– ¿Y dónde está la sultana? esclamó con cierta alegría Bekralbayda, porque amaba á Wadah.
– Te espera en tu cámara, señora, contestó el esclavo.
Bekralbayda se encaminó precipitadamente hácia su cámara.
En ella, sentada en el divan que servia de lecho, estaba Wadah, indolente, hermosa, mas hermosa que nunca, y muy sencillamente vestida.
Al ver á Bekralbayda, se levantó, corrió á ella y la besó en la boca.
– ¡Oh! esclamó: ¡qué hermosa estás, hija mia! ¡cuánto he sufrido desde el dia en que te sacaron del palacio del Gallo de viento! porque yo te amo, ya lo sabes.
– ¡Ah, señora! esclamó Bekralbayda: ¡y vienes á visitar á tu esclava!
– ¡Esclava! ¡no! ¡tú no eres esclava! ¡tú eres sultana! escucha; vengo á revelarte un secreto que te va á llenar de placer: el rey…
Bekralbayda palideció.
– ¡Oh! ¡y cómo le ama! pensó Wadah conteniendo mal su celosa rabia: el rey piensa casarte… con…
– ¿Con quién?.. esclamó pálida Bekralbayda.
– Con mi hijo: respondió la sultana.
– ¡Con tu hijo! ¡con el príncipe Juzef-Abdallah!
– ¿Qué, no te parece bastante hermoso mi hijo?..
– ¡Ah! ¡sí! si señora, pero es muy jóven… demasiado jóven.
– ¡Ah! ¿tú quisieras para esposo un hombre de la edad de su padre?
– Yo… no… ya es demasiado.
– ¡Jóven el uno! ¡el otro viejo!
– ¿Pero qué importa eso, señora? ¿por qué ha de pensar el rey en casarme? te equivocas… te equivocas… sultana: yo sé que el rey no quiere casarme con nadie.
– ¡Ah! ¡no quiere casarte con nadie! ¡pues mira, yo habia creido!.. el otro dia me dijo: Wadah, estoy pensando en casar á nuestro hijo. – ¿Y con quién, señor? – Con una doncella jóven, hermosa, pura, á quien tú conoces. – ¿Que yo conozco? – Sí, pero quiero sorprenderte y no te diré su nombre. – Y no me lo dijo: pero al dia siguiente te sacó del alcázar, y te trajo á este otro alcázar: puso junto á tí eunucos, esclavos y guardas… magestad de sultana, y yo… yo creí que era porque te destinaba á nuestro hijo… al príncipe Juzef. ¡Y no amas tú á mi hijo!
– ¡Ah, señora! le respeto… pero amarle… no.
– ¿Y á quién amas?
– Yo… á nadie.
– ¡A nadie!.. ¿y el estado en que te encuentras, pobre niña?
Y la mirada de Wadah se fijó de una manera marcada en Bekralbayda.
La pobre jóven se cubrió el rostro con las manos.
– Ha sido una violencia, una horrible violencia…
– ¡Del rey!
– ¡Del rey! esclamó asombrada Bekralbayda.
– ¿Por qué tiemblas?..
– Has dicho que el rey…
– Es tu amante.
– No; no; y cien veces no.
Wadah habia dejado al fin su continente tranquilo.
Sus ojos arrojaban llamas.
Estaba trémula de cólera.
– ¿Pues si no ha sido el rey, quién ha sido? añadió con la voz opaca por los celos y por el ódio Wadah.
– ¿Pero qué te he hecho, señora, para que me trates así? esclamó Bekralbayda.
– ¿Qué me has hecho? ¿qué me has hecho? ¿Pues no te ama el rey Nazar?
– ¡Dios mio!
– ¿No eres tú su esclava querida?
– Soy su esclava… sí, es verdad, pero…
– No, tú no eres su esclava: tú eres su señora.
– Yo… ¿pero tú estas loca, sultana?
– ¡Loca! ¡loca! ¡sí, es verdad! ¡loca de celos! ¿sabes tú quién soy yo?
– ¡Ah! ¡Dios mio! esclamó Bekralbayda levantándose y pretendiendo huir.
Wadah la asió de un brazo y la atrajo á sí:
– ¡Socorro! gritó la jóven: ¡socorredme!.. ¡libradme de esta muger!
– Nadie puede oirte: están cerradas las puertas y los que te sirven alejados; nadie te oirá.
– ¡Oh! ¡Señor, Señor de misericordia! esclamó la jóven cayendo de rodillas.
– Sí, sí, prostérnate, dijo Wadah; porque así debes estar delante de mí: delante de la esposa á quien has injuriado.
– Yo os juro que no amo al rey.
– Pero él te ama.
– Yo no puedo impedirlo.
– Pero no se ama á los muertos.
– ¡Ah! ¡qué dices! ¡pero no, tú no piensas así!.. ¡tú no quieres asesinarme!.. ¿no es verdad? yo no tengo la culpa… no… yo no amo al rey… yo no he sido suya… no puedo ser suya… antes la muerte… no… no puedo ser suya.
– Te obligará.
– ¡Oh! ¡no! porque si quiere violentarme, yo le diré: soy amante del príncipe Mohammet: el hijo que llevo en mis entrañas es tu nieto.
– ¡Mientes! ¡mientes! ¡quieres salvarte! ¿qué? ¿no te he visto yo perderte en los bosquecillos con el rey?
– Pero yo no tengo la culpa…
– Escucha: en otro tiempo otra muger me disputaba los amores de Nazar… yo maté á aquella muger.
– ¡Oh, Dios mio!
– Pero la maté á puñaladas y su sangre…
Wadah se detuvo.
– Yo veo su sangre corriendo siempre delante de mí como un torrente: yo me estremezco de noche y me tapo la cabeza para que no caiga sobre ella la sangre de aquella muger, la sangre de Leila-Radhyah. Yo no quiero ver mas sangre y no te mataré á puñaladas.
– ¡Matarme! ¡matarme! ¡pero eso no puede ser! señora… no… yo te amaba…
– ¡Que me amabas!
– Sí… como amaría á mi madre.
– ¡A tu madre! ¡á tu madre! ¡Oh! yo tenia una hija: una hija que tendria tu misma edad: y aquella miserable Leila-Radhyah la mató… la mató: yo encontré sus ropas ensangrentadas… por eso maté á esa miserable muger que se me presenta todavía á cada paso delante de los ojos, hermosa y pálida como un espectro… por eso la dí de puñaladas: pero á tí no: yo te mataré de modo que no salga fuera de tu cuerpo una sola gota de sangre… no… tú no te presentarás ante mí en mis sueños, en mis soledades, roja de los pies á la cabeza… yo soy sábia… yo conozco las yerbas que matan y las yerbas que enloquecen: mira.
Y mostró á Bekralbayda un frasquito de oro.
– ¡Ah! ¿y qué es eso?.. esclamó aterrada la jóven.
– Esto… esto es… mira, tú beberás esto.
– Yo… yo no beberé… no… yo resistiré… yo gritaré…
– Resistir… ¿piensas acaso que puedes resistirme?.. gritarás… ¿te escuchará alguien? tú beberás…
– ¡Oh Dios poderoso!
– Beberás