—Pero lo hará.
Brent había pedido informes sobre lord Rolfe. Al parecer su deudas eran honradas, es decir, resultado de malas cosechas y cosas por el estilo, lo cual no tenía nada que ver con las demandas constantes del padre de Eunice para satisfacer sus deudas de juego.
—Tengo capacidad para asistir a su familia siempre que sea necesario.
—Eso es cuanto me hacía falta saber —respondió en voz baja.
Brent se levantó.
—En ese caso, solo me queda por sugerir que empecemos a vernos con más asiduidad, para que podamos estar seguros de lo que vamos a hacer. Si mañana está usted libre, podría llevarla a dar un paseo por Hyde Park.
Ella se levantó también.
—Será un placer.
Brent ignoró la extraña sensación que le alteró un poco el estómago e intentó infundir alegría a su voz.
—¿Hablamos con sus padres y con Peter, para que sepa que es muy posible que su plan dé el fruto deseado?
La joven parpadeó muy rápidamente y él se preguntó si estaría tan satisfecha con aquel acuerdo como parecía.
—Sí —respondió en un susurro—. Hablemos con mis padres… y con Peter.
—¡No necesitamos ningún médico!
Anna estaba más que furiosa.
Las tres semanas que llevaba en su nuevo puesto habían sido tres semanas de batalla constante contra la señora Tippen, que parecía decidida a mantener las cosas tal y como la difunta marquesa las quería, costara lo que costase.
—Ya he pedido que vayan a buscarlo —replicó con aire triunfal—. No podemos permitir que ponga a los niños en semejante peligro.
—¿Peligro? El niño estaba corriendo, se ha caído, y se ha hecho una heridita en la barbilla al golpearse con una piedra. ¡Es un pequeño corte, nada más!
—Esa es su opinión, y usted no es médico.
—¡Y usted no está a cargo de los niños! —espetó.
Jamás se había preocupado por ellos cuando se los retenía casi como prisioneros en el ala que les había sido destinada, sin salir prácticamente al aire libre.
—A partir de ahora, si tiene usted algo que decir sobre los niños, me lo dirá a mí. ¿Queda claro?
La señora Tippen no cedía.
—Lord Brentmore será informado puntualmente de todo esto.
Anna dio un paso hacia ella hasta quedar frente a frente.
—¡No le quepa duda de que lo sabrá! Fue él quien puso a sus hijos a mi cargo y no usted.
La señora Tippen hizo una mueca desabrida y remedando una reverencia se alejó.
Anna la vio alejarse mordiéndose un labio. ¿Daría crédito lord Brentmore a las palabras de su ama de llaves, o a las suyas? ¿Qué pensaría si le decía que su nueva institutriz se comportaba de un modo descuidado y permitía que su hijo se cayera y se hiciera daño?
Estaban jugando al pilla pilla en el césped cuando lord Cal se tropezó y cayó, con lo que se llevó un buen susto más que otra cosa.
Un pequeño corte en la barbilla produjo una pequeña cantidad de sangre, que bastó para que su hermana llorara con tanta fuerza que seguro habrían podido oírla en el condado vecino.
La verdad es que ella también se había asustado. Tomó al niño en brazos y lo metió en la casa, pero después de examinar la herida con cuidado llegó a la conclusión de que se trataba de un pequeño corte, nada más, y mientras le vendaba sujetándole las gasas en lo alto de la cabeza les contó que los niños de la India llevaban turbante en vez de sombreros. Y lo que se tarda en abrir un libro en el que poder ver grabados de sus indumentarias fue lo que duró la algazara.
Hasta que, dos horas después, la señora Tippen la informó de que el médico había llegado.
Intentado controlar su irritación, Anna entró en el salón donde esperaba el galeno.
—Doctor Store, soy la señorita Hill, la nueva institutriz de los niños.
El hombre se levantó e inclinó la cabeza a modo de saludo.
—Señorita Hill.
Era de menor estatura que ella, enjuto, con facciones afiladas y aire altivo.
—¿Cómo ha sido el accidente?
—Me temo que ha hecho usted un viaje en balde —sonrió—. Lord Calmount estaba jugando fuera y se ha hecho un pequeño corte en la barbilla.
—¿Una herida en la cabeza? —preguntó, arqueando las cejas—. ¿Ha perdido el conocimiento en algún momento?
—No, no. Ni mucho menos. No es más que una heridita, que no necesita más que un pequeño vendaje…
—¿Está segura de que no ha perdido en ningún momento el conocimiento? Un golpe en la cabeza puede tener consecuencias graves.
¿Qué le habría contado Tippen?
—Ni se ha desmayado, ni se ha llevado golpe alguno en la cabeza. Yo estaba a su lado, y lo único que ha pasado es que tropezó y se hizo un pequeño corte en la barbilla.
Él respondió con una expresión de escepticismo.
—Tengo que examinarlo de inmediato.
—Por supuesto.
Condujo al doctor Store escaleras arriba hasta las habitaciones de los niños.
—¿Qué edad tiene el muchacho? —le preguntó mientras andaban.
No le había preguntado su nombre…
—Lord Calmount tiene siete años.
Entraron en la sala donde los niños recibían sus clases.
Allí los había dejado al cuidado de Eppy, mientras dibujaban en sus cuadernos a hombres de la India con sus turbantes.
Anna se aseguró de ser la primera en entrar y, acercándose al niño, le habló con tranquilidad:
—Lord Cal, ha venido el doctor Store. La señora Tippen le ha pedido que viniera para que pueda verte la cabeza y asegurarse de que solo es un cortecito lo que tienes en la barbilla.
Cal apretó con fuerza su lápiz y miró con desconfianza al médico.
—¡Hola, jovencito! —lo saludó con falsa alegría—. Déjame verte la cabecita —le pidió, pero al acercarse a él, el chiquillo retrocedió amedrentado.
—Vamos, vamos… no te muevas —le dijo con aspereza, al tiempo que tiraba del vendaje.
Aquello acabó de asustarle y empujó al médico para apartarle y liarse a puñetazos y patadas con él.
—¡No! —gritó Dory, que se había contagiado del miedo de su hermano y tiraba del gabán del doctor—. ¡No le quites el turbante! ¡Es suyo!
—¡Lord Cal! ¡Dory! ¡Basta ya! —nunca los había visto así—. ¡Llévate a Dory de aquí! —le pidió a Eppy.
La joven consiguió sacar a la niña de la habitación, que no había dejado de gritar ni un momento.
Anna apartó al médico y se interpuso entre el niño y él.
—Cal, no pasa nada. El doctor no va a hacerte daño, y en cuanto te haya visto la herida yo te haré un turbante nuevo.
Cal negó con la cabeza.
—¿Te duele? —le preguntó el doctor.
Cal, por supuesto no contestó,