El domingo 25 de octubre, por la mañana, mientras intento encender la chimenea sin éxito, escucho dos toques en la puerta. Es un cortijo muy viejo, gastado y precario, y muy bello al mismo tiempo. A veces, con las corrientes de aire, las ventanas se abren y se cierran solas. Las maderas chirrían, o suenan los golpes de los gatos peleando sobre el tejado. Pero vuelvo a oírlos y sí: son dos toques, de nuevo. Abro y veo a dos agentes de policía. Al principio no entiendo lo que me dicen, después sí. Y da comienzo la pesadilla. Miran sin disimulo todas mis cosas esparcidas por la casa y el terreno de la entrada, miran mi camisón, mis bragas tiradas por el suelo y mis botes llenos de pis (el baño está lejos de la casa; por la noche, o cuando estoy trabajando, meo en botes que después vacío en mis árboles preferidos). Repiten lo que han dicho. Han recibido una denuncia a mi nombre. Alguien me acusa de ser responsable de un ritual que ha tenido lugar aquí, en mi casa. En ese rito, según el denunciante, nos hemos comido a un niño recién nacido.
Ellos mismos parecen un poco avergonzados. En un estado de confusión absoluta, les hago pasar y los invito a un café. Me lo rechazan, como si fuera a envenenarlos. Pero están exhaustos, y, en un momento, uno de ellos, con un pequeño gesto de rendición, me pide por favor un vaso de agua. Se pasean por mi casa observando cada detalle. Miran mis cacharros de cocina sucios. Sobre la cama hay una máscara de oso. La observan sin disimulo. Supongo que están pensando que una chalada que mea en botes y se pone máscaras de oso también es capaz de comerse a un bebé. A los pocos minutos, inclinados sobre el ordenador con los hombros juntitos, como si estuviésemos haciendo un trabajo de clase, los policías y yo observamos en Google Imágenes qué y cómo es una placenta. Escuchan mi historia. Espío sus rostros de reojo. Imagino que no tendrán la desfachatez de poner carita de asco. Ellos han venido a decirme que mi boca está sucia de bebé. ¿Qué parte se imaginan que me habré comido?
En la casa que he alquilado han vivido otras personas antes que yo. Una familia de campesinos perdió a un hijo de siete años en la década de los cuarenta. Se llamaba Ángel. Murió quemado en la parte baja de la casa. En los ochenta, una pareja de jipis se trasladó al cortijo y lo rehabilitó. Tuvieron dos niños y una niña. La niña, Luz, se fue cuando tenía tres años. Empezó a respirar mal, hasta que dejó de hacerlo. La familia subió el valle caminando, con su cuerpo en brazos. La autopsia no reveló nada. Sobre el armario, junto a mi cama, hay una caja llena de fotos. Algunas noches miro el rostro de Luz, morena y guapa, montando en triciclo con un vestido azul oscuro. Es seria, con un punto de fiereza. También cuando sonríe.
En esos días, dos amigos me anuncian su visita. El abogado me ha dicho que no le cuente nada a nadie, ni por teléfono ni por mail, así que en ese momento yo soy la única que sabe el lío en el que ando metida. La inminente presencia de mis amigos me llena de impaciencia. Siento que quiero abrir la boca y no parar hasta que haya soltado todo el horror. Los espero en la calle principal del pueblo más cercano. Uno de mis amigos, al llegar y abrazarme, me dice sorprendido:
—Hueles fuerte, hueles... a campo.
Titubea antes de decir «a campo». Sé que no es a eso a lo que huelo. Huelo a animal sudoroso, con todas las glándulas funcionando. Tengo el aspersor de la adrenalina soltando litros en cada pulsación. Estoy escondida entre la maleza huyendo del depredador.
