–Ahora mismo no sé si debería sentirme reconfortada o insultada –respondió.
Las palabras habían escapado de sus labios antes de que su cerebro pudiera reprimir a su orgullo herido.
Logan bajó la vista a sus labios, y cuando sus ojos se encontraron de nuevo el corazón de Layla palpitó nervioso. Le costó un horror no mirar ella también su boca, pero no pudo evitar preguntarse si sus besos serían tiernos o ardientes. Peor aún: de pronto su mente conjuró imágenes de ambos haciendo el amor, en una amalgama de brazos y piernas, besándose con pasión. Una pasión que solo podía imaginar, puesto que era algo que no había experimentado.
–Tener una relación normal solo complicaría las cosas –murmuró él con esa misma voz rasgada–. No sería justo para ti.
Layla le dio la espalda y sus ojos se posaron en el estofado, que seguía hirviendo a fuego lento. Ella también estaba hirviendo por dentro, estaba derritiéndose por unas sensaciones y un ansia que no sabía cómo controlar. ¿Podría ser que la proposición de Logan las hubiera desatado?, ¿que de pronto fuera consciente de unas necesidades físicas que hasta entonces había ignorado y negado?
Tomó la cuchara de madera y removió un poco el estofado.
–¿Seguirás teniendo ligues de una noche mientras estemos casados?
–No. Eso tampoco sería justo por mi parte. Y espero que tú tampoco lo hagas.
Layla dejó la cuchara a un lado y tapó la cazuela malhumorada.
–Por eso no tienes que preocuparte; nunca he tenido un ligue de una noche.
¿Por qué diablos le había dicho eso? Se hizo otro silencio incómodo. Logan se acercó a ella, y Layla sintió que todo su cuerpo se ponía en alerta teniéndolo tan cerca.
–Pero sí has estado con otros hombres, ¿no?
Layla, que notó como se le subían los colores a la cara, rogó por que Logan se lo achacara al calor de la cazuela.
–No tantos como puedas estar pensando –mintió ella. De ningún modo iba a reconocer ante él que a sus veintiséis años aún era virgen. Apagó el fuego y fue por un par de platos–. No he sacado nada para beber. ¿Quieres ir por una botella? Como estamos los dos solos, cenaremos en el comedor pequeño.
–Claro; traeré algo de la bodega.
«Los dos solos»… Sonaba muy íntimo, pero no era cierto. Si no fuera por las condiciones que su abuelo le había impuesto en el testamento, no le habría pedido que se casara con él. Tenía que recordarlo; aquello era solo un acuerdo de «negocios», nada personal, nada que fuese a durar. Nada.
Logan se demoró más de lo necesario escogiendo un vino de la bodega. Se estaba acordando de la botella de champán añejo que había escogido para celebrar su compromiso con Susannah y lo ilusionado que se había sentido. Sin embargo, había sido un espejismo. Había creído que amaba a Susannah, y que ella lo amaba a él. Entonces él tenía la edad de Layla, veintiséis años. Susannah dos menos, además de un montón de problemas que él había ignorado hasta que había sido demasiado tarde.
Perder a su padre tras una batalla arrolladoramente breve contra el cáncer era lo que lo había empujado a sentar la cabeza. Echando la vista atrás, ahora se daba cuenta de que no había estado preparado para dar aquel paso, y de cuántas señales se le habían pasado por alto con respecto a Susannah.
Nunca habría podido imaginar que Susannah se quitaría la vida apenas un año después, pero… ¿cómo podía haber estado tan ciego, no haber sabido nada de los demonios a los que se enfrentaba a diario?
¿Qué decía eso de él? Que no estaba preparado para tener una relación. O al menos, no esa clase de relación. Prometer a alguien amor incondicional, comprometerse a largo plazo eran cosas que se veía incapaz de hacer; que jamás podría hacer.
