Las conferencias fueron sazonadas por lecturas de ensayos y poemas (de Valera, Hartzenbusch, Núñez de Arce, Campoamor…). De tono muy desigual, como corresponde a la variedad de oradores, su mérito fundamental es el de haber franqueado a las mujeres las selectivas puertas de la universidad, aunque fuera en domingo. Sin moverse de lo tradicional, reincidiendo muchas de ellas en un paternalismo más protector y afable que en un verdadero afán educativo, destacan no obstante algunas por su seriedad.
Fernando de Castro, en el discurso inaugural, compendia el ideal krausista sobre la educación de la mujer: expresa el propósito de contribuir al perfeccionamiento de la mujer, necesario para el avance de la naturaleza humana; para lograrlo, el camino más seguro es la reforma de la educación. El paradigma femenino es para él la mujer fuerte del Libro de los Proverbios, a cuya imitación han de tender todas las mujeres; teniendo en cuenta que el fin primordial de éstas es el hogar (o sea, el matrimonio y la maternidad), su formación ha de constar de materias que la preparen para su conveniente desempeño: Religión y Moral, Higiene, Medicina y Economía Domésticas, Labores propias del sexo y Bellas Artes, complementadas por Pedagogía, Geografía e Historia, Ciencias Naturales, Lengua y Literatura y Nociones de Legislación.
Con este programa formativo la mujer de su casa estará en condiciones de instruir adecuadamente a sus hijos y salvar el abismo intelectual que la separa del hombre, abismo en el que muchas veces crece la simiente de la corrupción y la inmoralidad.
Dibuja Castro la figura de una mujer providencial que contribuya a la recomposición armónica de una sociedad entonces rota y desangrada por las luchas políticas, que estimule al hombre sin mancharse en los aconteceres extradomésticos, que aprenda lo imprescindible para ser útil a su entorno pero no tanto como para cuestionarlo.
Esta serie de conferencias alcanzó gran éxito; convertidas en pretexto de exhibición para el Madrid elegante, los organizadores decidieron imprimirles otro carácter, de manera que sólo asistiesen a las disertaciones las mujeres deseosas de instruirse seriamente. Así, al siguiente curso, las conferencias se agruparon en ciclos temáticos de contenido elemental.
Sobre esta base, el 1 de diciembre de 1869 Fernando de Castro inauguró el curso de la Escuela de Institutrices, instalada provisionalmente en locales cedidos por la Escuela Normal Central de Maestras; las jóvenes asistentes recibían clases de Física e Historia Natural, Francés, Cosmografía, Economía Política, Literatura Española, Dibujo y Música. En junio de 1870 se examinaron seis muchachas ante un tribunal que admiró su aprovechamiento. Visto el éxito, Fernando de Castro pensó en consolidar la obra y dio un nuevo y más decidido paso adelante con la creación de la Asociación para la Enseñanza de la Mujer.
Asociación para la Enseñanza de la Mujer
Nace el 1 de octubre de 1870 en Madrid por iniciativa de Fernando de Castro; se establece definitivamente el 11 de junio de 1871, cuando se acuerdan sus bases organizativas y se nombra una junta rectora. Su objeto primordial es «contribuir al fomento de la educación e instrucción de la mujer en todas las esferas y condiciones de la vida social»[18].
Para ello proyecta crear establecimientos de enseñanza, organizar ciclos de conferencias y emplear todo tipo de medios instructivos. Ocupó la presidencia Fernando de Castro y, a su muerte en 1874, Manuel Ruiz de Quevedo; la vicepresidencia correspondió a Manuel M.a José de Galdo.
El modelo sobre el que se calcó la Asociación para la Enseñanza de la Mujer fue la Lette-Verein, establecida en 1866 en Berlín. La Lette-Verein contaba con escuelas de Comercio, Dibujo, Pintura sobre Porcelana, Modelado, Cajistas de Imprenta, Ampliación de Conocimientos Elementales, de Oficios y Trabajos Artísticos e Instituto para Exámenes de Maestras. Esta institución alemana poseía asimismo una bien surtida biblioteca, una pensión para alojar a mujeres a precios módicos, una fundación para sufragar las matrículas y manutención de las alumnas necesitadas, una agencia de colocaciones, un montepío encargado de hacer préstamos a bajo interés y de vender a plazos objetos de utilidad para el trabajo femenino (como máquinas de coser) y un bazar para vender objetos realizados por mujeres.
