Más allá de esto, se podía constatar claramente que la devoción mariana que existía en nuestros pueblos no había sido suficientemente clarificada ni aplicada a las nuevas realidades culturales y a los desafíos que se estaban viviendo.
En muchos lugares, además, se ha producido una especie de “endiosamiento” de la persona de María. Se echa de menos especialmente el destacar su relación con Cristo, que es quien da sentido a todo su ser y a su misión.
De esta forma, ciertos tipos de piedad mariana a menudo manifiestan el divorcio entre fe y vida al cual nos referimos anteriormente.
A esta carencia de renovación y orientación pastoral respecto a la devoción mariana de nuestros pueblos, responde con gran lucidez la Exhortación Apostólica del papa Pablo VI, El culto a María6, publicada después del Concilio, la cual aborda con mucha claridad y profundidad esta temática. En este documento, Pablo VI se refiere a que, a menudo, se ha practicado en el pueblo católico, una piedad mariana extra-bíblica, extra-eclesial, extra-litúrgica, insuficientemente insertada en una piedad trinitaria, en Dios Padre, en Cristo Jesús y en el Espíritu Santo. Aboga por una revisión profunda en ese sentido. Y, por otra parte, por primera vez en un documento oficial de la Iglesia, se menciona la dimensión antropológica de la piedad mariana.
Transcurrido ya medio siglo, la actualidad de este escrito está enteramente vigente. Lamentablemente, muchos católicos lo desconocen.
Por último, mencionemos otro importante escrito publicado después del Concilio Vaticano II: El Documento de Puebla 7, en el cual aparece, con mucha claridad, una imagen renovada de María y de la piedad mariana, especialmente de la piedad popular.
Para concluir esta breve reseña, citamos un párrafo central de este último documento en el cual se puede constatar la coincidencia que existe entre este texto y la enseñanza del P. Kentenich:
Según el plan de Dios, en María “todo está referido a Cristo y todo depende de él” (MC, 25). Su existencia entera es una plena comunión con su Hijo. Ella dio su sí a ese designio de amor. Libremente lo aceptó en la Anunciación y fue fiel a su palabra hasta el martirio del Gólgota. Ella fue la fiel acompañante del Señor en todos sus caminos. La maternidad divina la llevó a una entrega total. Fue un don generoso, lúcido y permanente. Anudó una historia de amor a Cristo íntima y santa, única, que culmina en la gloria. (DP, 292)
Teniendo presente este trasfondo histórico, será posible comprender mejor la propuesta mariana de nuestro padre y fundador.
Desde el inicio de su actividad sacerdotal aparece la visión de María y la espiritualidad que se refleja en lo que, posteriormente, el Concilio Vaticano II, Paulo VI y la Conferencia de Puebla enseñan sobre María.
2. UNA PROFUNDA VIVENCIA DEL AMOR A MARÍA
El marianismo del P. Kentenich no partió de una elaboración ideológica sobre María. Lo primario fue la experiencia mariana de nuestro padre fundador. Ciertamente en los años de estudio y posteriormente sí lo hizo.
Es el mismo P. Kentenich quien dice que él leyó en la persona de María, vitalmente, lo que luego nos entregó sobre el mundo de la armonía entre naturaleza y gracia, entre el actuar de Dios y del hombre.
Adentrémonos un poco en este proceso.
En su hogar, junto a su madre y sus abuelos maternos, sin duda que el pequeño José recibió de ellos el don del amor a la Virgen María. Pero la relación con ella adquirió una dimensión extraordinariamente profunda como regalo gratuito del Dios vivo.
Lo que más determinó el proceso de encuentro con ella fue el hecho de que, cuando niño, su madre, debió dejarlo en el Orfanato de Oberhausen, el 12 de Abril de 1894.
Para el niño, este hecho constituye un acontecimiento clave que dejó una profunda y duradera impronta en su alma. En una conferencia dada a los jóvenes seminaristas de la primera generación, les relata, en tercera persona, este acontecimiento que caló hondo y para siempre en su corazón.
