¿Qué quiere un año jubilar? Quiere poner al descubierto los cimientos de la Familia, para construir de nuevo sobre ellos.
¿Qué quiere un año jubilar? Verificar todo lo que surgió y creció; si es sano, recto o si algo se torció y debe ser enderezado.
Se trata de volver siempre a las raíces de la fundación, a la idea original del fundador, para hacerla consciente y actual en las nuevas condiciones y coyunturas culturales. Es preciso verificar; hacer una evaluación de lo hecho, corregir lo que puede haberse desviado y mirar al futuro.
El carisma del P. Kentenich no se concreta en uno u otro apostolado que haya que realizar o en una actitud importante a cultivar o en un determinado aspecto de la vida cristiana. Se trata, más bien, de algo muy amplio y contundente. Lo que él propone para la renovación de la Iglesia es una nueva forma de concebir, de vivir y de transmitir la fe, que abarca la totalidad de la persona y de la vida cristiana.
Nuestra intención es comprender mas profundamente la propuesta del fundador tratando, al mismo tiempo, de “aterrizarla” al contexto cultural actual.
Quisiéramos profundizar el carisma del P. Kentenich en su globalidad, mostrando cada uno de sus aspectos en su interrelación y mutuo condicionamiento. Dado que el carisma kentenijiano posee un sello marcadamente pedagógico-pastoral, trataremos de descubrir, en nuestra trayectoria, aquellas formas en que podemos hacerlo nuestro y entregar a otros su espíritu.
3. Actualizar el carisma
“Schoenstatt en salida”, esta es la consigna. Así como la Iglesia, encerrada en sí misma, pierde su naturaleza, de modo semejante, si nosotros vivimos en nuestros círculos o centros, encerrados en nosotros mismos, perdemos nuestra naturaleza, alejando con ello la realización de lo que nuestro fundador propuso con tanta fuerza.
Cuando nos referimos a un Schoenstatt en salida, es preciso cuidar de que ello no se traduzca en un Schoenstatt “en la dispersión”. Siempre tendremos nuestros centros y santuarios en los cuales deberemos estar profundamente arraigados. Pero nuestra Familia no nació para vivir “enclaustrada” ni menos todavía, usando la expresión del papa Francisco, “balconeando”, contemplando lo que sucede en la Iglesia y en el mundo, diciendo lo que “habría que hacer”, o bien criticando lo que se hace.
El espíritu de conquista apostólico pertenece a nuestra esencia. Somos un Movimiento marcadamente apostólico. Así nos pensó nuestro fundador.
Ahora bien, si queremos de verdad ser un Schoenstatt en salida, es necesario que sepamos hacia dónde salimos y, sobre todo, qué es lo que ofrecemos y tratamos de realizar con quienes, sin pertenecer a Schoenstatt, buscan, también, la renovación de la Iglesia.
En otras palabras, nuestro espíritu apostólico y todo nuestro quehacer deben estar marcados por un sello propio, el sello kentenijiano.
Podemos emprender múltiples tareas, de suyo muy positivas, pero podría ser que su realización no esté marcada por la impronta propia de Schoenstatt.
Esto no quiere decir que siempre tengamos que estar hablando o haciendo referencia a Schoenstatt. Recordemos lo que decía nuestro padre fundador sobre el trabajo apostólico: debe ser “en el sentido” de Schoenstatt y “para” Schoenstatt. Ambas cosas no se contraponen, sino que se complementan.
Queremos asumir el carisma kentenijiano, vivirlo y actualizarlo.
A veces se piensa que los tiempos han cambiado tanto que aquello que dijo el P. Kentenich hace más de noventa años, ya está anticuado y, por lo tanto, es preciso actualizarlo. Las circunstancias y cultura actual no son las mismas de hace 100 años.
Por eso, estilos y formas de apostolado no pueden repetirse tal como se hacía años atrás. Esto, desde la perspectiva de lo que es una pedagogía de movimiento o dinámica, es algo evidente.
Pero una cosa es el carisma en sí mismo y otra la respuesta que da este carisma a realidades nuevas.
