El concepto “peronistas” jamás supuso adhesión ideológica, pero sí respeto. “Todos somos peronistas”, decía Perón. Una humorada, acaso, pero no era verdad y nadie lo sabía mejor que el viejo General. Ser peronista es una forma de ser argentino y ser antiperonista, qué duda cabe, también.
“Son incorregibles”, decía Borges, y tal vez no estaba tan equivocado. No sabemos si lo son, pero, le gustara o no, la Argentina contemporánea no podría comprenderse sin el peronismo. El peronismo entra en la historia del país para modificarla definitivamente. Para desconcierto de propios y ajenos basta con ver piropos y ensañamientos como bonapartismo, populismo, fascismo y otros etcéteras con que se intenta vanamente cambiar el nombre de la criatura nacida en 1945.
Entre el mensaje jacobino y proletario, y la siniestra Triple A, hay un océano de grises y de desafinadas partituras que cantan la misma marcha. En esa sopa se cocinan las contradicciones argentinas más genuinas, y la Historia –esa vieja chismosa que espía tras las puertas– tiene una mirada piadosa y una sonrisa cruel. “En esta mesa comen todos”, parece decir la vieja señora. Estas narraciones, esta muestra azarosa y variopinta que oscila entre el drama y el humor, este mosaico tan nuestro revela que el peronismo puede ser también un género literario. El cine, la literatura y el arte en general parecen comprender mejor que los rígidos tratados sociológicos y políticos, de qué estamos hablando.
Por eso nos propusimos juntar estas voces que nos cuentan viejas y nuevas historias, con gigantes y plebeyas convertidas en princesas, monstruos voladores y las hazañas cotidianas de la gente simple: los cuentos de las mil y una noches peronistas.
Prólogo
por Luis Gusmán
Es posible que una antología temática sobre el peronismo sea irreductible. Uno de los nombres del peronismo es el de movimiento peronista. Quizás una antología debería responder a esa palabra. Una mitología que siempre se está haciendo. Los tópicos, los lugares y las fechas están, pero quedan trasvasados y atravesados por este movimiento. Ya sea que se cuente la gesta o que se narre la tragedia. Como ocurre con toda antología, esta también incurre en la arbitrariedad. En un juego de inclusiones y exclusiones.
Prefiero mitología porque se sustrae a lo partidario. Y movimiento lo vuelve un libro militante, no por responder a una consigna, sino porque cada cuento ha sido causado por una militancia.
El título está tomado de la clásica versión de Antoine Galland y del libro autóctono de Draghi Lucero: Las mil y una noches argentinas. Es posible que la extensión sea quizás excesiva (Mil y una noches peronistas), pero ¿quién podría negar que el peronismo también lo es? Si hubo gobiernos que repartieron la caja de pan, el peronismo repartía pan dulce, sidra y juguetes. Eso lo cuenta Diego Incardona en su relato “Los Reyes Magos peronistas”, para referir a una epifanía barrial y devolver esa palabra a una ocasión festiva, a la noche en vela de niñas y niños esperando la llegada de los Reyes Magos y, a la vez, arrebatando la epifanía de una circulación poetizante.
Voy a contar la anécdota de un niño peronista. Como en muchos de estos cuentos, hijo de padres antiperonistas. Está con su madre en el velatorio de Evita, en el edificio de la CGT. Ella es profundamente radical como su marido, que ha estado preso por imprimir panfletos contra Perón.
Esa noche fría forman parte de una larga cola. El chico se descompone y lo llevan a una de las ambulancias que estaban estacionadas a lo largo de la calle. Le dan Licor de las Hermanas y el chico se repone. Los hacen sortear la cola y entran con su madre y un señor en una silla de ruedas llevado por su hija. La gente silba. Piensan que se han colado. Entran. En el recinto está el cajón donde yace el cuerpo de Evita. La madre levanta a su hijo para que la pueda ver y besar el vidrio que cubre el cajón. El vidrio está empañado de besos.
Con el tiempo, el niño contará la historia, solo que agregará que quien lo levantó fue el general Perón que estaba al lado del féretro, y no su madre. ¿Quién podría desmentir que fue así? Ni siquiera él mismo. Además, tenía ocho años. En sus sueños, Evita levita, flota. Ese niño era yo. Esos eran mis padres.