Como se trata de una vivencia personal, lo más adecuado nos parece citar los textos en los cuales él mismo relata esta vivencia. Leemos lo siguiente:
Hace varios años, en la Capilla de un orfanato, vi una estatua de la Santísima Virgen con una cadena de oro y una cruz al cuello. Cadena y cruz eran recuerdos de Primera Comunión de una madre que, a consecuencia de difíciles circunstancias familiares, se vio obligada a dejar a su único hijo en ese orfanato.
Ella misma ya no podía ser mamá para él. ¿Qué puede hacer en la angustia de su corazón y en su preocupación…? Va, toma el único valioso recuerdo de su infancia, el recuerdo de su Primera Comunión, y lo pone en el cuello de la Virgen suplicando con insistencia: “¡Educa tú a mi hijo! ¡Sé para él plenamente Madre! ¡Cumple tú en mi lugar los deberes de madre!
Hoy, este hijo es un sacerdote de mucho celo y trabaja fecundamente para gloria de Dios y de su Madre celestial.8
Desde entonces, María pasó a ser para él su madre y educadora, y lo llevó a descubrir en ella la visión del hombre nuevo que debería iluminar la trayectoria de la Iglesia en los siglos futuros.
En esos años, el alma se mantuvo de alguna manera en equilibrio, gracias a un amor personal y profundo a María. Las experiencias vivenciales de aquel entonces me llevaron a formular más tarde la afirmación:
La Santísima Virgen es por excelencia el punto en el que se entrecruzan lo terrenal y lo celestial, la naturaleza y la gracia… Ella es la balanza del mundo, es decir, ella, por su ser y su misión, mantiene al mundo en equilibrio’.9
Citamos otro texto que escribió en Milwaukee. Dice así:
Ella no ocupa este lugar en mi vida desde ayer o anteayer. Desde tiempos inimaginables, ella está presente en mi vida consciente, desde esta perspectiva. Es difícil comprobar a partir de qué instante comencé a considerarme y a valorarme totalmente como su obra y su instrumento. Este proceso se puede rastrear hasta los más tempranos días de la infancia (…)
En cuanto fuese posible, quería depender solo de la Santísima Virgen. Aquí, naturalmente, me refiero a la Santísima Virgen siempre como símbolo y en relación con Cristo y el Dios Trino. Muchas veces en los años pasados me vi como un ermitaño en un gran desierto, pero en todo momento unido a la Santísima Virgen, como la gran Maestra de mi vida interior y exterior. Desde que la Familia nació, mi más importante propósito fue conservarla en íntima vinculación con la Santísima Virgen.
La Santísima Virgen personalmente me formó y modeló desde los nueve años… Todo lo que se ha gestado a través de mí, se ha gestado gracias a nuestra Madre tres veces Admirable de Schoenstatt.10
Pienso, en primer lugar, en una jaculatoria que lentamente fue surgiendo en mí y cuyos orígenes se remontan a mi primera infancia. Se trata de una oración que yo mismo formulé cuando era niño. Más tarde se formuló en latín. Siempre me arrodillaba y rezaba esa oración:
Dios te salve, María,
por tu pureza
conserva puros mi cuerpo y mi alma;
ábreme ampliamente tu corazón
y el corazón de tu Hijo.
Dame almas y todo lo demás tómalo para ti.
No resulta difícil descubrir en esta oración la raíz de la que luego surgió y se alimentó la espiritualidad de la Familia.
Al analizar los planes divinos con mi persona en estos años, siempre lo hice íntima y profundamente unido a la Mater ter Admirabilis en el fondo de mi alma, aun aquellas veces en que exteriormente no lo señalase. Tan marcadamente se desarrolló en mí la conciencia de misión y de instrumento de María.
En toda mi actividad, nunca puse a mi persona ni a mis propios proyectos en primer plano sino que siempre a la Santísima Virgen en su ser, en su misión