Junto a Charlotte había acometido cada nueva lección, había dominado cada nueva habilidad, y ahora iba a ser lo mismo. Pero aquella vez no iba a contar con un instructor que la guiase, ni con un hombro amigo en el que apoyarse. Aquella vez estaría sola.
El sol se hundía ya en el horizonte cuando el coche se acercó a una arcada de ladrillo rojo. En el frontal había una leyenda que decía Audaces Fortuna Juvat.
—La fortuna favorece a los audaces —musitó, y la traducción le hizo sonreír. Qué duda cabía que a ella la fortuna la había puesto en una posición en la que le era necesario ser audaz.
Mentalmente se encogió al enfrentarse a la fachada de una enorme mansión estilo tudor. Al igual que la entrada, había sido construida en ladrillo rojo en sus tres pisos, lo mismo que la multitud de chimeneas, y en los cristales de las ventanas se reflejaban los últimos rayos del sol. Dos amplios brazos flanqueaban el jardín central, a cuyo lado se circulaba hasta llegar a una entrada semicircular que conducía a una enorme puerta de madera ante la cual se detuvo el carruaje.
El cochero abrió la portezuela que tenía bajo su asiento.
—Brentmore Hall, señorita.
Los nervios volvieron a desatársele.
—Gracias, señor.
Recogió su limosnera y la cesta que había llevado consigo, y un lacayo apareció ante la puerta para ayudarla a descender. Apenas había puesto un pie en la gravilla cuando la puerta se abrió y salieron un hombre y una mujer. Él, vestido como un caballero principal y con una edad que debía rondar los cuarenta, se le acercó.
—¿Señorita Hill? —preguntó, ofreciéndole cortésmente la mano—. Bienvenida a Brentmore Hall. Soy el señor Parker, administrador de lord Brentmore.
Ella estrechó su mano e hizo gala de las normas de comportamiento que había aprendido junto a Charlotte:
—Es un placer conocerle, señor.
Un golpe de viento tiró de sus faldas y se echó mano al sombrero.
El señor Parker se volvió hacia la mujer de la puerta, que iba vestida de un modo más sencillo.
—Permítame presentarle a la señora Tippen, el ama de llaves.
La mujer era el estereotipo del ama de llaves de una casa como aquella: cabello gris que apenas asomaba bajo un casquete blanco inmaculado y unos ojos de mirada inteligente.
Anna le ofreció la mano.
—Es un placer, señora Tippen. Son ustedes muy amables por salir a recibirme.
El rostro de la mujer no mostraba emoción alguna, e incluso se tomó unos segundos antes de estrechar la mano de Anna.
—Es usted muy joven.
Era obvio que el ama de llaves no aprobaba la elección de su señor pero Anna consiguió sonreír.
—Le aseguro a usted, señora Tippen, que tengo la edad suficiente.
El ama de llaves frunció el ceño y el señor Parker debió ver la necesidad de intervenir porque dijo:
—La institutriz anterior era bastante mayor —y con un gesto señaló la puerta—. ¿Entramos? El personal de la casa se ocupará de sus baúles.
En los baúles y las cajas que habían sido enviados desde Lawton a Londres viajaban todas sus posesiones terrenales.
El vestíbulo de la mansión tenía el suelo de mármol y las paredes paneladas en madera. Una línea de banderas colgaba en lo más alto. En una de las paredes había un retrato enorme de un hombre con bucles largos y dorados vestido en brocado también dorado, y en la de enfrente colgaba el de una mujer con un voluminoso vestido de seda. La estancia olía a la cera de abejas de las velas que ardían para iluminarla y a la que se empleaba para pulir la madera.
La intención de quienes construyeron aquella casa debió ser que su vestíbulo resultase majestuoso, pero el resultado real era opresivo. Demasiado oscuro. Demasiado antiguo.
Qué distinto de Lawton House, toda llena de luz y color.
Otro hombre se acercó a ellos y el señor Parker se lo presentó.
—Ah, aquí llega el señor Tippen, el mayordomo de lord Brentmore.
Resultó ser un hombre de expresión tan severa como la del ama de llaves. ¿Sería su esposo?
—Señor Tippen, le presento a la señorita Hill, la nueva institutriz.
El mayordomo inclinó levemente la cabeza.
—La estábamos esperando.
—Estará usted cansada —intervino de nuevo la señora Tippen, con la misma expresión pétrea en la cara—. La acompañaré a su habitación y después cenará.
—¿Y los niños?
Ellos eran la razón de que estuviese allí.
—Dormidos. O a punto de dormirse.
—¿No han querido verme?
No querría desilusionarlos nada más llegar.
—No se lo hemos dicho —respondió el señor Parker.
—¿No les han dicho que iba a llegar hoy?
¿No deberían saber que iban a tener una nueva institutriz?
—Nos ha parecido más conveniente no decirles nada —aclaró el señor Parker en un tono de voz algo irritante—. Suba y refrésquese. La esperaré a cenar.
No tuvo más remedio que seguir a la señora Tippen por la hermosa escalera de caoba semicircular.
De modo que su llegada iba a ser otra sorpresa para los niños. ¿Es que no se habían llevado ya suficientes sorpresas, con la muerte de su madre un año antes y la de su institutriz hacía poco?
Subieron dos tramos de escaleras.
—Su habitación está por aquí —dijo tras haber recorrido un pasillo y detenerse ante una puerta.
La habitación estaba panelada en la misma madera oscura que el vestíbulo y la escalera. Estaba amueblada con una cama con cuatro columnas, una cómoda, sillas, una pequeña mesa junto la ventana y un tocador. Comparada con la alcoba de Charlotte era modesta, pero resultaría acogedora si no fuera tan oscura. Ni la lámpara de aceite que ardía sobre la chimenea era capaz de romper aquella oscuridad.
¿Habría sido aquella la habitación de la anterior institutriz? ¿Acaso habría muerto allí?
Mejor no saberlo.
—Es… agradable.
A la señora Tippen no le afectó el cumplido.
—Hay agua en la jarra y tollas limpias. Le subirán el baúl de inmediato.
—¿Dónde están las habitaciones de los niños?
—Al otro lado de la escalera —contestó una mujer joven al tiempo que entraba en la alcoba—. Toda el ala es para ellos.
El ama de llaves se marchó sin molestarse en presentarle a la recién llegada. Era evidente que se trataba de una criada por su delantal blanco y la cofia blanca que le cubría el cabello rojo. Parecía ser unos cuantos años más joven que ella, y tenía el físico fuerte y saludable que poseían muchas de las campesinas de Lawton.
Anna sintió una punzada tremenda de nostalgia.
La criada se acercó a ella con una sonrisa.
—Soy Eppy, la niñera. Bueno, en realidad soy una criada, pero puesto que me ocupo de los niños he decidido llamarme niñera.
—Encantada de conocerla