En su cuento “El ratón alemán”, María Inés Krimer describe la escena de esta manera: “Además de los corpiños, las medias sobre las sillas y el retrato de Perón en la pared, ahora la menor había conseguido un novio que tocaba el clarinete en La Armonía”.
Y es que desde el principio el peronismo fue una lucha. Una voz que se transformó en voces. “Perón, Perón”, y en la voz de Hugo del Carril. Una voz que atravesó el Riachuelo, cuando cruzar el puente y el Riachuelo era una de las manifestaciones de un pueblo sublevado.
La Marcha Peronista, un cántico de barricada y de conquista y sublevación, y por otro lado un coro extraño que se puede convertir en amenaza, como en el cuento de Ana Arzoumanian. Esa marcha contada con una dureza crudamente bella, en una fábrica donde despiden a un obrero, y conviven un padre antiperonista y su hija.
La Marcha y la marcha en la cabeza del “cabecita negra”, y el fragmento “descamisado”, titulado “El cabecita negra”, de Luis Tedesco, en que la expresión en diminutivo hace del color una forma de la segregación.
Los cuadros, las pintadas y los afiches se multiplican y es de rigor pasar a un plural. En el relato de Gustavo Abrevaya, “Nosotros Los monos”, el hogar se extiende y el espacio peronista se transforma en club: “El club se llamaba ‘Unidos o dominados’ y tenía un cuadro de Evita Montonera, pero alguien había pintado encima de la puerta ‘Nosotros Los monos’”. El motivo se vuelve una zoología selvática de gorilas que combaten con monos. El cuento de Abrevaya habla de esas pintadas que poco a poco invadían la ciudad hasta transformarla en una pintada peronista. Algo parecido ocurre con el relato de Miguel Gaya, pero esta vez lo que invade la ciudad es el fantasma de un viejo camión que ha servido de altavoz del peronismo en todas sus etapas y que vuelve, siempre vuelve, porque jamás se fue. Fantasmas que replican en la narración de Dámaso Martínez. O en la búsqueda de Mario Goloboff entre escombros patrios manchados de lirismo. O en el contrapunto perfecto enhebrado por Marcelo Luján, donde después de la pelea del Mono Gatica con Ike Williams, y de su derrota en el primer round, una noche de Reyes –el 5 de enero de 1951– en el Madison Square Garden, se convertiría en una noche nefasta, ya que Perón, que estaba en la habitación contigua escuchando la pelea, debía comunicarle a su mujer el último parte médico que, evidentemente, no era bueno.
“El peronismo en la nuca” como bien lo dicen las postales de Miguel Rep, va y viene. El peronismo en la nuca y en grafitis es un peronismo en movimiento.
Todavía falta su frase final, como él mismo lo decía: “Estoy descarnado”. Si tomamos una frase del cuento “Las manos”, de Claudia K. Cornejo, “El cuerpo embalsamado de Perón no opuso resistencia”, es posible que el General estuviera en lo cierto.
Pero no solo la muerte de Evita sino la del General, el viejo, el conductor, Perón a secas, el héroe de las mil caras, según el poema de Sasturain parodiando el poema de Borges El general Quiroga va en coche al muere.
El espiritismo es una voz. Es lo que capta el cuento de Alejandro Tarruella: “¡Compañeros! Llamó el General en persona, le escuché la voz y era él”. El peronismo comienza siendo la voz del General.
El espiritismo –lo he visto de chico en alguna reunión espírita– es proclive a una cartografía entre celestial y megalómana. El relato de Virginia Feinmann lo cuenta perfecto. En esa ocasión, bajaron los espíritus de San Martín y de Belgrano. “¡Queremos hablar con Perón!… La copa se movió”. Sí, se trata del Movimiento.
También el peronismo puede ser un velo tenue, un telón de fondo, para relatar las desventuras del muerto que no quería morir, es lo que dice el cuento de Hugo Barcia.
A través de estos relatos pasan setenta y cinco años de historia. La fiesta, la caída, la resistencia, el regreso, el triunfo. Incluso la utopía territorial, cuando Perón recupera las islas Malvinas, como sucede en el fantástico relato de Carlos Piñeiro Iñiguez. El General se transforma en un héroe trágico y hasta se desliza al género de la parodia en el cuento “El robot argentino”, de Leonardo Killian, que inventa el robot de fabricación nacional.
Como ante toda enumeración, el lector dispone de la licencia de leer tanto las presencias como las omisiones. Pero ¿qué escritor argentino de mi generación –e incluyo a los otros autores citados en este prólogo– no ha pasado por ahí?
El mensaje secreto de los inválidos,
por Rafael Bielsa
Siempre fuimos distantes, mi padre y yo. Me refiero al uno respecto del otro.
Hay una película norteamericana de los noventa, en la que Russell Crowe come tempura con Al Pacino, en un restaurante japonés.
–Mi padre fue ingeniero mecánico –dice Crowe–... el hombre más ingenioso que he conocido.
–Mi padre me dejó cuando tenía cinco años –le contesta con impaciencia Pacino tamborileando con los dedos sobre la mesa–… y no fue el hombre más ingenioso que he conocido. –De inmediato cambia de tema.
Bien: en ese diálogo, yo soy Pacino.
Estrictamente hablando, a mi padre le hubiese encantado ser ingeniero mecánico, pero no me abandonó. El peso de su propio padre lo llevó por otro camino, cuyo costado laboral desatendió durante toda su vida. Lo que hizo fue ir internándose en una fronda cada vez más intrincada, una red hermética de helechos, desde que tengo uso de razón, haya sucedido eso a mis cinco o a mis trece años.
Como casi todos, fui poniendo a punto mi “idea del padre” conforme el paso del tiempo. Podría decir que lo central consiste en que decidió asignar a su existencia un lugar adyacente en la vida de los otros, tan aledaño como imperturbable.
Cuando llegaba a un sitio, no parecía venir, sino ir a encontrarse consigo en otro lugar. La mayoría de los recuerdos que tengo de él lo ubican en los márgenes. Si ocupa el centro, se trata de algo provisorio o accidental. Y si no era así, de algo jocoso. Para él, lo furtivo no era ni ilegítimo ni redundante.
Si tuviera que exponer sobre el estado actual de mi propia conjetura diría que, entre aceptar ser lo que los otros querían que fuera, él resolvió no ser nadie. Viviría jornadas enteras, inclusive vertiginosas, pero sin tomar parte de sus propios gestos y decisiones.
En algún momento estableció que el sentido que el mundo le había asignado no le era accesible, por lo que se dedicaría a las orillas y a la farsa. Para lograrlo, hace falta un esfuerzo titánico.
Recuerdo sus ojos, uno turquesa y el otro zafiro, como de hielo, fijos en una tierra incógnita. Como no había encontrado ni la estabilidad ni la fiabilidad en la vida parroquial y sus aledaños, dejó de buscarla; por el contrario, erraba sin patria dentro de una constelación a la que se podía acceder, siempre y cuando no se tuvieran los pies en la tierra. Hacia allí se enfocaban sus ojos desiguales.
Un inválido, podría decir. U otra cosa, mucho más pétrea e indescifrable.
Ahora, que no es hora para nada, pienso que su genio era una especie de locura, aunque esa locura no tuviera nada de genial. Soñaba con el cerebro dormido y con el pensamiento despierto, y de ello resultaba una conducta oblicua, desolada, huidiza. Estrafalaria, al fin y al cabo. Las formas correctas embestían a su mundo real, como cuando se mezclan el agua dulce del Río de la Plata con la salada del