Los historiadores de los siglos XIX y XX reivindicaron la pervivencia de esos caracteres pluriseculares, o identidades nacionales. Y no deja de ser curioso que el gran historiador Fernand Braudel, autor de El Mediterráneo y el mundo mediterráneo en la época de Felipe II[3], y de Civilización material y capitalismo[4], dos obras maestras de lo que podríamos llamar «historia de las grandes estructuras», muriese cuando se hallaba publicando el primer volumen de su Identidad de Francia[5]. Esos caracteres y el relato nacional es lo que constituirá la base de la enseñanza de historia en todos los países del mundo, como había señalado Marc Ferro en Cómo se cuenta la historia a los niños en el mundo entero[6].
Son los grandes historiadores los que articulan ese relato seleccionando etapas, personajes, hechos y episodios gloriosos para cada época. Por eso nuestras fuentes, en sentido estricto, serán las grandes Historias de España, desde Alfonso X, pasando por Juan de Mariana (1592), hasta Juan Francisco Masdeu (1783-1805), Modesto Lafuente (1850-1867), Miguel Morayta (1886-1896) o Rafael Altamira (1900-1911). Son esas historias globales el objeto de nuestro interés por dos razones. Primero, porque solo en su gran extensión se puede dar cuenta de un devenir histórico plurisecular, y en segundo lugar porque en ellas se crean los modelos monárquico-tradicional, basado en reyes y dinastías, o nacional-católico, liberal, y jurídico social. Junto a esas grandes obras también merecerán ser dignas de consideración obras como las introducciones de nuestro gran filólogo Ramón Menéndez Pidal, Los españoles en la historia[7], y Los españoles en la literatura[8]. No en vano fue el primer gran coordinador de la monumental Historia de España, que lleva su nombre, y el más grande estudioso de la figura del Mío Cid, el gran protagonista de la épica castellana y española.
En nuestro recorrido nos vamos a encontrar con diferentes tipos de traiciones y traidores. Todos ellos tienen en común su falta de fidelidad a un pueblo, o a los valores e ideales de un reino, una religión o una nación. Los más evidentes son los traidores protagonistas de hechos de armas, como ocurre en las historias de Viriato, Sertorio, o de las ciudades de Sagunto y Numancia. Serán ellos héroes paradigmáticos y modelos que imitar y aparecerán hasta la saciedad en las grandes y pequeñas historias, en los manuales infantiles y en la literatura, la música y los grandes cuadros históricos del Romanticismo español, utilizados luego muchas veces como ilustraciones de los libros de historia.
Pero junto a estos héroes y traidores de la épica, que desarrollan sus acciones en los campos de batalla, también tendremos a los traidores en la religión (como ocurre en las historias del abad don Juan de Montemayor o la Condesa traidora), a los renegados. Y con ellos a los eternos enemigos emboscados, los judíos primero, los conversos y marranos después, sobre los que siempre recayó la sombra de la sospecha y la traición y contra los que se creó, o recreó, la Inquisición española, por los menos si seguimos la hipótesis del monumental libro de Benzion Netanyahu[9].
La traición y los traidores también se verán ilustrados en el caso de las luchas dentro de una casa real, como ocurre con la figura de don Carlos, y de modo casi paroxístico en Fernando VII, o bien dentro de una Corte, como en el caso de Antonio Pérez. Pero también en el caso de grandes movimientos sociales, como las Comunidades de Castilla, o las rebeliones sucesivas de los catalanes y el nacimiento de la identidad vasca y gallega.
