La libreta decía el momento exacto en el que se iba a enfermar, el punto cronológico correcto en el que la fábrica iba a cerrar, y el instante preciso en el que se iba a encontrar conmigo en el café La Paz después de un largo tiempo de ausencia.
Seguí leyendo y vi con claridad, con ese pulso abrumadoramente lento que tenía, cómo escribiría detalladamente cada suceso de su vida, cada acción, cada decisión que hubiera tomado, cómo sería la mujer con la que tendría su hijo, cómo y a dónde sería el viaje del que tardó un año en regresar y, lo más sorprendente y macabro de todo, sabía con exactitud la fecha, la hora y el lugar del bombardeo donde morirían más de trescientas personas. Y claro que en la libreta también estaba su propia muerte.
Creo que me dormí o me desmayé por las sensaciones que me atravesaban como un rayo. No lo sé. Al despertar traté de tomarme las cosas con calma, esperé que los médicos me dieran el alta, y una vez en mi casa, comprendí que ya nada tenía sentido.
Los años me sucedieron parcos e intolerables, me volví un ser solitario con la carga de esta libreta y un Taurelle que me persigue desde los más absolutos silencios para que haga su voluntad de una forma u otra.
Le pido que no gire la cabeza en busca de una mirada cómplice para certificar la locura que no tengo, que no me falte el respeto con su incrédula mirada. Vengo aquí por razones no del todo agradables y bajo cuestionables voluntades.
Los años no me permitían continuar con esta búsqueda, esta insoportable razón de seguir esta travesía, porque ya no puedo. Pero cuando los encontré, hace un tiempo en este lugar, todo se resolvió en un instante.
Debo confesarle, con miedo y con absoluta tristeza, que el Relojito que usted conoció ya no existe. Y que esta libreta que tengo en mi mano será, después de todo, la única responsable y la única guía que tendrá usted para continuar con lo que hace mucho tiempo comenzó Taurelle.
Le transmito estas palabras a usted porque sé que, después de tantos años de búsqueda, al fin lo encontré y sé que en este momento no me va tomar seriamente, pero cuando sepa que su Relojito ha desaparecido de la faz de la tierra y cuando las dudas le carcoman la mente, tomará esta libreta y entenderá que después de todo este montículo de hojas asediado de ilegibles manchones de tinta será lo único verdadero en el mundo, y solo así entenderá que todos los hechos de la historia se repiten una y otra vez hasta el hartazgo. Y entonces sabrá a ciencia cierta que lo que usted no buscó, es acaso la única razón que mantiene girando al mundo.
Gracias a Evita,
por Teodoro Boot
Fue poco tiempo después de la revolución que decidí hacerme agente secreto peronista. Cuando no hojeaba el último Intervalo sentado en la escalera fingiendo no escuchar lo que mi tía y mi vieja secreteaban en el patio, me pasaba las tardes en la terraza tratando de divisar el avión negro que –según mi abuelo– en cualquier momento traería a Perón de regreso a la patria, al poder, o a donde se le cantaran los cataplines, que para eso era Perón. Lo importante era que yo me encontrara con él antes que nadie: tenía un montón de novedades del barrio para contarle. No me pregunten por qué, pero creo que, sin darme cuenta, yo también había sido afectado por el virus infeccioso que transmitía el Tirano Prófugo.
Eso había ocurrido antes, en otro barrio, en Villa del Parque, donde vivíamos hasta que los nervios de mi vieja no dieron para más. Imagínense: nuestra casa estaba pegada a un largo y populoso conventillo lleno de peronistas.
Por algún motivo mi vieja estaba siempre pendiente de que no supieran qué era lo que pensábamos. Yo no sabía muy bien qué pensábamos, inquietante circunstancia que por primera vez debe de haberme hecho sospechar que a lo mejor yo también era un poquito peronista.
En las últimas dos piezas del conventillo, junto a una cocina y a uno de los baños, vivía un chico que iba conmigo a la escuela. No me acuerdo cómo se llamaba. Pongámosle Pocho.
