Las mil y una noches personistas. VV AA. Читать онлайн. Newlib. NEWLIB.NET

Автор: VV AA
Издательство: Bookwire
Серия:
Жанр произведения: Документальная литература
Год издания: 0
isbn: 9789506419967
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Al comienzo, sobre un costado de la vereda que enfrentaba la casa de mi abuelo; más adelante, entre los jugadores.

      Porque, a poco de llegar, solicitó autorización para mezclarse en el duelo. Uno de los que oficiaba de interlocutor, morocho, alto y fornido, le miró el costado derecho del cuerpo y luego a los ojos.

      El amputado encajó el muñón entre los parantes de la muleta, apoyado sobre la empuñadura –que estaba muy baja porque tenía los brazos largos–, se afirmó sobre la almohadilla axilar, con el peso del cuerpo clavó la contera en el pasto e hizo un gesto que luego le vería con frecuencia y que siempre me cegó: ladeó la cabeza, y con ella el penacho oscuro, como al compás de una tormentosa melodía interior, describió un breve semicírculo hacia atrás y terminó el ademán afirmando el cuello y mirando al inspector. El supervisor bajó sus ojos. Yo sentí en aquello un desdén por los almuerzos familiares de los domingos, como si él supiera lo que les hacen los saciados a los que tienen hambre. Así fue la primera manifestación; en adelante, bastaba con que llegara para que le hicieran sitio.

      Corría como un hombre con una muleta, claro está, pero no eludía el roce físico y –más todavía– reaccionaba con brusquedad cuando creía que alguien le había tenido lástima. La mayoría de las veces golpeaba la pelota con el extremo de la muleta, pero en algunas ocasiones, mediante un acrobático espasmo, lo hacía con la pierna izquierda; la de apoyo.

      Cuando el tiro salía bien, sacudía la cresta brillante contorsionando el cuello, como lo había hecho al llegar. Muchos años más tarde, el acordeonista ciego de Amarcord hizo un gesto semejante, que pensé que había olvidado y que identifiqué de inmediato.

      No sé cuánto duró el espectáculo, durante cuánto tiempo el amputado fue a patear a la plaza, pero sí que en una ocasión mi padre abrió la puerta de esa habitación, yo escuché el sonido y me di vuelta.

      Achicó los ojos, ofuscados por la claridad que lo golpeaba en la cara, y me preguntó qué hacía ahí, trepado. Le conté y se puso a mi lado para mirar él también; no necesitaba de ningún suplemento y rápidamente se involucró con lo que estaba viendo. ¡Un partidario de Aramburu! “¡Rafatalla! ” Un doble agente, ahora lo sé.

      Lo escuché respirar cada vez con mayor agitación, como si en el medio hubiese muchos hilos que se entrecruzaran: una especie de roce, de saludo, de sujeción. Mi padre miraba, tenaz, negativo, categórico.

      Como yo no tenía el hábito de su contigüidad, me sentí incómodo y le hice un comentario acerca de una historia que había leído. Era de un brasileño, Monteiro Lobato, y tenía palabras que me regocijaban y me traían serenidad, como jaboticaba o chirimoya.

      En uno de los volúmenes de la obra, aparecía el Saci, un negrito atropellador de una sola pierna, que usaba sobre la cabeza un capuchón rojo y que agriaba la leche en las jarras.

      “¿Sabías que el Saci es tan artero, que cuando quiere, a pesar de tener una pierna, la cruza como si fueran dos?” Mi padre hizo el ademán de mirarme, pero continuó, agitado, con los ojos en la plaza por unos minutos más, estupefacto como si él mismo hubiera comprendido que era un mutilado.

      Luego, se dio la vuelta y salió como había llegado. Nunca más volvió. Solo, alguna vez, mi abuela se asomaba, miraba, profería su: “Ahj, ¡rafatalla!” y me dejaba en paz.

      Pero ellos siguen allí, por lo que se puede ver, inmutables y, por tanto, de algún modo eternos.

      El espíritu de Perón,

      por Virginia Feinmann

      Ese año en la escuela se cantaban más marchas. La directora ordenaba formar fila y después decía lo de la patria recuperada, y decía firmes, distancia, descanso, firmes. A la salida se arriaba la bandera con “Vamos, argentinos, vamos a vencer”. Era una bandera nueva, con la franja del medio muy blanca, pero tenía un agujero pequeño en el costado. Cata podía verlo con toda claridad. Cada vez que después de firmes-distancia-descanso-firmes arriaban la bandera, lo único que ella miraba era ese agujero en la tela.

