De pronto fue como si un cuchillo invisible hubiera rasgado el velo del tiempo. Se produjo una quietud, un silencio tenso, como si fuera a ocurrir algo. Layla no podía despegar la mirada de los labios de Logan, no podía dejar de pensar en cómo sería sentir su boca contra la suya, y se encontró humedeciéndose los labios con la lengua.
–No… no sé qué decir… –murmuró.
–Pues no digas nada –contestó él, con los ojos fijos en los de ella, mientras le pasaba la mano libre por la nuca.
Layla se olvidó hasta de respirar. Observó embelesada como Logan inclinaba la cabeza lentamente, y aspiró el olor mentolado de su cálido aliento. Era como si llevara toda su vida esperando aquel momento, como si hasta entonces no se hubiera sentido viva de verdad.
«Bésame. Bésame. Bésame…», repitió para sus adentros como una letanía, al son de los fuertes latidos de su corazón. Pero de repente Logan se apartó de ella y dio un paso atrás, pasándose las manos por las perneras del pantalón, como si se hubiera contaminado al tocarla.
–Perdóname; no pretendía… –dijo en un tono abrupto.
El chasco que Layla se había llevado era tal que no podía articular palabra. No se atrevía ni a mirarlo a la cara por temor a ver una expresión de repugnancia en sus facciones. El eco de las crueles burlas del novio que había tenido en su adolescencia resonó en su mente: «Eres fea, eres una tullida. ¿Quién iba a desear a alguien como tú?».
Bajó la vista a su mano izquierda, donde brillaba el anillo de diamantes, y el estómago le dio un vuelco. Aquel anillo tan hermoso no era para una chica como ella, a la que los hombres no querían ni besar.
–No pasa nada –dijo finalmente, obligándose a mirarlo a los ojos–. Lo entiendo.
Logan inspiró y se pasó una mano por el pelo con tal brusquedad que se le quedaron los surcos de los dedos.
–No, me parece que no lo entiendes.
Layla le dio la espalda para pasar los platos del carrito a la mesa.
–Pues claro que lo entiendo –replicó, volviéndose hacia él–. Esto no se parece en nada a cuando te comprometiste con Susannah. A ella la amabas –exhaló un suspiro–, y aún la amas. Por eso te sientes tan incómodo con esta situación, porque te parece que es como si estuvieras traicionando su recuerdo.
Logan apretó la mandíbula.
–No quiero hablar sobre Susannah. Ni contigo ni con nadie –le dijo.
Sus ojos eran como ventanas cerradas con las cortinas echadas y las persianas bajadas.
Layla se sentó a la mesa y se puso la servilleta en el regazo.
–Sé que aún no lo has superado –murmuró–. Siento muchísimo lo que pasó. Fue tan triste… sobre todo porque vino a sumarse a tantas otras pérdidas como habías sufrido ya, pero creo que tu abuelo hacía lo correcto al animarte para que rehicieras tu vida.
–Ah, o sea que te parece bien lo que hizo con el testamento, ¿no? –le espetó él en un tono corrosivo como el ácido.
Layla apretó los labios, luchando por controlar sus cambiantes emociones. De pronto se sentía furiosa con él y al instante siguiente la entristecía que no fuera capaz de dejar atrás el pasado.
–Por favor, siéntate y cenemos. Me está entrando dolor de cuello de tener que levantar la cabeza para mirarte.
Logan claudicó, y cuando se sentó sus rodillas chocaron contra las de ella bajo la mesa. Layla se echó un poco hacia atrás, intentando ignorar la ola de calor que le había subido por las piernas. ¿Por qué tenía que tener ese efecto en ella?
Empezaron a comer en medio de un silencio tenso, roto solo por el ruido de los cubiertos. En un momento dado sus ojos se posaron en el anillo en su dedo y un pensamiento la asaltó. ¿Por qué, cuando se habían comprometido, Logan no le había dado a Susannah el anillo de su abuela? Recordaba perfectamente el anillo de compromiso que le había regalado: un anillo muy moderno y llamativo.
–Logan…
Él levantó la vista del plato.
–¿Qué?
Su tono áspero no la invitaba demasiado a continuar, ni tampoco el ceño fruncido, pero Layla jugueteó con el anillo y le preguntó de todos modos.
–¿Por qué no le diste a Susannah este anillo cuando le pediste que se casara contigo?
Una sombra cruzó fugazmente por los ojos de Logan.
–No le gustaban las joyas antiguas –dijo. Dejó los cubiertos en el plato y movió su copa apenas un milímetro–. No me lo tomé a mal; le compré encantado el anillo que quería –volvió a tomar sus cubiertos y ensartó con saña un trozo de nabo con el tenedor.
Layla se quedó callada un momento.
–¿Cómo lo lleva su familia? –le preguntó–. ¿Sigues en contacto con ellos?
Las facciones de Logan se ensombrecieron.
–Las primeras semanas los llamaba o pasaba a verlos, pero he dejado de hacerlo. Les recordaba lo ocurrido y solo servía para hacerles sentir mal –dijo con el ceño fruncido. Dejó de nuevo los cubiertos en el plato y apoyó los brazos en la mesa.
Layla le puso la mano en el antebrazo y se lo apretó suavemente.
–No puedo ni imaginarme lo horrible que debió ser para ti llegar a casa y encontrarla…
Logan apartó el brazo y se irguió en su asiento con la espalda tiesa, pero al cabo de un rato su postura se relajó, como si por dentro también hubiera estado tenso y de pronto esa tensión se hubiese disipado ligeramente.
–Cuando alguien se quita la vida es diferente de cualquier otra muerte –dijo desolado, con la mirada perdida–. Te queda una horrible sensación de culpa, te preguntas si habrías podido haber hecho algo para evitarlo. Es insoportable –exhaló un pesado suspiro y añadió–: Me culpo por no haber percibido las señales.
–Entiendo que te sientas así, y a cualquiera en tu lugar le pasaría lo mismo –dijo Layla–, pero no debes culparte. Leí en un artículo que en el dieciséis por ciento de los suicidios no se da ninguna señal. Es una decisión que la persona toma en el momento a raíz de algún tipo de angustia que no da señales.
Logan apuró su copa en un par de tragos y la plantó en la mesa con un golpe seco.
–Sí hubo señales, pero no les presté atención –murmuró. Se quedó callado un momento y añadió con voz entrecortada–: Tenía un trastorno alimentario: bulimia. No sé cómo no me di cuenta –torció el gesto y su tono se tornó atormentado, como si se odiara a sí mismo por lo ocurrido–. ¿Cómo pude vivir tantos meses con ella y no darme cuenta de algo así?
Layla puso su mano sobre la de él, y esa vez Logan no la apartó.
–La gente oculta muchas cosas por vergüenza –le dijo–. Tengo entendido que, al contrario que pasa con la anorexia, es difícil reconocer un caso de bulimia porque los efectos físicos no son tan evidentes.
Logan bajó la vista a las manos unidas de ambos, puso la suya sobre la de ella y comenzó a acariciarle distraídamente el dorso con el pulgar. Era una caricia muy leve, pero una vez más volvió a sentir ese cosquilleo eléctrico.
Cuando alzó la vista hacia ella el estómago le dio un vuelco. Interrumpió sus caricias, pero no le soltó la mano. Estaba escrutando su rostro como si estuviese intentando memorizar sus facciones. Al ver que sus ojos descendían a su boca, Layla no pudo reprimir el impulso de pasarse la lengua por los labios.
Logan le apretó la mano un instante y esbozó una leve sonrisa, pero