Las mil y una noches personistas. VV AA. Читать онлайн. Newlib. NEWLIB.NET

Автор: VV AA
Издательство: Bookwire
Серия:
Жанр произведения: Документальная литература
Год издания: 0
isbn: 9789506419967
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manera de decir, su manera de ser y las decisiones que tomaba siempre fueron ininteligibles. Terminó por hacer de su sueño otra forma de pensamiento, que no tenía ningún respeto por la cronología y las unidades clásicas de tiempo y de lugar.

      Verdaderas idioteces que expresaban o hacían los demás, a él les parecían excelentes e ingeniosas, y viceversa. Si los sueños son eso de lo que uno despierta, él resolvió no despertar nunca y, cuando murió, dejó a los demás perplejos y consternados a su respecto.

      Era el mismo efecto que causó durante toda su vida, en particular respecto de aquellos que no tenían el sentido del humor necesario como para no tomárselo en serio. Que, precisamente, fue lo que siempre quiso y por lo que siempre luchó.

      Trabajó muy duro, en particular durante la segunda mitad de su vida, para que a nadie se le ocurriese pensar que podía ser la persona indicada para cualquier cosa a la que no estuviera dispuesto. Y no estaba dispuesto a nada serio, según el concepto general que se tiene de ello.

      Joven todavía, luego de intentar con un estudio jurídico de amigos, volvió al despacho de la casa familiar, donde lo compartió con su propio padre. Es difícil imaginar una pareja más despareja, el padre y el hijo. Enfrente de aquel caserón había una plaza, que daba comienzo al Parque Independencia de Rosario.

      Al frente había una puerta doble de entrada, con un embasamiento apoyado sobre un zócalo de bronce –y un frontal defendido por una verja con barras terminadas en una lanza puntiaguda que cubría los vidrios–. Sobre la izquierda, a cincuenta pasos de distancia, construían el edificio destinado a los Tribunales Provinciales.

      Tengo empapados aquellos años por la melodía de la película El tercer hombre, Harry Lime Theme, que mi tía, la hermana menor de mi padre, interpretaba tiesa frente a un piano vertical, con sus ojos desquiciados de color violeta, apagando una alegría que no sentía. También me anega el amarillo del sol derramándose dentro del salón comedor de los domingos, tanto en verano como en invierno, con las vidrieras que daban al este y siempre me hacía pensar en una estampa del transatlántico Normandie, cuyos interiores estaban decorados con muebles de Ruhlmann y paneles figurativos de Jean Dunard. Y me ensordece el rumor de las habitaciones interiores donde trajinaba el personal de servicio, en un movimiento continuo que me impulsaba a dejar mi sitio para sentarme junto a ellos y escucharlos narrar.

      Mujeres que enarbolaban palmetas de mimbre para quitar el polvo de las alfombras. Muchachos con tijeras de cizalla para madera adulta y serruchos de corte transversal, con los que hacían la poda de limpieza y con la primavera la de acorte, en las estrellas federales de exuberantes brácteas rojas que goteaban su savia lechosa cuando eran intervenidas.

      Hombres y mujeres que entraban y salían con provisiones, cordeles, sábanas de hilo de Holanda, sifones de soda, carnes rojas apoyadas en antebrazos sanguinolentos. Con mucho, ellos eran los habitantes más interesantes de aquella casa, en la que vivía el padre de mi padre cuando compartían el gabinete jurídico.

      A veces, entre sombras prohibidas que yo oía entredecir y fulgurantes imágenes con las que trataba de representarme lo que ignoraba, como en una especie de misa bárbara, alguien hacía mención a los patrones y a lo distinto que era todo cuando estaban Evita y Perón. Los inocentes, como durante el reinado del Terror posterior a la Revolución Francesa, eran salvados a capa y espada invertidas por Merle Oberon y Leslie Howard. Yo ya era peronista, de plena contigüidad.

      En los almuerzos dominicales, era litúrgico escuchar las largas parrafadas de mi abuelo contra el “régimen depuesto”. Tenía un antiperonismo cuantioso, ornamental y conservador de burgués solícito, apoyado en el derecho, la democracia y la república, a los que el “tirano prófugo” había aparentemente mancillado con sus “charlatanerías”.

