Los camiones llegaron escoltados por un Cadillac negro. Se acercaban despacio. Estacionaron en medio de la calle, entre el tumulto. Elena, Nilda y Francisca habían podido dar la vuelta, pero no había manera de avanzar más.
—¡La veo! ¡La veo! ¡Ahí está, mirá como saluda! –gritó Francisca.
Los aros de perlas, el rodete, esa sonrisa que solo ella podía mostrar. La piel tersa y luminosa. Tan bella, la Señora. Saludaba con el brazo levantado, la palma de la mano abierta.
Norma, la más chica de las hijas de Francisca, se escabulló y corrió hasta ella. Le colgaban mocos verdes de la nariz. Cuando la vio, se le prendió a las piernas, Eva se agachó, la agarró de la cara y le dijo:
—¡Pero qué hermosa sos! ¿Cuántos años tenés?
Norma abrió grandes los ojos y le mostró cuatro dedos.
—Tomá, mi amor, un regalo para vos –Evita le entregó una muñeca de paño, una negrita llena de rulos, le revolvió el pelo, le dio un beso y siguió.
Un custodio se le acercó al oído y le dijo:
—Señora, la nena le ensució el tapado con moco.
Eva lo miró seca y contestó:
—Los niños no ensucian.
***
—Nilda, ¿me vas a acompañar? Tengo miedo.
—Sí, Francisca, yo te acompaño. Va a salir todo bien.
***
Entraron al consultorio. Cora abrió la puerta y saludó primero a Nilda. Era una gorda sonriente, el pelo corto y lacio, petisa, hablaba fuerte. Tenía la boca ancha, pintada de rojo y un delantal blanco.
—¡Negra querida! ¡Tanto tiempo! No esperaba verte, qué sorpresa.
Se abrazaron, Nilda le presentó a Francisca.
—Cuidámela, Corita, es mi amiga. Ponele unos tangos, que le gustan.
Caminaron por un pasillo largo y entraron al departamento. Había muchas plantas, y en un almanaque un dibujo de un obrero con un overol azul que alzaba un martillo. Dos gatos daban vueltas por ahí. Las paredes estaban pintadas de amarillo clarito, y la luz del hall de entrada titilaba.
—Vení Francisca, vamos a empezar. No va a ser largo.
Francisca besó a Nilda.
Entraron en una habitación, había una camilla negra.
—Acostate y sacate el pantalón, mami, ¿así que te gusta el tango? Vamos a poner la radio.
Francisca hizo caso, estaba nerviosa, pero el tango la calmaba.
Cora empezó a preparar el instrumental.
Nelly Omar cantaba Desde el alma.
—¡Esta Nelly tiene una voz! ¡Por favor! ¡Quién pudiera! Canta mejor que muchos que se hacen los machitos –dijo Cora.
—Sí, sí –contestó Francisca, con voz de persona ausente. Su cuerpo era lo único que tenía en la cabeza.
La transmisión se interrumpió de golpe. El locutor anunció una cadena nacional.
Compañeros, quiero comunicar al Pueblo Argentino mi decisión irrevocable y definitiva de renunciar al honor con que los trabajadores y el pueblo de mi patria quisieron honrarme en el histórico cabildo abierto del 22 de agosto…
Se produjo un silencio. Francisca, con las piernas abiertas y las manos atrás de la cabeza, masticaba un caramelo de menta.
No tengo en estos momentos, más que una sola ambición. Una sola y gran ambición personal: que de mí se diga cuando se escriba este capítulo maravilloso que la historia seguramente dedicará a Perón, que hubo al lado de Perón una mujer que se dedicó a llevarle al presidente las esperanzas del pueblo, que Perón convertía en hermosas realidades y que a esta mujer el pueblo la llamaba cariñosamente Evita. Nada más que eso.
Cora rompió en llanto. Francisca empezó a temblar. Se agarraron de las manos y se miraron.
Evita quería ser cuando me decidí a luchar codo a codo con los trabajadores y puse mi corazón al servicio de los pobres […]. Si con ese esfuerzo mío, conquisté el corazón de los obreros y de los humildes de mi patria, eso ya es una recompensa extraordinaria que me obliga a seguir con mis trabajos y con mis luchas. Yo no quiero otra cosa que este cariño.
—Es una reina –dijo Cora.
Estoy segura de que el Pueblo Argentino y el Movimiento Peronista que me lleva en su corazón, que me quiere y que me comprende, acepta mi decisión porque es irrevocable y nace de mi corazón. Por eso ella es inquebrantable, indeclinable y por eso me siento inmensamente feliz y a todos les dejo mi corazón.
El locutor anunció el fin de la cadena nacional.
Volvió el tango.
Las mujeres quedaron en silencio.
Y en silencio se miraron, sonrieron, lagrimearon.
Cora volvió a trabajar.
Relojito,
por Ezequiel Bajadish
Me moriré en París con aguacero,
un día del cual tengo ya el recuerdo.
Me moriré en París – y no me corro –
tal vez un jueves, como es hoy de otoño.
César Vallejo
Ya deje de mirarme torcido hombre, que no estoy aquí para causarle molestias. Que este ojo ciego y estas pilchas no lo intimiden, que soy un buen cristiano. Simplemente no pude dejar de escuchar a usted y a sus amigos hablar hace unos momentos y se me ocurrió ¿por qué no? acercarme a charlar unos instantes. Los vi llegar hace una hora o quizás un poco más y los noté extraños. Somos pocos y aunque no nos hablemos, nos conocemos bien en este tugurio. Algunos parroquianos vienen solos y beben toda la noche sin mediar palabra con nadie, se desmayan sobre las mesas hasta la hora de cierre o agitan el vaso por los aires y, como si se tratara de un lenguaje cifrado que los mozos interpretan a la perfección, les llenan el vaso. Otros cuantos, en cambio, se la pasan deambulando de mesa en mesa en busca de alguien para conversar. No es mi caso particular, naturalmente ocupo el primero de los ejemplos que le mencioné.
¿Esta libreta? No se me apure que va a haber tiempo para eso. Le decía que hace un poco más de una hora lo vi llegar con sus colegas, sus amigos. ¡Salud por ellos! Que vinieron y se sentaron, todos menos usted. Lo vi caminar de una punta a la otra de la barra, estaba nervioso, y apuesto que todavía lo está. Miraba la puerta de calle, miraba la hora en el aparato aquel, volvía a mirar y se preocupaba.
Después de que se hubieran sentado a su mesa, los escuché hablar prestándoles una atención casi violadora. Me disculpo por eso, pero ya está hecho. “¿Y si no viene?”, preguntó su amigo, mientras una duda le recorría la cara y usted le respondía, más que para él para usted mismo, que Relojito Torres iba a llegar. El muchacho grandulón de allá preguntó, como sacándose un abrigo al llegar, si no se habría enganchado con alguna mina en el camino o quizás se le complicó, pero usted lo cortó en seco aludiendo a la puntualidad de su amigo, y que jamás el tal Relojito llegaría tarde al truco de los jueves. Una bosta el truco gallo, ¿eh? Pero claro que no estoy acá para juzgar los métodos de juego que emplean, sino, por el contrario, para contarles una historia. Porque resulta, muy a pesar de todo, que el tal Relojito que ustedes esperan y nombran, me recuerda a un viejo