Es algo análogo a lo que sucede con el Evangelio: tenemos que “actualizarlo y vivirlo”, aplicando la Buena Nueva en medio de las nuevas realidades que nos desafían. Esto requiere que conozcamos cabalmente la verdad revelada, ya que, de otra forma, se perdería y diluiría en decenas o cientos de interpretaciones, como ha sucedido históricamente.
Siempre es necesario re-actualizar el carisma. Ahora bien, para realizar esto, necesitamos poseer claridad de lo que es el carisma en sí mismo.
Si no tenemos claridad en qué consiste, cuál es la esencia de este, difícilmente podremos actualizarlo. Quizás podamos realizar muchas cosas, pero no entregamos la esencia de lo que nos legó el fundador, es decir, lo que realmente Dios quiso hacer llegar a la Iglesia a través nuestro. De ahí la importancia de conocerlo con claridad.
II. DOS COORDENADAS
TRASCENDENTALES
Para comprender cabalmente el contenido del carisma kentenijiano, es preciso visualizarlo desde una perspectiva histórica.
Lo haremos, primero, en el contexto de la espiritualidad en la vida de la Iglesia. En segundo lugar, en una perspectiva cultural. El carisma del fundador responde a un cambio cultural extraordinario.
En tercer lugar, lo mostraremos en el contexto del desarrollo histórico del Movimiento de Schoenstatt.
1. La acentuación agustiniana
Para explicar la novedad que trae Schoenstatt, el P. Kentenich destaca, en primer lugar, el aporte que trajo san Agustín a la vida de la Iglesia. En segundo lugar, menciona la doctrina que elaboró santo Tomás de Aquino en relación con la armonía de la naturaleza y la gracia. En tercer lugar, menciona a Schoenstatt, el cual está llamado a aportar una manera de vivir y de transmitir la fe que haga posible un cristianismo donde reine vitalmente la armonía visualizada por Santo Tomás.
En los primeros siglos del cristianismo, después del inicio de la evangelización, que fue regado por la sangre de los mártires, muchos quisieron vivir más radicalmente su fe y desarrollaron una corriente de vida que los llevó a seguir a Cristo en la soledad del desierto, desligándose de todo lo humano en pobreza, penitencia y vida de oración. Estos se denominan “anacoretas”.
Posteriormente, surgieron pequeñas comunidades donde los eremitas se reunían y apoyaban mutuamente en su entrega radical al Señor. Se denominaron “cenobitas”.
San Agustín (354-430), uno de los santos y doctores más destacados de la Iglesia, después de su conversión y consagración como obispo, se sintió movido a fundar, en su propia casa episcopal, una comunidad inspirada por el cenobitismo, redactando lo que se llamó posteriormente “la regla de san Agustín”, en la cual el santo imprimió una clara acentuación de la vida religiosa.
Para comprender esta acentuación plasmada en esa regla, es preciso tener en cuenta el trasfondo doctrinal que traía consigo san Agustín. Este, después de haber incursionado en el maniqueísmo, asumió el neoplatonismo. Sabemos que la filosofía platónica daba importancia a las ideas, a lo espiritual y consideraba lo material, el cuerpo, como una cárcel para el espíritu.
Este trasfondo ideológico influyó notablemente en san Agustín cuando asumió la fe cristiana. Le llevó a acentuar decididamente lo espiritual, la vida eterna, en definitiva, al Dios uno y trino. Esto es lo definitivo; lo demás es pasajero.
San Agustín evidencia, en la misma dirección, las consecuencias del pecado original y personal, que están presentes en cada persona, en su cuerpo, en su espíritu y en sus actividades. Por eso, declara que lo humano está herido; el mundo es peligroso, puede ser una trampa.
Por cierto, se trata de una acentuación, dentro de un contexto en el cual san Agustín también destaca el amor y la misericordia de Dios que va más allá de cualquier peso del pecado.
En el siglo VI, aparece otro gran santo: san Benito (480-547), quien es considerado como el padre del monacato occidental e iniciador de la vida monástica en Occidente.