      Una vez mi padre, que pasaba socialmente por antiperonista y había participado de algunas refriegas durante la Revolución de septiembre del 55, le hizo notar a mi abuelo que en los albores de los años treinta, él mismo había sido funcionario político de Agustín Pedro Justo, elegido mediante fraude electoral y luego había suscrito el ruinoso pacto Roca-Runciman.

      Mi abuelo le descerrajó una mirada insalubre, giró la cabeza hasta pasar revista a todos los comensales, y se rió sonoramente: “… pecados de juventud…” –dijo– “… era otro país…”. Y la emprendió “… con esos años en los que por todo el país había gente que sacaba credenciales de los bolsillos y se las refregaba a otros para demostrarles que había estado en algún lado o hecho algo que probaba su incuestionable lealtad”. Enseguida pasó a otro tema, escurriéndose como un cangrejo.

      Recuerdo haber pensado que, al fin y al cabo, los peronistas que conocía también eran jóvenes en condición de pecar y que, si aquel había sido otro país, por fuerza lo mismo podría decirse del actual. Pero el tono categórico de mi abuelo me hizo callar la boca. Esas no eran las intervenciones que se esperaban de los niños en esa familia desapacible, sino que dejaran pasar los años hasta que les llegara el momento de mostrar de qué madera estaban hechos.

      En una ocasión, mi madre fue a consultar a un relevante facultativo rosarino si la locura era hereditaria. “No es congénita”–recibió por respuesta– “pero sí muy contagiosa”. No estoy seguro de lo primero, pero con lo segundo no se equivocó.

      Esas irrupciones temerarias de mi padre me hacían mirarlo fugazmente de otro modo. Por lo general, prevalecía su inválido contorno, internándose solo en su propia espesura. Ahora pienso que habría debido darme cuenta de algo: el tullido de la claridad, adentro de las sombras elegidas por él mismo, forzosamente tenía que haber sido otro hombre. Y de ese, yo no podía decir ni una sola palabra.

      Como señalé, a media cuadra se construyó el edificio de los Tribunales Provinciales, una mole stile littorio –una versión mediterránea y fascista de la arquitectura moderna– completamente revestida de mármol travertino, que se inauguró durante los años sesenta. A comienzos de la década, los albañiles se reunían en la plaza, luego del almuerzo o a la salida del trabajo, para jugar al fútbol.

      Los pibes del barrio solíamos mirar esos lances, en pequeños grupos contiguos al improvisado campo de juego, o desde las ventanas de las casas en donde vivíamos o por las que transitábamos. Mi hermano se prendía en matiné, vermut y noche, porque la escolaseaba. Muy pocos se animaban a mezclarse tras la pelota (había que pedir permiso utilizando el “usted”, pasar por alguna prueba y luego estar a la altura).

      Yo solía asomarme por las ventanas del recibidor, donde unos años después fue velado el padre de mi padre, haciendo equilibrio sobre una robusta mesa ratona que conservo, en la que se apoyaba el cenicero.

      Desde aquella atalaya miraba hacia el foro sulfuroso donde un puñado de muchachos corría, gesticulaba, derrapaba. A veces, la madre de mi padre asomaba su cabeza color añil, me veía encaramado y refunfuñaba: “Ahjjj, ¡rafatalla!”, palabra que no he vuelto a ver ni a oír, y que al parecer para ella quería decir “pandilla” o “chusma”, maldición que dirigía a los entusiastas.

      Para mí, por ese entonces, comensal infantil sentado en almuerzos ferozmente gorilas, sonaba a tumulto, a descamisados, a batahola. Como “Perón”, ése genitivo agudo como un talismán, magnético por estar prohibido e hipnótico, como lo es el silencio de los desamparados.

      Era la única interrupción que podía temer; así pasaba largos lapsos, poniéndoles la camiseta de mis colores favoritos a los mejores exponentes, o transformando el desafío en un partido de primera división, en el que indefectiblemente triunfaba el equipo que me desvela, Ñúbel.

      Eso fue así, hasta que apareció el amputado.

      Tendría unos veinticinco años y una cresta de pelo negro y brillante que le daba el aire de un gallo pavoneándose ante la hembra. Estaba vestido con una camisa blanca con las mangas enrolladas hasta el codo, un pantalón oscuro de tela acanalada, y un pañuelo que se ceñía al cuello dejando dos puntas menudas, como los pétalos de una flor de boca de dragón.

      La pierna derecha de la prenda estaba escrupulosamente doblada a la altura de la rodilla y sujeta por la parte