Traza Giner, siguiendo muy de cerca a Krause, las diferencias individuales relativas al sexo: el hombre se caracteriza por su tendencia a afirmarse frente al mundo, mientras que la mujer es más proclive a replegarse; por ello el varón «representa el elemento impulsivo, progresivo, innovador, reformista» frente al espíritu femenino, más adherido a la tradición y a la conservación de lo existente. Asimismo, la inteligencia domina en el hombre, el sentimiento en la mujer; de ahí que el varón prefiera las actividades científicas y la mujer las artísticas. El hombre, por su parte, posee mayor capacidad para la abstracción, mientras que la mujer propende a interesarse por lo individual y concreto.
De estos antagonismos se deriva un diferente modo de entender la vida que ambos sexos han de desarrollar hasta el máximo de sus posibilidades porque, aunque distinto, es complementario y halla su sublimación en el matrimonio.
Esta concepción del sexo como oposición primaria entre los individuos, divergente y a la vez complementaria, muy deudora de Krause y Sanz del Río, es desarrollada con mayor amplitud por Giner en sus Principios de Derecho Natural, publicados en 1874. El matrimonio es precisamente la institución que armoniza la oposición de los sexos, originando una nueva personalidad entre los cónyuges, personalidad que ha de cimentarse en la «igualdad» jurídica de ambos y en su mutuo consentimiento; aunque con grandes precauciones y admitiendo que el matrimonio es por naturaleza indisoluble, no debe prolongarse cuando sus fines de convivencia enriquecedora y procreación no se realizan.
La familia, fundada por el matrimonio, armoniza todas las oposiciones fundamentales entre los individuos: sexo, edad, carácter, profesión…, de ahí su importancia como «primera personalidad social». Conforme a la naturaleza de la familia, la patria potestad (o poder de los padres sobre la vida jurídica de los hijos) corresponde por igual al padre y a la madre; partiendo de esta inicial igualdad, hay una diferencia de funciones domésticas: la madre ha de encargarse de la educación moral de los hijos, el padre de la profesional; aquélla de las hijas, éste de los hijos; ella de los niños pequeños, él de los adolescentes y jóvenes; «tiene en fin la madre preferencia en las funciones de la educación interior, y el padre en las que se refieren a la exterior y de relación social»[62].
Vemos así cómo, en la esfera del Derecho Natural referente al matrimonio y la familia, Giner contempla la sublimación de las oposiciones hombre/mujer mediante el desempeño de funciones distintas pero complementarias, y cualitativamente de igual trascendencia social. La mujer (esposa, madre…) tiene un papel importante que desempeñar, una misión «natural» que cumplir, cuyo resultado es incierto dada la imperfección de las leyes humanas, que menosprecian la función de la mujer y producen así grandes males.
Un ejemplo de error legal es la prohibición de investigar la paternidad natural, establecida por el Código Napoleónico, fuente de sangrantes injusticias contra la mujer abandonada y el hijo ilegítimo. Giner clama contra una situación muy arraigada en la sociedad española:
¡Se necesita conocer bien a fondo el peso de la tradición para comprender cómo, en tiempos que con razón se ufanan de haber proclamado la presunta inocencia de todo hombre, y aun del reo sospechoso, y hasta del reincidente, mientras no se demuestre su culpabilidad…, haya todavía quien se admire de que pueda presumirse la honradez ulterior de la mujer seducida y exigirse al seductor pruebe lo contrario![63].
El desajuste proviene de una larga tradición que desconfía instintivamente de la virtud de la mujer al tiempo que regala al hombre verdadera patente de corso en este sentido, sancionando así una doble moral, repulsiva a las aspiraciones armónicas krausistas.
Además de su situación jurídica, preocupó a Giner la educación de la mujer española; por ello no pudo menos que aplaudir las reformas de la Escuela Normal Central de Maestras llevadas a cabo por Albareda[64], en las que ve la huella del ejemplo dado por Fernando de Castro; tampoco pudo evitar lamentarse cuando estas reformas cambiaron de signo por obra del moderado Pidal[65].
El modelo de la Escuela Normal Superior era, para Giner, el francés de Fontenay-aux-Roses, femenino, y Saint-Cloud, masculino. Ambos centros impartían un programa de dos cursos, dividido en dos secciones paralelas, Ciencias y Letras, y en régimen de internado gratuito; con un profesorado de excepcional categoría intelectual (Bréal, Buisson, Fustel de Coulanges, Compayré, Vidal de la Blache…), los resultados eran muy alentadores. Don Francisco visitó personalmente la Escuela de Fontenay en su viaje a Francia de 1886; este establecimiento, dirigido por el pedagogo Pécaut, lo impresionó favorablemente por su despliegue de medios materiales y educativos y por su espíritu elevado y noble, y no dejó de tenerlo siempre en mente como punto de referencia cuando se trataba de la formación del magisterio[66].
Otro punto defendido tenazmente por Giner es el de la coeducación de los sexos: la Institución la impondrá en sus escuelas y colonias de vacaciones en los años noventa del siglo XIX, como resorte para formar el carácter moral y asegurar la pureza de costumbres; la idea era comenzar por instaurarla en el nivel de párvulos y progresar gradualmente hasta las secciones superiores. Don Francisco y, con él, los restantes institucionistas consideraban nocivo separar a los sexos en la escuela de manera artificial; antes bien, la convivencia en las aulas era una base indispensable para cimentar el futuro respeto mutuo entre hombres y mujeres. No obstante, y por obvias razones, el número de niñas fue siempre muy pequeño, minoritario, en la escuela del paseo del Obelisco[67].
Asimismo, Giner se mostró partidario de permitir a las muchachas seguir carreras universitarias, y admiró los progresos realizados en este terreno por Inglaterra y Estados Unidos, criticando en cambio el retraso de Alemania, donde circulaban una serie de prejuicios científicos sobre la menor capacidad de la mujer y su fragilidad nerviosa, incompatible con los estudios serios[68].
Giner fue, según Emilia Pardo Bazán, «resueltamente feminista»[69], pues se interesaba en alto grado por «todo lo que atañía al mejoramiento de la condición de la mujer». Este feminismo gineriano es descrito en detalle por una mujer que tuvo ocasión de tratar a don Francisco asiduamente, Alice Pestana:
Las mujeres debiéronle mucho, aunque parecía algunas veces que las distinguía con una severidad excepcional. No conocí nunca feminista más sincero ni más radical. Pero este feminismo arrancaba de un precepto fundamental: no perder tiempo jamás; no gastar fuerzas batallando por lograr leyes de igualdad, que no pueden convenir en casos desiguales; trabajar, hacer resueltamente, entrar de pleno en la vida por todos los caminos abiertos; otros, sin que quepa la menor duda, se irán abriendo delante de aptitudes comprobadas […][70].
La mujer, más postergada que el hombre en nuestro país, mereció su atención en cuanto «femenina mitad», cuya rehabilitación es necesaria para lograr el «ideal de la humanidad» a que tendían los krausistas; la defendió como maestra idónea de la primera infancia, se preocupó por sus perspectivas profesionales (de ahí su participación activa en las empresas educativas de la Asociación para la Enseñanza de la Mujer y su admiración por los establecimientos de enseñanza superior femenina de otros países) y por su preparación para la convivencia saludable y sin trabas junto al hombre (y, así, abogó por la coeducación).
José Castillejo matiza el interés de Giner por la educación de la mujer, dándole sentido distinto al de Emilia Pardo Bazán o Alice Pestana, sin duda por prejuicios en cuanto al término «feminismo». Y así dice:
Giner deseaba la coeducación