Por entonces el mundo estaba lleno de Pochos, Juanes Domingos y Marías Evas. Después no.
Íbamos al mismo grado, aunque Pocho era más grande que yo, probablemente apenas unos meses, pero a esa edad las diferencias son muy evidentes. Pasaba que yo había entrado a la escuela “antes”. Eso decía mi vieja, pues debería haber ingresado un año más tarde.
¿Cómo había hecho mi familia para conseguir semejante excepción?
Yo estaba secretamente convencido de que había sido por medio de Evita. Mi vieja debía de haberle escrito una cartita explicándole que yo era muy inteligente, que sabía leer y escribir y todo eso.
El que me enseñó a escribir fue mi abuelo, que según mi vieja era socialista de Palacios y hablaba al revés.
“Me se paró el reloj”, decía mi abuelo.
“Me se perdió la bolita lechera”, escribía yo.
Pero fíjense que ya en primero inferior yo sabía escribir con plumín, infernal artefacto que tiraba más tinta que un calamar y de cuya existencia mi hermana no tenía la más remota idea.
Que mi hermana mirara el plumín con respeto y de lejos, sin atreverse a tocarlo, me hacía sentir un privilegiado. Y ya lo decía el libro de lectura: “Los únicos privilegiados son los niños”.
El libro de lectura en ningún momento decía nada de las niñas, así que mi hermana se tenía bien merecido tener que esperar todavía unos años para saber lo que era escribir con plumín, y ni qué hablar de la pluma cucharita.
Desde luego, ni aun de haberlo querido, Evita hubiera podido tener algo que ver con mi prematuro ingreso a primero inferior: para ese momento ya había muerto. Pero los niños no suelen tener una idea muy precisa del tiempo, de manera que yo estaba muy agradecido a Evita por haberme dado mi plumín de acero con portaplumas de madera y tintero involcable.
Por lo que recuerdo, tan solo una vez le pregunté a mi vieja qué le había escrito a Evita para convencerla de que me dejara entrar a la escuela “antes”. Estuvo llorando toda la tarde y cuando mi viejo llegó del trabajo, armó un escándalo. Teníamos que mudarnos inmediatamente de ahí, de al lado de ese conventillo lleno de peronistas, y lejos de la mala influencia de mi abuelo.
No volví a mencionar el tema, pero cuando Pocho me preguntó cómo era que estaba en el mismo grado que él siendo más chiquito, ¿qué podía decirle, sino la verdad?
Que yo hubiera entrado a la escuela gracias a Evita me granjeó el respeto, la admiración y hasta la amistad de Pocho, que no se daba con nadie de la cuadra y era amigo solo de los chicos del conventillo.
Con Pocho una vez salimos caminando para el lado de la plaza, aunque no llegamos más allá de Joaquín V. González.
A la plaza iba con mi abuelo, pero no a los juegos sino a la feria. Mi abuelo hacía la cola para comprar papas. No había papas, ni había pan, ni había un montón de cosas, secreteaban mi vieja y mi tía en el patio, y poco después de la huida del Tirano Prófugo, dirían todos en la radio, porque Perón y Jorge Antonio se habían robado toda la plata con los permisos de importación.
Yo no podía imaginar qué podría ser un permiso de importación, pero lo sospechaba algo terrible, porque por su culpa no había pan y las papas estaban carísimas.
Pan, lo que se dice haber, había. Con manteca y azúcar para el mate o con dulce para el café con leche. Pero no había –eso decían mi vieja y mi tía, en voz baja, para que no se enteraran los peronistas.
No sé por qué no había nunca pan en el mundo, pero siempre había en mi casa. Tal vez porque yo era un niño peronista y a los niños peronistas nunca les faltaba el pan con manteca, o porque el resto en mi casa eran contreras –menos mi abuelo, que según mi vieja era socialista de Palacios–, y a los que no les faltaba el pan con manteca era a los contreras, o porque mi abuelo iba temprano a hacer la cola a la