Finalmente se decidió por una botella de champán de la nevera que había junto al botellero. Aunque su matrimonio con Layla no fuera a ser un matrimonio en el sentido estricto de la palabra, sí deberían celebrar su esfuerzo conjunto para salvar Bellbrae.
Layla prefirió llevar los platos al comedor en el carrito de servicio en vez de arriesgarse a llevarlos en las manos. Por los injertos musculares que habían tenido que hacerle en la pierna después del accidente, al final del día solía notarla más débil y dolorida, y lo último que quería era volver a perder el equilibrio y necesitar de nuevo la ayuda de Logan. Bastante nerviosa estaba ya ante la idea de cenar a solas con él…
A su llegada a Bellbrae, años atrás, su tía Elsie, que estaba chapada a la antigua, siempre la había hecho comer y cenar en la cocina con ella, pero desde la muerte de la abuela de Logan las reglas se habían relajado porque a su abuelo no le gustaba almorzar y cenar solo. Sin embargo, nunca había cenado a solas con Logan.
De todas las estancias del castillo, el comedor pequeño era una de las favoritas de Layla. Las ventanas se asomaban al lago que había en la propiedad con las montañas como telón de fondo. Las cortinas estaban descorridas, y se veía el reflejo plateado de la luna en las oscuras aguas.
En ese momento Logan regresó de la bodega. Llevaba en la mano una botella de champán, y un par de copas altas en la otra.
–Creo recordar que te gustaba el champán, pero si prefieres vino…
–No, me encanta el champán –replicó ella–. ¿Pero no sería una pena desperdiciarlo en una cena de diario?
Logan dejó las copas en la mesa y se puso a quitarle el precinto de aluminio y el alambre al corcho.
–No es una cena de diario; vamos a celebrar que vamos a salvar Bellbrae –le dijo, antes de proceder a descorchar la botella y servir el champán. Luego, le tendió una de las copas y levantó la suya para hacer un brindis–: Por Bellbrae.
Los dos bebieron y Logan dejó su copa en la mesa para buscar algo en el bolsillo del pantalón.
–Tengo algo para ti –le dijo.
Sacó una cajita de terciopelo verde y se la tendió. Layla sabía qué había dentro. Había ayudado a su tía Elsie a guardar las cosas de la abuela de Logan, Margaret McLaughlin, cuando había muerto por las complicaciones derivadas de una intervención quirúrgica. Las hermosas joyas de la anciana habían fascinado a Layla de tal modo que en su adolescencia se había colado en la habitación más de una vez para admirarlas. Conocía la combinación de la caja fuerte donde se guardaban, y había llegado incluso a probarse algunas de las joyas y a mirarse en el espejo, fingiendo que era una princesa a punto de casarse con el príncipe azul de sus sueños.
Layla dejó su copa en la mesa, abrió la tapa de la caja y se quedó mirando el hermoso anillo de estilo art déco con docenas de pequeños diamantes. Alzó la vista hacia Logan.
–¿Seguro que quieres que lo lleve…? Era de tu abuela y… Bueno, como no va a ser un matrimonio de verdad…
–Mi abuela habría querido que lo tuvieras. Sentía un gran afecto por ti. Pruébatelo, a ver si te queda bien. Si no puedo hacer que lo ajusten.
Layla ya sabía que le quedaba bien, pero no se atrevió a revelar su secreto inconfesable. Sacó el anillo de la caja, algo decepcionada de que no fuera a ser Logan quien se lo pusiera en el dedo, como habría hecho un hombre enamorado con su prometida.
Pero entonces, como si le hubiera leído el pensamiento, Logan extendió la mano para que le diera el anillo.
–Deja que lo haga yo; me parece que es a mí a quien le corresponde hacerlo –le dijo en un tono extraño, como movido por una emoción que ella no sabría definir.
Layla le dio el anillo y contuvo el aliento cuando Logan tomó su mano. El solo contacto hizo que un cosquilleo eléctrico recorriera su piel. Logan