toquecitos nerviosos con el bolígrafo en el borde de la ventana. En el asiento de atrás, atado a su sillita, un niño de tres años duerme mientras su madre se decide por dos botes de salsa ranchera y uno de chili.
—Su pedido, señora Comăneci.
Aunque puede que haya adoptado el apellido de su marido y ni siquiera por eso se la pueda reconocer. Recoge las bolsas de papel de estraza y las acomoda en el asiento del copiloto. Se ajusta las gafas de sol sobre su rostro de cuarenta años y sale zumbando en el monovolumen blanco hacia el centro de Norman, Oklahoma.
El blanco de su coche cuando está recién lavado es lo único que a veces le recuerda a Montreal. Así de blanco y brillante era su maillot. En el asiento de atrás, el niño despierta y llora. Nadia se gira brevemente y le dedica unas palabras de consuelo. Vemos su rostro, cubierto por una capa de maquillaje bien gruesa. Los extraterrestres no van a reconocerla.
Mientras en Oklahoma el coche de Nadia entra en el túnel de lavado, yo hago en la oscuridad del patio de vecinos el único movimiento de Nadia que sé imitar, el saludo final con la espalda arqueada. Intento hacerlo muy bien. Pienso que los extraterrestres, para no hacer el viaje en balde, quizás acepten llevarse un sucedáneo.
Una antepasada mía enloqueció ante la visión de las tripas de un pescado que llevaron a la mesa. Tenía quince años. Nunca he conocido a esa mujer, porque pasó su vida internada, pero he visto su foto de comunión: una imagen en sepia de una niña de mofletes grandes, casi sin cejas, con el ceño un poco fruncido. Es en la única foto familiar en la que me reconozco a mí misma, y ni siquiera soy yo. Pero el parecido es tan brutal que llegué a vivir con el miedo a que una emoción demasiado intensa me raptase para siempre. Cerraba los ojos ante la visión de las cosas espantosas, y también lo hacía ante las cosas bellas. La intensidad zarandeando el alma era lo que hacía peligrar la vida, lo que había que evitar. Y podía estar en cualquier lugar. Piedras de colores en la playa, vidrios limados por el desgaste del mar. Mi tía los toma entre sus manos y me los muestra. Cierro los ojos. Solo el resplandor azul y ámbar me ha hecho ver el borde del agujero.
Hay raptos tan definitivos que te roban el alma de una sola vez. Hay otros que son más leves… pero funcionan por desgaste: Punky Brewster enseñando los pulgares, Shirley Temple zapateando escalera arriba y abajo con un criado negro, Christina Ricci enfundada en un traje antiguo de natación y sentada en una bañera, Marisol sonriendo vestida de gitana, Drew Barrymore ceceando. Viéndolas me temblaban las manos. La boca se me abría sola, creando una expresión que era todo lo contrario a la de ellas, siempre sonrientes, los hoyuelos marcándose en las mejillas duras. No sufrí el rapto definitivo, pero sí un goteo constante de momentos que se fueron quedando conmigo.
En un capítulo de la serie, Punky Brewster llegaba a casa tras un rato de angustiada charla en la escalera con su amiga Cherie. Su padre adoptivo, Henry, servía la comida.
Punky, muy nerviosa, le confesaba:
—Henry, I’m getting boobs.
Le estaban creciendo las tetas. A Punky Brewster, con sus coletas y su gracejo infantil, le crecían las tetas. Una especie de electricidad me recorrió el cuerpo. Corrí a apagar la televisión. Al día siguiente noté un bulto en la teta derecha.
—Está brotando el botón mamario —confirmó el pediatra.
¿Pueden las hormonas reaccionar así ante una extrema emoción televisiva? Era un aviso. Así de fuerte era el rapto. Este era el tipo de cosas que podía provocar.
En el planeta desconocido, el extraterrestre ha sufrido tal shock que ya casi se ha fundido con la sonda.
—Mentira —digo yo.
Es mentira. Pero él, a trillones de kilómetros de mí, no me oye. Tiro las zapatillas de gimnasia por la ventana, tiro también el maillot con las costuras reventadas. Tiro más cosas que ahora no recuerdo. Rompo un cojín con los dientes. Todo cae en el patio del edificio, jamás iluminado por el haz de luz abductor de una nave espacial. Mi madre llama a la puerta para saber qué pasa. Hundo la cabeza en la almohada para amortiguar el sonido de mi mensaje. Hay que avisar a los extraterrestres. Hay que dejar de enviar sondas que cuentan mentiras. Las personas no somos así. Las niñas no somos así. Solo unas pocas. Solo ellas.
3
Wunderkind
Mi primera y única aparición en pantalla fue en un corto sobre el Holocausto. Hacía de niña judía. Me habían dicho que mi personaje cantaba, pero no el qué.
Al llegar al rodaje, mientras me hacían tirabuzones con unas tenacillas, me enteré de que mi voz no se oiría. Solo tendría que mover la boca.
—Ya en montaje te ponemos la cancioncita.
Eso me dijeron. Me sentí incompetente, poco preparada. Tenía nueve años, pero supe que ya me había quedado atrás. Debería haber tomado lecciones de claqué desde los tres años y clases de alemán desde los dos. Imaginé a una niña alemana, guapa y rubia, la afortunada criatura que cantaría la canción real.
Pasé parte del rodaje sentada en una silla, atenazada por la timidez, queriendo preguntarle a alguien del equipo quién era la niña que me iba a doblar. Cuando llegó mi momento, se me dijo que cantase cualquier cosa. Así calzarían mejor el doblaje sobre los movimientos de mi boca. Era el verano de El venao.
—¿Te sabes El venao?
Asentí con timidez. Quería hacerlo muy bien.
Y que no me digan en la esquina
El venao, el venao
Que eso a mí me mortifica
El venao, el venao
Fuimos al estreno, en una pequeña sala de cine del centro. Mi madre me compró un peto de lino color crudo.
El corto era muy malo. La acción empezaba con una familia judía corriendo por los tejados, huyendo de los soldados nazis. Antenas parabólicas que nadie había acertado a camuflar asomaban por el horizonte. Esa familia que huía era la mía, es decir, la de la niña judía que yo interpretaba. Yo me había perdido y habían decidido escapar sin mí. Todos los actores salían un poco demasiado serios, con el ceño permanentemente fruncido, lo propio de los dramas históricos.
Y de pronto aparecía yo, con mis tirabuzones brillantes y mi muñeca de trapo, con un vestido raído que en pantalla se veía gris, aunque era azul, sentada en el escalón del portal de una casa vieja. Un soldado se me acercaba y yo suplicaba piedad con la mirada. Entonces abría la boca. Mágicamente,