Tan completo modelo sirvió de estímulo a la Asociación madrileña, que partió de la inicial Escuela de Institutrices y, paulatinamente, fue ampliando el abanico de enseñanzas impartidas, con un sentido cada vez más práctico y profesional[19].
La Escuela de Institutrices ofrecía un plan de estudios de tres años, con asignaturas como Aritmética, Geometría, Ampliación de Gramática, Antropología (primer curso); Física y Química, Geología y Mineralogía, Deberes Morales de la Mujer en la Sociedad y en la Familia (segundo curso); Botánica y Zoología, Pedagogía (tercer curso), etcétera.
El programa de la Escuela de Institutrices era mucho más completo que el de la Escuela Normal Central de Maestras, limitado a las materias de Catecismo e Historia Sagrada, Lectura, Escritura, Gramática, Aritmética, Geografía e Historia y Enseñanzas Domésticas[20]; dicho programa sirvió de pauta para la reforma de la Escuela oficial realizada por Albareda en 1882[21].
No conforme la Asociación con proporcionar a las jóvenes una preparación completa para el magisterio, profesión considerada muy propia y conforme con la naturaleza maternal de la mujer, fue más allá y abrió nuevas escuelas con diferente perspectiva profesional: una sección de Idiomas (Italiano, Inglés, Alemán y ampliación de Francés) y Música en 1878, una Escuela de Comercio también en 1878, otra de Correos y Telégrafos en 1883, una escuela primaria en 1884, otra de profesoras de párvulos y clases especiales como Dibujo del Yeso y Pintura.
El plan de estudios de la Escuela de Comercio abarcaba dos cursos y ofrecía a las jóvenes una preparación sólida para dedicarse a actividades mercantiles en oficinas y almacenes. Ya no se educaba a la mujer con vistas a la inevitable «carrera» del matrimonio o a la sublime «dedicación» del magisterio, sino para colaborar con el hombre en cuestiones prácticas. En esta dirección abundaba la Escuela de Correos y Telégrafos, cuyo plan de estudios constaba también de dos cursos, tenazmente defendida por Manuel Ruiz de Quevedo y Rafael Torres Campos.
La Escuela de Profesoras de Párvulos fue otra novedad; el método pedagógico impartido en ella era el de Fröbel, complementado con el aprendizaje de materias como Fisiología y Psicología del Niño, Dibujo y Modelado, Música y Canto, Gimnasia, etc., en dos cursos.
La Asociación, popularmente conocida en Madrid como «Institución-Castro», pronto alcanzó gran éxito: en los cursos de 1882 a 1884 el conjunto de alumnas matriculadas ascendió a 851. Instalada desde 1880 en la casa número 14 de la calle de la Bolsa, desde 1892 contó con un edificio propio y bien acondicionado en la calle de San Mateo.
Sostenida con las cuotas de los socios, desde 1880 recibió (aunque no con continuidad) subvenciones oficiales de la Dirección General de Instrucción Pública, el Ministerio de Fomento, la Diputación Provincial de Madrid y el Ayuntamiento capitalino; contó también con ayuda de instituciones como el Círculo de la Unión Mercantil, la Sociedad Económica Matritense, el Instituto Geográfico y Estadístico, el Ateneo Científico y Literario, varias compañías ferroviarias, etcétera.
Fueron profesores de la Asociación catedráticos de la universidad de Madrid; entre ellos, Francisco Giner de los Ríos, Gumersindo de Azcárate, Manuel M.a del Valle, Juan Facundo Riaño; hombres de destacada solvencia profesional como José M.a Pontes, secretario general de la Liga contra la Ignorancia; José A. Rebolledo, profesor de la Escuela de Ingenieros de Caminos; Rafael Torres Campos, secretario general de la Sociedad Geográfica Comercial; Joaquín Sama; Ilirio Guimerá; etc. Entre las profesoras, se hallaban algunas de la Escuela Normal Central, como Casilda Mexía, Concepción Saiz Otero, Carlota Mesa, etcétera.
La Asociación para la Enseñanza de la Mujer ofrecía la mejor y más variada educación que una joven podía recibir en España en el último cuarto del siglo XIX,