Este libro está atravesado por esa ruptura ideológica entre padres e hijos. Como lo cuenta a través de una película tras otra, con ese original recurso, Rafael Bielsa en “El mensaje secreto de los inválidos”. Tal vez, por esas coincidencias, el mismo inválido que acompañó a ese chico de ocho años. Pero también están los hijos de militantes peronistas, o aquel chico con dotes de agente secreto, apuntado por Teodoro Boot, que se aposta en la terraza de su casa a la espera de que el avión negro del General surque el cielo de Buenos Aires.
En el peronismo hay un pasaje del avión a los aviones. Del Pulqui de industria nacional, tan bien mostrado en el documental del director Marcelo Céspedes –con la “mirada codirigida” de Daniel Santoro– al avión negro, a los Glosters que bombardearon la Plaza de Mayo.
Esta antología está atravesada por la infancia; no sé si por la inocencia. Miradas que no llegan a dilucidar una realidad que, por secreta, se puede encontrar en un juguete. Un chico no puede esperar un juguete. Lo quiere tener. Quizás sucede lo mismo que con esta antología: no hay tiempo para la promesa. Se hizo.
Las frases de Perón fueron quedando en la historia, no solo del peronismo. Incluso algunas plagiadas, pero que de todos modos eran de Perón. Quién podría dudarlo. Citarlas todas sería hacer un diccionario peronista. Vicente Battista titula su cuento con una de ellas “La única verdad es la realidad”.
En cada velada una historia se va agregando a otra, las cuenta Scherezade para salvar su cabeza. Siguiendo la lógica de la obra de referencia, las historias se fueron agregando, en orden vagamente cronológico, como en un collar de perlas o como las cuentas de un rosario; sí, hay algo de joya y de reliquia en cada historia.
Es posible que este también sea un libro interminable. Solo bastará nombrar algunos tópicos que aparecen en estos cuentos. El 45, el 11 de noviembre de 1951, cuando se instala legalmente el voto femenino; el 55, el 17 de octubre, el 16 de junio, en ocasión del bombardeo de Plaza de Mayo, el regreso de Perón, el 73, Ezeiza.
Pero también, a la noche iluminada le sigue, como muchas veces sucede históricamente, una noche oscura; tales como podrían ser la historia del aprendiz de brujo y por si las tres moscas, como llamó Ramón Alcalde al grupo de tareas conocido como Triple A. Esa iconografía siniestra ha sido reflejada certeramente por Marcia Schvartz en su obra pictórica.
El cuento de Horacio González no es un relato festivo. No existe lo que se llamaba “un día peronista”. No hay sol. Se trata de un sobreviviente que en Ezeiza recibió un balazo que lo dejó paralítico y que un año más tarde se suicidó al borde del Río de la Plata. Aquí la economía narrativa es como un percutor seco, ya que el mismo personaje apoya la pistola sobre su cabeza y gatilla.
Por supuesto, hay una topografía antiperonista que va desde la interpretación de “Casa tomada”, de Cortázar, o de Invasión, con guión de Borges y Bioy, donde el peronismo es un plasma que avanza sobre nuestra ciudad, como esa mancha que se ve en la película de ciencia ficción La mancha voraz.
Hay una apuesta a escritores militantes, en el sentido de que posiblemente su escritura apueste a un corte que no puede ser reducido a su temática ni a su filiación. Corte que Beatriz Guido, en un artículo de los años setenta, llamó “Los negritos de la literatura”, refiriéndose a Enrique Medina, a Jorge Asís y al que escribe este prólogo.
Hay escritores que han marcado lo que no alcanza a ser un período, pero sí un corte. Megafón y la guerra, de Leopoldo Marechal; los hermanos Lamborghini; Leónidas, con “Eva Perón en la hoguera”, Osvaldo, con “El fiord”; “Esa mujer”, de Rodolfo Walsh; “Evita vive”, de Néstor Perlongher; Fredi, de Héctor Lastra; “Cabecita negra”, de Germán Rozenmacher; El señor Galíndez, de Tato Pavlovsky.
El interior peronista. Me refiero al hogar peronista: un corpiño y un retrato de Perón. Bastaría ver un solo cuadro de Daniel Santoro para entrar en una