El cocinero de su majestad: Memorias del tiempo de Felipe III. Manuel Fernández y González. Читать онлайн. Newlib. NEWLIB.NET

Автор: Manuel Fernández y González
Издательство: Bookwire
Серия:
Жанр произведения: Языкознание
Год издания: 0
isbn: 4057664109354
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y sin duda también porque el caballero de Santiago se mostraba amigo del de la capilla parda, no se les ocurrió ni una palabra que decirle.

      Entre tanto murmuraba Quevedo, subiendo lentamente las escaleras:

      —Para entrar en todas partes, sirve una cruz sobre el pecho; mas para salir de algunas, sólo sirve cruz de acero.

      —¿Qué decís?—le preguntó Juan Montiño.

      —Digo que al entrar aquí, no somos hombres.

      —¿Pues qué somos?

      —Ratones.

      —¿Supongo que mi tío no será el gato?

      —No, porque vuestro tío es comadreja.

      —¿Dónde vais, caballero?—dijo á Quevedo un criado de escalera arriba.

      Quevedo no contestó, y siguió andando.

      —¿No oís? ¿dónde vais?—repitió el sirviente.

      —¿No lo veis? voy adelante—contestó sin volver siquiera la cabeza Quevedo.

      —Perdonad—dijo el lacayo, que alcanzó á ver en aquel momento la cruz de Santiago en el ferreruelo de don Francisco.

      Entraron en una magnífica antecámara estrellada de luces y llena de lacayos.

      El lujo de aquella antecámara en la casa de un ministro, era escandaloso: alfombras, cuadros de Tiziano, de Rafael, de Pantoja, del Giotto; tapicerías flamencas; lámparas admirables; puertas de las maderas más preciosas, incrustadas de metales; estatuas antiguas; un tesoro, en fin, invertido en objetos artísticos.

      Una antecámara alhajada de tal modo, era un deslumbrante prólogo que hacía presentir verdaderas maravillas en las habitaciones principales.

      —¡He aquí, he aquí el sumidero de España!—murmuró entre su embozo Quevedo—; ¡ah don ladrón ministro! ¡ah sanguijuela rabiosa! ¡Tántalo de oro! ¡chupador eterno! ¡para qué se han hecho los dogales!

      Y adelantó.

      —Oíd—dijo Quevedo á uno que atravesaba la antecámara, llevando una fuente vacía.

      —¿Qué me mandáis, señor?—contestó deteniéndose el lacayo.

      —Llevad á este hidalgo á donde está su tío.

      —Perdonad, señor; pero ¿quién es el tío de este hidalgo?

      —El cocinero del rey.

      —Seguidme—dijo el joven á Quevedo, estrechándole la mano.

      —Nos veremos—contestó Quevedo.

      —¿Dónde?

      —Adiós.

      —¿Pero dónde?

      —Nos veremos.

      Y volviendo la espalda al sobrino de su tío, se embozó en su ferreruelo, y se fué derecho á un maestresala que cruzaba por la antecámara.

      Al ver el maestresala que se le venía encima una figura negra y embozada, donde todos estaban descubiertos, dió un paso atrás.

      —No soy dueña—dijo Quevedo.

      —¿Qué queréis?—dijo el maestresala con acento destemplado.

      —Decid á su excelencia, vuestro amo, que soy la duquesa de Gandía.

      Dió otro paso atrás el maestresala.

      —Mirad—dijo Quevedo ganando aquel paso.

      Y mostró al maestresala el sobrescrito de la carta que le había dado la de Lemos.

      —Acabáramos—dijo el maestresala—; con haber dicho que teníais que entregar á su excelencia en propia mano...

      —Esta carta viene sola.

      Miró con una creciente extrañeza el maestresala al bulto que tenía delante, y se entró por una puerta inmediata.

      Poco después volvió y dijo á Quevedo:

      —Podéis seguirme.

      —Sí puedo—dijo don Francisco; y tiró adelante, siguiendo al maestresala, que después de haber atravesado algunas habitaciones más suntuosas y mejor alhajadas que las de palacio, abrió con un llavín una mampara, y dijo á Quevedo:

      —Pasad y esperad; mi señor me manda rogaros le perdonéis si tardare.

      Y el maestresala cerró la mampara.

      —¡Perdonar! veré si perdono—dijo Quevedo adelantando, meditabundo, en la habitación donde le habían dejado encerrado—; ¡esperar! sí... tal vez... espero... espero... he entrado con buena suerte en Madrid... y vamos... sí... yo no creía... me ha puesto de buen humor esta pobre condesa, y he encontrado á ese noble joven por quien únicamente vengo á Madrid. ¡Casualidades! una mujer que puede servirme, un joven á quien tengo el deber de servir, y una carta que no sé lo que contiene, pero que veré leer; y ver leer, cuando se sabe ver, es lo mismo que leer ó mejor... ¡pues bien, mejor! y la tapada que ha acompañado ese valiente Juan... y las estocadas de ese caballero con don Rodrigo Calderón... ¡enredo! ¡enredo! ¡y del enredo dos cabos cogidos! esta misma espera me ayuda; esperemos, pero esperemos pensando.

      Y Quevedo se embozó perfectamente en su ferreruelo, se sentó en un sillón, apoyó las manos en sus brazos, reclinó la cabeza en su respaldo y extendió las piernas, después de lo cual quedó inmóvil y en silencio.

       Índice

      ¡SIN DINERO Y SIN CAMISAS!

      El lacayo que guiaba á Juan Montiño le llevó por un corredor á una gran habitación donde, sobre mesas cubiertas de manteles, se veían platos de vianda.

      En aquella habitación se veían además lacayos que iban y venían, entre los cuales, como un rey entre sus vasallos, se veía un hombrecillo vestido de negro con un traje nuevo de paño fino de Segovia, observándose que en las mangas ajustadas de su ropilla faltaban los puños blancos.

      Este hombre tomaba los platos de sobre las mesas, los entregaba á los lacayos, decíales la manera que habían de tener para llevarlos y servirlos, y no paraba un momento, yendo de una mesa á la otra con una actividad febril, con entusiasmo, casi con orgullo, como un general que manda á sus soldados en un día de batalla.

      Aproximándose más á este hombre se notaba: primero, que tenía cincuenta y más años; segundo, que tenía los cabellos mitad canos, mitad rubio panocha; tercero, que su fisonomía marcaba á un tiempo el recelo, la avaricia y la astucia; cuarto, que á pesar de todo esto, había en aquel semblante esa expresión indudable que revela al hombre de bien; quinto, que era rígido, minucioso é intransigible con las faltas de sus dependientes en el desempeño de su oficio; sexto y último, que emanaba de él cierta conciencia de potestad, de valimiento, de fuerza, que le daba todo el aspecto de un personaje sui generis.

      Por lo demás, este hombre tenía la cabeza pequeña, el cuerpo enjuto y apenas de cuatro pies de altura; el semblante blanco, mate y surcado por arrugas poco profundas, pero numerosas; la frente cuadrada, las cejas casi rectas, los ojos pequeños, grises y sumamente móviles; la nariz afilada; la boca larga y de labios sutiles, y la barba, mejor dicho, el pelo de la barba, cano, lo que podía notarse en su bigote y su perilla, porque el resto estaba cuidadosamente afeitado.

      A este hombre llegó el lacayo conductor del joven, que había quedado á poca distancia, y le dijo:

      —¡Señor Francisco Montiño!...

      —¡En, dejadme en paz!, no os toca á vos—dijo el señor Francisco tomando una fuente