En esos días, tras la denuncia, sueño lo siguiente: tomo un trozo de carne de un plato y lo pruebo, pero me parece que está poco hecho. Al intentar devolverlo a la sartén me doy cuenta de que no es un filete lo que estoy comiendo, sino un cuerpo de niña. Asustada, lo tomo en brazos. Lo inclino hacia atrás, apoyando el peso de su cabeza en mi mano abierta, y le miro el rostro. Soy yo misma con unos cinco años. Despierto con el brazo dormido y la huella leve de su nuca y su pelo —mi propia nuca, mi propio pelo— en la palma de la mano.
La denuncia se desestima por falta de pruebas. Mis amigos se van. Pero mi mente no se calma. Los temores nocturnos se multiplican después de la denuncia. La pesadilla se repite con pequeñas variaciones. Durante el día, las sombras en mi cabeza desaparecen, todo es sol y todo son potros pastando. Por la noche soy incapaz de apagar la luz y dormir más de dos horas seguidas. Me despierto sobresaltada ante el más mínimo ruido.
Me viene a la cabeza un libro sobre el mundo de las hadas que tuve de pequeña. En él se contaba que el reino de las hadas cobraba periódicamente un diezmo al país de los humanos, cambiando una de sus criaturas élficas por un bebé humano con el fin de fortalecer la raza endogámica de los seres del bosque. Entiendo que algo así es lo que sucede con mi casa. Se puede ser feliz en ella, pero hay que pagar un precio muy alto. Quizás mi diezmo sea entregar a esa niña sufriente que fui y que aún sigue agarrada a mí con uñas y dientes. De alguna manera, es precisamente lo que he deseado desde que he llegado aquí: soltar el lastre del pasado, subir la colina siendo otra. Perder el miedo a los fantasmas. Volver a la ciudad.
Una noche salgo de la despensa, que está en la parte baja de la casa y da a la cuesta de tierra que lleva al bosquecillo. Llevo varias cosas en las manos. Un tomate cae al suelo y rueda lentamente por la pendiente, casi deteniéndose en las pequeñas llanuras del terreno, pero continuando enseguida su caída. Se interna en la zona de sombra y desaparece en el bosque. Esa imagen me llena de terror. Entro en casa a toda prisa. Me veo, como en el sueño, hincando mis dedos en la carne tierna de la niña que fui, desmenuzándola poquito a poco.
Me levanto y me sitúo en mitad del salón.
—¿Qué quieres?
2
Las niñas prodigio
En mi imaginación, la cara del alienígena iba cambiando con los años. Al principio no tenía ojos propiamente dichos, solo dos agujeros minúsculos en un rostro arcilloso y verde, como de plastilina. Su planeta también era así: una esfera blanda en cuya superficie quedaban impresos los pasos del alienígena en su camino hacia la sonda. Al llegar a ella se arrodillaba, las antenas inclinadas hacia el extraño artefacto de metal. Avanzados los noventa, con la llegada de los pósteres y los llaveros de monigotes grises con grandes ojos oblicuos, mi fantasía agrandó los agujeros iniciales hasta transformarlos en dos espejos negros que se rasgaban hacia las sienes. El color del rostro se apaga, el cuerpo se espiga, las antenas se encogen hasta desaparecer. Pero el cuadro es el mismo y lo repaso mentalmente casi cada noche durante seis años. Las rodillas se hincan en el suelo mineral de su extraño planeta, los largos dedos rozan el metal frío, la sonda se abre con cuidado, emitiendo un destello. Lo que hay en su interior es ese destilado de la esencia terrestre que la NASA envió al espacio exterior. El objetivo es ofrecer a una posible presencia alienígena una imagen global del planeta Tierra y de las conquistas del género humano.
Saltan ante los ojos del extraterrestre unas imágenes en blanco y negro. Un ser humano de sexo femenino, metro y medio de estatura y cuarenta kilos de peso, mira al frente con gesto severo. Su expresión es la de un águila a punto de desmantelar un pícnic familiar atrapando al hijo pequeño para llevárselo en volandas.
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