—Y hablando de tus hijos, ¿qué tal están yendo las cosas con la nueva institutriz?
Brent agradeció el cambio de tema, aunque el nuevo hirió su orgullo todavía más. La señorita Hill le había enviado una carta poco después de llegar a Brentmore, a la que él no había contestado aún.
—Bastante bien, según tengo entendido.
¿Estaría consiguiendo la apasionada señorita Hill que sus hijos fueran felices? Eso esperaba de todo corazón.
Debería escribirle de una vez por todas y preguntarle si sus hijos necesitaban algo, ya que no tenía ni idea de lo que los niños podían necesitar o desear. Había intentado que sus vidas fuesen tranquilas, cómodas y sin sobresaltos, sabiendo como sabía de primera mano lo duros de asimilar que podían ser demasiados cambios. Por eso los había dejado en Brentmore Hall: para que su presencia los alterase lo menos posible.
¿Quién iba a imaginarse que su institutriz iba a fallecer? De eso no había podido protegerlos. Había sido una desgracia que su fallecimiento hubiera acaecido tan poco tiempo después del accidente de su madre.
Si un segundo matrimonio podía conseguirles todo lo que Peter había dicho, ¿cómo negarse? Si la señorita Rolfe era el parangón de virtudes del que su primo hablaba, podría ofrecerles a sus hijos una vida mejor.
Llegaron a Somerset Street y llamaron a la puerta de lord Rolfe. Un criado les abrió y minutos después los invitaba a pasar a un salón donde estaba la familia.
El barón Rolfe se levantó de inmediato para recibirlos.
—Lord Brentmore, es un verdadero placer su visita —le dijo al estrecharle la mano—. Y tú siempre eres bienvenido en esta casa, Peter —se volvió a las dos damas que tenía tras de sí—. Permítame que le presente a mi esposa y a mi hija.
Su esposa era una mujer de facciones agradables, con esa clase de rostro en el que es natural la sonrisa.
La hija tenía una clase de belleza más serena. Tenía el cabello de un castaño corriente, los ojos de un azul pálido y las facciones correctas. No había nada que objetar en ella, y tuvo que reconocerle el mérito que tenía soportar bien el escrutinio de un marqués como quien contempla un objeto en una tienda.
—Encantada de conocerle, milord —lo saludó. Tenía una voz agradable, no musical, pero tampoco chillona—. Peter nos ha hablado mucho de usted.
Esperaba que se lo hubiera contado todo. Había pagado bien caro el precio de dar por sentado que el resto del mundo sabía cuanto había que saber. Había dado por hecho que Eunice conocía los detalles de su infancia pero se enteró después de casarse, y fue entonces cuando llegó el desengaño y las lamentaciones.
—Yo también estoy encantado de conocerla, señorita Rolfe —contestó, inclinándose ante ella.
Debería haber dicho algo ingenioso o encantador, pero no pretendía impresionar. Si aquella idea funcionaba, la señorita Rolfe debía conocerlo tal y como era. No debía hacerse falsas ilusiones.
Tomaron una copa de vino dulce mientras esperaban a que se sirviera la cena, entretenidos en una agradable conversación. A Brent le gustaba comprobar el cariño que aquellas personas sentían por su primo y verlos cómodos en su presencia. Se suponía que él era la salvación de aquella familia, pero se abstuvieron de adularle o de agobiarle con excesivas atenciones.
La cena transcurrió de un modo similar. La acomodaron al lado de la señorita Rolfe, lo cual le dio la oportunidad de entablar conversación con ella a solas. Ella también mantuvo la compostura, aunque de vez en cuando miraba a Peter, seguramente en busca de su aprobación.
Cuando terminó la cena, Brent no quiso quedarse con los caballeros en la mesa para tomar una copa mientras las damas se retiraban al salón.
—¿Puedo hablar con la señorita Rolfe a solas? —preguntó.
—Desde luego —respondió el señor Rolfe.
Ella miró a Peter antes de contestar.
—Encantada.
Ambos salieron al salón. La señorita Rolfe se acerco a un armario y sacó una botella de cristal tallado.
—¿Le apetece tomar un coñac mientras hablamos?
—Sí, muchas gracias.
Lo agradecía de verdad.
Le sirvió la copa y se sentó en el sofá, y él escogió una silla frente a ella.
—Es obvio que Peter ha hablado con usted y sus padres del asunto que quiero tratar con usted, como también ha hecho conmigo.
—Así es —contestó ella, bajando la mirada.
—Necesito conocer su opinión al respecto.
Tenía que estar totalmente comprometida con el plan, o no se llevaría a cabo.
La joven lo miró directamente a los ojos.
—Es un hecho que he de casarme bien… —hizo una pausa—. También es un hecho que mis posibilidades de conseguirlo son más bien escasas, ya que mi dote es muy modesta y…
Él levantó una mano.
—El dinero no significa nada para mí.
—Para mí tampoco significa nada —contestó ella con una sonrisa—. Me importa mucho más que mi posible marido sea un buen hombre —su mirada se debilitó un tanto—. Peter… Peter me ha asegurado que usted lo es.
Entonces fue él quien apartó la mirada.
—Es importante para mí saber que es usted consciente de lo que supone este matrimonio.
—Su primo ha sido muy claro al respecto. Sé que tiene usted sangre irlandesa y conozco también las infidelidades de su esposa. También sé que es usted leal a su palabra, que paga siempre sus deudas y que actúa con responsabilidad en el trato con sus aparceros, el servicio de su casa y con su país.
Sintió que las mejillas se le coloreaban.
—Eso es exagerar un poco.
—Es lo que Peter me ha dicho.
Lo que él hacía es lo que haría cualquier hombre decente, nada más.
—¿Y los niños? —preguntó para cambiar de tema.
—¿Se refiere a los nuestros? —preguntó con candor.
Demonios… él no había ido tan lejos.
—Podrá tener hijos si es su deseo —respondió, a pesar de que no se planteaba ni de lejos yacer con ella por el momento. No es que hubiese algo repulsivo en su persona ni mucho menos. De hecho se imaginaba que con el tiempo terminaría encariñándose con ella—. Yo por ahora me refería a sus sentimientos hacia mis hijos. ¿Estaría usted dispuesta a hacerse cargo de ellos y a criarlos como si fuesen suyos?
Sus manos juguetearon nerviosamente con la tela del vestido.
—Si cree usted que ellos estarían dispuestos a dejarme actuar así…
No podía darle una respuesta. Sus hijos eran, en realidad, unos desconocidos para él.
—Soy la mayor de cinco hermanos —continuó ella con más seguridad—, con lo cual estoy acostumbrada a la compañía de los niños, y haría todo cuanto estuviera en mi mano por los suyos.
Las palabras de su nueva institutriz le volvieron a la memoria: «Os complacería mi trabajo, milord. Lo sé». Aquellas palabras contenían una pasión de la que la señorita Rolfe carecía.
Quizás eso fuera, precisamente, una suerte. La pasión no debía tomar parte en aquella decisión.
—¿Tiene usted alguna pregunta que hacerme?
Ella ladeó la cabeza mientras lo consideraba.
—Necesito