Francisca hizo una mueca y las miró con el cigarrillo en la boca.
Las chicas tenían el corazón agitado, querían escucharla, saber más.
—Hay que probarlo. Un mismo hombre para siempre es aburrido, pero eso es para mí. Y que Dios me perdone.
Miró al cielo y dio otra pitada al cigarrillo.
Después charlaron como la mayoría de sus vecinas, dijeron que gracias a la Señora pronto iban a poder votar, algo muy importante.
—¿Se imaginan? Yo nunca estuve en un cuarto oscuro, no veo la hora de depositar mi voto en la urna, PERÓN PRESIDENTE–EVITA VICE, yo apoyo al General y a la Señora hasta la muerte –dijo Elena.
—Eso, hasta la muerte –dijeron las otras dos a coro, se sorprendieron, se miraron, y empezaron a reír a carcajadas.
Después cambiaron los temas, los bueyes perdidos aparecieron como siempre, dijeron que era un invierno frío, y también comentaron la última película de Carlos Schlieper, Cosas de mujer. Se despidieron con un beso, y Nilda propuso ir a la plaza con los chicos el domingo a la tarde.
Cuando Francisca entró a su casa, dejó el changuito con las compras en la cocina y se fue al baño.
La bombacha seguía limpia.
Preparó fideos, gritó “a comer”, los chicos llegaron corriendo, parlotearon y comieron como potros felices. Después los acostó, salió al patio, suspiró, prendió un Derby. Contó las estrellas, canturreó Cambalache, terminó el cigarrillo, lo pisó, se fue a la cama.
Ya se dormía cuando pensó:
—No quiero ser madre otra vez.
El domingo, después de la siesta, se encontraron en la plaza. Llevaron bizcochitos de grasa, mate, una Crush. Mientras los chicos jugaban a la mancha, ellas charlaban, la conversación fluía, los temas se atropellaban, hablaban, se escuchaban, desmenuzaban cada palabra que salía de cada boca, no dejaban de contenerse y aconsejarse, de compartir lo silenciado por pudor o por la creencia de que hay cosas que no se ventilan. Dijeron groserías, hablaron de sexo, se retorcieron de la risa, fumaron, se abrazaron, las lágrimas vinieron solas.
Se hicieron las ocho.
—Chicos, a casa, vamos, a despedirse. Cinco minutos más y listo, es tarde –gritó Elena, que ya juntaba las cosas.
Francisca le agarró la mano a Nilda, la miró a los ojos, le dijo:
—Creo que estoy embarazada.
Elena escuchó y volvió la mirada para donde estaban las dos mujeres.
—Bueno, bueno, jueguen un rato más –dijo, y se metió en la conversación.
—¿Estás embarazada? ¡Qué alegría, Francisca! ¡Felicitaciones! –dijeron casi en automático y se le acercaron para abrazarla.
Francisca les mostró una palma, se fue para atrás, no quería abrazos.
—No entienden. No voy a tener otro hijo, necesito que me ayuden.
La miraban.
—No es momento, no tengo plata, pero tampoco es eso, yo, la verdad, no tengo ganas. A José no voy a contarle. Estamos tan bien así –las miró–. Yo creí que con todo lo que hablamos me iban a entender. Todo ese blablá de la libertad, el deseo, el fastidio con el encierro, ir y venir a mi antojo. Yo no conseguí nada por mí misma. Y estoy cansada para empezar de nuevo con los pañales. Che, no me miren así, por favor.
Elena agarró sus cosas, les pegó un grito a los hijos, miró a Francisca:
—Con esto no puedo, lo que tenés adentro tuyo es un tesoro, y que estés pensando en sacártelo, ay, Dios, no, no. Perdoname.
Se fue Elena.
Nilda la abrazó y le susurró al oído:
—Yo te voy a ayudar, hermana.
Le dio un beso como nunca antes le había dado a una mujer y buscó a sus hijos que seguían en las hamacas.
Francisca se quedó sola, se apretó el entrecejo con los dedos, hizo fuerza para no llorar. Prendió un cigarrillo, le dio una pitada larga. Miró al frente, un grupo de chicos jugaban a la pelota. Atrás, en un viejo paredón una pintada decía “Perón–Eva Perón. La fórmula de la Patria”. Agarró a los nenes, se fueron a casa. Los mandó a bañarse y puso a Juanita Larrauri en el tocadiscos.
Bailó Evita Capitana en la cocina mientras hacía milanesas con puré.
Al día siguiente se despertó temprano, llevó a los hijos al colegio y se fue a lo de Teresa. A media mañana apareció Nilda, se paró frente al mostrador y le dijo a la empleada que quería hacerse las manos.
—Con Francisca, por favor.
Francisca sacó los elementos de manicura, empezó a limarle las uñas. Charlaron del rumor: parecía que el domingo siguiente, Día del niño, la Fundación Eva Perón iría al barrio a repartir regalos.
—Carlitos quiere una bicicleta. Ya le dijimos que ni lo sueñe, no nos alcanza, que le pida a Evita, a ver si tiene suerte. Así que, dicho y hecho, le escribió la carta y, dice que se la quiere dar a la Señora en persona –contó Nilda, y se miró las uñas–. ¡Quedaron preciosas!
Antes de irse, agarró la cartera, sacó la propina para la manicura, en la propina iba un papelito, en el papelito un número de teléfono.
—Llamá a Cora, es amiga de toda la vida –le dijo en un susurro.
—Gracias Nilda, gracias, de verdad.
En el descanso, se fue al teléfono público y marcó el número.
—Hola. ¿Hablo con Cora? Mi nombre es Francisca. Llamo de parte de Nilda Gómez. Ella me pasó su teléfono, quiero hacerme un… este… usted entiende.
—Sí, sí, qué tal. Fenómeno, el viernes de la semana que viene, a las cinco de la tarde, ¿le viene bien?
—Sí, está bien. ¿Cuánto me va a costar?
—Nada, princesa, lo que pueda.
— ¿Cómo?
—¿Nilda no le explicó? Somos la REP, Red de Enfermeras Peronistas. Donde existe una necesidad nace un derecho. Para eso estamos, ayudamos en lo que podemos a las mujeres que lo necesiten, y solo eso. La REP es una red clandestina, somos enfermeras, y peronistas hasta la muerte.
Hasta la muerte, escuchó Francisca, y dijo:
—Gracias, Cora. Estoy un poco nerviosa. ¿Usted está en Capital?
—No estés nerviosa, mami, te puedo tutear, ¿no? Te vamos a cuidar. Estoy en Boedo. Salcedo 3610, departamento 2. Te espero.
—Un beso, gracias en serio. Nos vemos.
***
La calle principal de Isidro Casanova era un hervidero. Los pibes estaban excitados, daban alaridos, corrían entre los adultos, se tropezaban, berreaban. Esperaban la llegada de los camiones con los regalos.
Las veredas estaban decoradas con banderines de colores con las figuras de Perón y Eva, y la leyenda “Los únicos privilegiados son los niños”. Algunos llevaban carteles hechos a mano o con sábanas viejas. Le hablaban a Eva, le pedían que fuera candidata, le decían que la amaban.
Nilda y Elena vieron a Francisca de lejos, se saludaron con la mano. Elena la miró seria, pero fue la primera en acercarse. La agarró a Nilda de la mano y cruzó la calle esquivando gente. Se dieron un abrazo.
—¿Cómo estás, Francisca?
—Estoy tranquila, gracias.
—Disculpá que el otro día me fui así, me sentí mal después.
—No