      Su hermana Pepi iba a buscarla seguido durante el recreo. No le gustaba jugar con otros chicos. No sabían tocar la guitarra como ella ni conocían temas de Pedro y Pablo. Muchas veces terminaban las dos solas, caminando en círculos por el patio, cantando en voz baja.

      Era un día de esos en que Pepi se acercaba. Había querido cantar la La Luis Burela y nadie más quiso. A ella le gustaba esa canción. “¿Con qué armas, señor, lucharemos? / Con las que les quitaremos, dicen que gritó.” Siempre repetía el estribillo, mientras saltaba a la soga, mientras saltaba al elástico, si bien su papá, que era quien en principio se lo había enseñado, desde el comienzo del año venía diciéndole que no lo cantara más.

      Así estaban cuando llegaron las inglesas. En realidad no eran inglesas. Florencia se llamaba Florencia pero le decían Florence, y a Carolina, Carol. Sus padres habían nacido en algún lado, con nombres de ese estilo. El nombre de la madre, por ejemplo, era Eudora, pero ellas habían explicado que se pronunciaba Iudora. También contaron que tenían un perro que se llamaba Maxwell y que era un preston terrier. Fue lo primero que les informaron a todos al empezar la escuela.

      Ahora querían invitarlas a jugar. ¿A nosotras?, se sorprendió Pepi. Cata esperó callada. Bueno, sí, dijeron las inglesas. Well, yes, dijo Florence. Why not?

      Jamás les hablaban en los recreos. Cata y Pepi no tenían idea de qué estaba balbuceando Florence mientras movía las manos y mostraba el cielo y Carol les miraba los zapatos con sus ojos finitos y celestes, así que volvieron a preguntar por qué.

      —Es un juego que inventó nuestro primo de Adlington, les va a encantar.

      —Pero a nosotras ¿por qué?

      —Bueno porque... well... Porque nadie más se anima.

      Caminaron. Florence tenía piernas largas e iba adelante sin esfuerzo. La punta del lazo de su delantal, siempre más blanco que los demás, subía y bajaba con sus movimientos, las iba guiando por calles en círculo, con árboles cada vez más grandes que empezaron a oscurecer el cielo. Las casas se hicieron anchas y bajas y las plantas trepaban por las paredes. El aire era frío, pesado.

      —¿Cómo es el juego? –dijo Pepi.

      —Well... –Carol miró a Florence–, se cortan unos papeles...

      —Sí –dijo ella y se dio vuelta, las trenzas rubias también giraron y el lazo de su delantal la rodeó como la cola del corcel encantado–. Se cortan unos papeles, en cada uno escribís una letra del eibicí, los ponés en círculo, arriba de una mesa… Apoyamos una copa de cristal boca abajo. Cada una pone su dedo arriba de la copa.

      Siguió caminando.

      —¿Y entonces?

      —Y entonces podés hablar con los muertos –completó Carol.

      La casa tenía puertas verdes como pizarrones gigantes y dos leones de bronce con anillos en la boca. Pepi quiso tocar uno, pero Cata le detuvo la mano. Florence apretó un timbre que sonó como una campanita. Una señora parecida a la portera de la escuela les abrió la puerta. Las inglesas pasaron sin saludarla. Pepi quiso darle un beso pero por alguna razón no se animó. Entraron.

      Iudora, la madre, leía un libro cerca del fuego. Era una chimenea como la de los cuentos, como la de Papá Noel en trineo, con fuego encendido de verdad. Ella estaba envuelta en una manta y la tapa del libro era de terciopelo rojo y letras doradas. Antes de que pudieran acercarse las miró, levantó una ceja y les sonrió con media boca. Volvió al libro.

      —¿Le avisaste a tu mamá que veníamos? –preguntó Cata mientras seguían a las inglesas por una escalera de madera lustrada.

      Cada paso hacía un ruido que nunca habían escuchado. Quizá solo el piano de la escuela cuando venían a afinarlo. Le abrían la panza de madera oscura, las cuerdas y los martillos y el pañolenci adentro. Así pisaban