«Nena»… Detestaba aquella palabra porque era el apelativo que había usado su padre con su madre, el mismo que había pronunciado momentos antes de que el coche se estrellara contra el árbol.
Se levantó de la cama y fue hasta el ventanal, que se asomaba a la playa. Se rodeó la cintura con los brazos, intentando apartar aquellas perturbadoras imágenes que acudían a su mente cada vez que pensaba en el «accidente».
No, no había sido un accidente. Su padre había pretendido matarlos a los tres… y casi lo había conseguido. Su madre y él habían muerto en el acto, pero a ella la había salvado una conductora que había pasado por allí, una enfermera fuera de servicio que había controlado el sangrado de su pierna hasta que había llegado la ambulancia. En el hospital le habían dicho que había tenido mucha suerte, pero ella no lo sentía así.
Se concentró en la playa para no pensar en eso. Las aguas de color turquesa parecían estar llamándola, pero no había vuelto a nadar después de las sesiones de rehabilitación que había tenido que hacer tras el «accidente». Y no se imaginaba poniéndose un bañador; no soportaría atraer las miradas de la gente, muchas de lástima, y las preguntas invasivas.
Y, sin embargo, dejándose llevar por un impulso que no sabría explicar, había escogido un bañador el día que había comprado el vestido para la boda. Era un bañador de una pieza sin tirantes en color esmeralda, con un fruncido en la parte superior. También había comprado un pareo a juego. El bañador seguía dentro de la maleta; no se había molestado siquiera en sacarlo. Sacarlo habría sido como admitir para sus adentros que ansiaba darse un chapuzón, sentir la fresca caricia del océano, flotar como una pluma en su abrazo, sentir la libertad de moverse con naturalidad, en vez de renqueando, como cuando caminaba.
Layla entornó los ojos cuando vio a Logan caminando hacia la orilla. Se había puesto un bañador negro que resaltaba su físico atlético. Las mujeres giraban la cabeza al verlo, pero él parecía ajeno a todas las miradas. Se adentró en el agua hasta llegar a la zona que le cubría, y empezó a alejarse nadando con fuertes brazadas.
Layla se apartó de la ventana con un suspiro. Estaba en la hermosa isla de Maui con un hombre con el que acababa de casarse y para el que ella no era más que el medio para conseguir un fin.
Logan estaba de pie en la arena, secándose después del chapuzón que se había dado. A pesar del ejercicio, seguía irritado consigo mismo. Había pensado en invitar a Layla a ir a nadar con él, pero había acabado desechando la idea. Aquello no era una luna de miel de verdad; no tenían por qué pasar cada minuto del día juntos… por más que a él le hubiera gustado.
Cuando regresó a la villa, se encontró a Layla sentada en una tumbona en el patio. Iba vestida con unos vaqueros, una camisa de algodón blanca que llevaba por fuera y manoletinas. Un sombrero de ala ancha la protegía del sol. Al oírlo llegar levantó la vista de la revista que estaba hojeando y se bajó un poco las gafas de sol para mirarlo.
–¿Qué tal estaba el agua?
–Mojada.
Layla volvió a subirse las gafas.
–Qué gracioso. Ja, ja.
Logan se sentó en la tumbona de al lado, flexionó las rodillas y se las rodeó con los brazos.
–¿Has traído bañador? –le preguntó.
–Sí, pero no quiero ir a nadar –contestó ella en un tono áspero, casi maleducado, mirando hacia el mar–, así que no vuelvas a preguntarme.
–Si te preocupa que pueda dolerte la pierna…
Layla giró la cabeza con tal brusquedad que estuvo a punto de caérsele el sombrero y tuvo que sujetarlo y recolocárselo con una mano.
–Mira, tú pusiste tus reglas, así que yo voy a poner las mías: no me gusta nadar. Y no me gusta llevar biquinis ni pantalones cortos, ni faldas por encima de la rodilla. Así que, si esperas que lleve esa clase de ropa, te has casado con la persona equivocada –le espetó, antes de volver de nuevo la vista al frente.
Logan bajó las piernas de la tumbona, girándose hacia ella, y apoyó los brazos en las rodillas, escrutando las tensas facciones de Layla. Tenía los labios apretados, la barbilla levantada y la mirada fija en la distancia, aunque estaba seguro de que no estaba mirando nada.
–Layla, mírame –le dijo con suavidad.
Los dedos de ella se pusieron a juguetear con una hebra que sobresalía de la pernera de sus vaqueros.
–Ya sé lo que vas a decir, así que no te molestes.
–Muy bien, pues dime qué es lo que crees que voy a decir.
–Vas a decirme que es ridículo que me sienta cohibida por lo de la pierna, que debería llevar una vida normal y no preocuparme de lo que la gente pueda decir, o de que se me queden mirando y me hagan preguntas groseras. Pero tú eres tú y yo soy yo.
Logan se inclinó hacia delante para agarrarle la mano y la plantó en su rodilla, entrelazando sus dedos con los de ella.
–No tiene nada de ridículo que te sientas cohibida. Es desagradable tener algún defecto o una tara física que atraiga las miradas de la gente. Pero me preocupa que no estés disfrutando de la vida por lo que puedan pensar o decir los demás.
Layla intentó apartar su mano, pero él se lo impidió, apretando sus dedos contra los de ella. El calor de la palma de Layla contra su rodilla le hizo preguntarse cómo sería sentirlo en otras partes de su cuerpo. Algo en su entrepierna se animó, y sintió que una ola de calor lo recorría. Estaba perdiendo el control.
Antes de que pudiera contenerse, se llevó la mano de Layla a la boca y le besó los nudillos. Ella se estremeció como una hoja, se humedeció los labios y tragó saliva. Le quitó las gafas para poder mirarla a los ojos.
–No tienes que sentirte cohibida conmigo. Además, si esperamos convencer a Robbie y a otras personas de que este matrimonio es de verdad, tendrá que parecer que nos sentimos cómodos el uno con el otro. Aunque tengamos que fingir.
Ella lo miró con los ojos muy abiertos y parpadeó. Bajó la vista a sus labios y aspiró temblorosa por la boca.
–¿A qué te refieres?
Logan le giró la muñeca y se puso a acariciarle la palma con el pulgar.
–Pues a que habrá ocasiones en que tendremos que darnos muestras de afecto: tomarnos de la mano o besarnos en la mejilla o en los labios para aparentar. Si no lo hiciéramos resultaría raro.
–Está bien –murmuró ella, casi es un susurro–. Pero hace unas horas parecías bastante decidido a que no volviéramos a besarnos.
–No a menos que sea absolutamente necesario.
Layla enarcó las cejas en un gesto sarcástico.
–¿Y quién decide cuándo es necesario?
–Yo –contestó él, soltándole la mano y poniéndose de pie.
No iba a disculparse por ser tan rígido a ese respecto. Quería unos límites bien definidos; quería mantener el control en todo momento. Necesitaba mantener su deseo a raya.
Layla se sujetó el sombrero con la mano y echó la cabeza hacia atrás para mirarlo.
–¿Y eso te parece justo?
–Probablemente no lo sea, pero es lo que hay –contestó él. Recogió su toalla y se la colgó sobre los hombros–. Voy a darme una ducha. He reservado mesa en un restaurante para cenar, a las ocho. No está muy lejos de aquí así que podemos ir andando, pero si lo prefieres puedo pedir un taxi.
–No será necesario –replicó ella, herida en su orgullo, con chispas en los ojos.
Layla alisó con la mano una arruga del elegante mono negro con tirantes finos y pernera ancha que había escogido para