Los niños se mantuvieron extraordinariamente silenciosos, mirándolo todo como si fuera la primera vez que lo veían. ¿Cuántas veces habrían estado en aquellas habitaciones? No habrían estado siempre confinados en su ala de la mansión, ¿no?
El señor Tippen, cuando abría la puerta que conducía a los jardines, pareció leerle el pensamiento.
—Como ha podido comprobar, estas habitaciones están llenas de tesoros de valor incalculable, señorita Hill. No son zona de juegos. A los niños no se les permite que…
Anna no se dejó amilanar.
—Si está usted pretendiendo decirme cómo debo tratar a los niños, señor Tippen, le recuerdo que están única y exclusivamente bajo mi responsabilidad.
Dory seguía de su mano y la chiquilla le dio un apretón y sonrió.
Anna le devolvió la sonrisa. Había vuelto a ser insolente.
Solo esperaba no haber empeorado las cosas para los tres.
Tres
Brent iba caminando junto a su primo por Bond Street en dirección a Somerset Street, donde había fijado su residencia el barón Rolfe para la temporada de bailes y actos sociales.
—No sé cómo he dejado que me convenzas, Peter.
El abuelo de Peter había sido el hermano menor del viejo marqués, lo cual hacía de ellos primos segundos. Los dos eran cuanto quedaba de la familia Caine. Excepto los hijos de Brent, claro está.
—Lo único que te pido es que la conozcas.
Iban a cenar con lord y lady Rolfe, y lo más importante, con la señorita Susan Rolfe, su hija.
Casi un mes había pasado ya desde que Peter volviera a abordar el tema de su matrimonio. Según él, debía volver a casarse y la señorita Rolfe era la candidata perfecta.
Las propiedades de los Rolfe eran vecinas de la de Peter, de modo que las familias se conocían de toda la vida, y desde la muerte de sus padres Peter prácticamente había vivido con ellos.
Brent había sido presentado en una ocasión al barón Rolfe, pero no podía recordar si conocía a su esposa o a su hija.
—No podrías encontrar mujer más exquisita —insistió Peter.
Sí. Eso era lo que le había dicho en otras ocasiones. En tantas ya…
—Tienes que casarte con una mujer respetable —continuó—. Así conseguirás acallar las voces del desafortunado escándalo que te rodea.
Brent miró para otro lado. Eso era exactamente lo que él se había dicho a sí mismo antes de su primer matrimonio. Había pensado que Eunice era la pareja perfecta.
Pero al final había terminado por echar más leña al fuego del escándalo.
Peter miró a su alrededor como si temiera que cualquier transeúnte fuese a oírles hablar.
—Sigue habiendo personas que piensan que tu sangre está contaminada por tu pobre madre irlandesa, y que incluso esa fue la razón de que Eunice te fuera infiel.
Brent clavó sus ojos en los de su primo. Su abuelo le había metido aquella idea en la cabeza a fuerza de repetirla: su sangre estaba sucia por la incorporación de su madre, la hija de unos pobres aparceros irlandeses. Brent aún podía escuchar la diatriba de Eunice sobre el asunto que le había servido de justificación para su descarada infidelidad.
De su madre recordaba solo un rostro sonriente, unos brazos que lo rodeaban y una dulce voz cantándole una nana. Sentía el dolor de una pérdida que tenía ya más de un cuarto de siglo de antigüedad.
—Cuidado, Peter—le advirtió.
Su primo se limitó a devolverle una mirada de compasión.
—Sabes perfectamente que yo no doy crédito a esas cosas, pero tus hijos van a escuchar esas mismas murmuraciones algún día, además de las historias que se cuenten de su madre, y te garantizo que para ellos serán cargas duras de llevar. Tienes que hacer algo para contrarrestarlas o crecerán sufriendo las mismas pullas y cuchicheos que has soportado tú.
Peter rara vez hablaba con tanta franqueza y Brent miró a su primo a los ojos.
—Mi matrimonio no sirvió precisamente para acrecentar mi respetabilidad.
Se había mantenido lo más lejos posible de Eunice por el bien de los niños. No había razón por la que los pequeños tuvieran que estar oyéndoles gritarse constantemente.
Se había prendado de Eunice desde la primera vez que la vio, cuando ella era la estrella que más brillaba en los bailes y demás eventos sociales de aquel año. Era hija de un par de Inglaterra, la pareja perfecta para un marqués joven, una proposición que ella no había dudado en aceptar.
Pero después del casamiento, Brent no tardó en descubrir que era su título y su riqueza lo único que le interesaba de él. El mismo día en que nació su hijo y cuando él lo tenía en brazos, sintiéndose el hombre más afortunado del mundo, Eunice le dijo lo feliz que se sentía de haber cumplido con su deber, lo cual la dejaba libre para poder dedicarse a otros intereses. Poco tiempo después, esos intereses, es decir, sus infidelidades, habían corrido en boca de todos.
Al menos la guerra le había ofrecido la oportunidad de mantenerse alejado de ella, pero por desgracia, también de su hijo.
Lo único que le consolaba del alejamiento de su hijo era la certeza de que muchos aristócratas tenían poco o ningún contacto con sus vástagos, dejando su cuidado en manos de niñeras, institutrices y tutores, o enviándolos lejos a internados, en cuyo caso solo los veían de tarde en tarde y en breves intervalos, hasta que los niños eran lo bastante mayores como para estar ya civilizados. Así había sido educado el anterior marqués, mientras que su crianza había sido una rareza entre los de su clase: al cuidado de su propia madre y su abuelo irlandés en una cabaña de adobe de una sola habitación sin ventanas.
Llegaron a Oxford Street, un lugar a años luz de distancia de la tierra que vio nacer a Brent.
—Peter, ¿quieres decirme qué te hace pensar que otro matrimonio no empeoraría todavía más las cosas?
No estaba dispuesto a jugarse el corazón del mismo modo que le había ocurrido con Eunice. La herida que le había dejado descubrir que se había casado con él por su título para burlarle después no se cerraría jamás.
Peter respondió una vez hubieron cruzado a la otra acera.
—Casándote esta vez con una mujer de moralidad intachable. Una mujer cuya reputación sea inmejorable y que vaya a ser sin ninguna sombra de duda una esposa leal y una madre atenta —volvió a mirar hacia delante y luego a él—. La señorita Rolfe es todo eso.
Brent mantenía la mirada clavada en el pavimento.
—¿Y qué te hace pensar que vaya a aceptarme?
—El hecho de que eres un buen hombre.
Brent suspiró.
—¿Sabes que es posible que seas la única persona en el mundo que lo piense?
—Y porque podrías ser de gran ayuda para su familia —añadió.
Por lo menos aquella vez no se andarían por las ramas. La señorita Rolfe necesitaba casarse con un hombre de fortuna. Su padre andaba haciendo equilibrios en la cuerda floja y tenía una familia numerosa a la que proveer: dos hijos y dos hijas más, todos menores que la señorita Rolfe. El dinero de Brent salvaría a la familia de la ruina más completa.
—Ah, sí. Mi dinero es un gran aliciente.
—Sí, pero para un hombre digno de él. Lo más importante es que la señorita Rolfe será una magnífica