Por último, junto a traidores en el campo de batalla, la Corte y la Dinastía, la Iglesia y el pueblo como colectividad, tendremos a los nuevos traidores por su ideología: ya sean ilustrados, masones o afrancesados. Ellos inauguran una nueva época con la que pondremos fin a nuestro relato, centrado en España, y que deja deliberadamente de lado los episodios de grandes traiciones en el Nuevo Mundo, como las de Cortés y Lope de Aguirre, por dos razones[10]. En primer lugar, porque no tuvieron grandes consecuencias históricas en lo que se refiere a la monarquía hispánica en sus territorios peninsulares, y en segundo lugar porque ocupan papeles muy secundarios en las grandes Historias de España. No estamos cuestionando con esto su trascendencia histórica, sino que simplemente decimos que no gozaron de la relevancia suficiente para que historiadores como Modesto Lafuente, Miguel Morayta o Rafael Altamira, que en última instancia, debemos recordar, serán las fuentes de las que beberemos, y los que crearán la imagen canónica del pasado español, les dedicasen capítulos enteros, como sí sucede en la mayoría de los temas que analiza el presente libro.
Hablaremos sobre cuestiones tan problemáticas y complejas como la nación y el nacionalismo, nos referiremos a la existencia de un «carácter nacional español» que se mantiene secularmente como depositario de las esencias patrias, y nos adentraremos, en definitiva, en el largo periodo que se extiende desde la Antigüedad hasta la época de Fernando VII. Como parece razonable, es posible que haya datos incompletos, temas que merecerían una mayor profundización o aspectos sobre determinadas cuestiones que quizá para un experto en la materia pudieran ser elementales. Si no lo hacemos no es porque consideremos que sea ocioso o irrelevante, sino porque de lo que se trata es de ofrecer una visión global de un determinado tema, como es el de la traición en la historiografía española.
Concluiremos nuestro relato con el primer tercio del siglo XX, con excepción del apéndice sobre el nacionalismo gallego, porque ahí remata su Historia general Modesto Lafuente (Rafael Altamira lo hará en el siglo XIX). Y porque con el nacimiento del sistema parlamentario se reconoce, de forma más o menos completa, que el gobierno siempre ha de tener una oposición legal, y leal, y que esa oposición, basada en una ideología, o varias antagónicas con la gobernante, ya no es traidora, sino justa rival.
Hemos llevado a cabo nuestro estudio, como decía Quintiliano, el gran tratadista de la retórica antigua, ad narradum, pues eso corresponde a la historia, y no ad explicandum, como corresponde a la filosofía. Por eso seguimos fielmente a nuestras fuentes y hablamos de los episodios y personas cuya importancia ellas destacan. Nuestros historiadores han explicado a la vez que narraban. No hubo en ellos grandes modelos políticos, jurídicos o filosóficos explícitos, aunque sí implícitos, sobre lo que fue la fidelidad al rey, el pueblo o la religión. Sus lectores también lo daban por sabido. Y fueron precisamente esos valores compartidos entre autores y lectores los que dieron credibilidad, reconocimiento y fuerza a esas historias de España, en las que durante siglos cientos de miles de personas tuvieron la sensación de que de te fabula narratur, de que allí se estaba hablando de ellos mismos y de su vida en el tiempo pasado, pero también en el presente y futuro, porque la historia de su país les ofrecía modelos y ejemplos que seguir.
¿Fue esa selección reiterativa y sistemática de tantos episodios de traición bélica, política, religiosa, ideológica y cultural la maldición que persiguió durante siglos a los españoles y los dejó marcados como un pueblo cainita? ¿O fue más bien el lema, que en el franquismo llegó a su caricatura con la secular conjura judeo-masónica y marxista, de quienes siempre quisieron apagar la luz de la libertad para asegurar mejor su dominio? En la historia yacerá la respuesta.
PLANTEAMIENTO METODOLÓGICO
Es bien sabido que el siglo XX fue el gran siglo de la Historia. Es en este siglo y en una región concreta, Europa, cuando y donde se constituirá este saber como ciencia, en gran medida gracias al cambio en la noción de documento. El documento histórico pasará de ser considerado entre aquellos objetos con cierto prestigio, o sagrados, a comprenderse como un objeto que, además de proporcionar un cierto signo de distinción, ofrecerá información