No se qué estraña confianza me inspiraba aquel hombre, que cedí y dejé abierto el postigo.
Cuando entré en mi aposento me aterré: Wadah desmelenada, pálida, desceñida la túnica, buscaba por todas partes en mi aposento y rugia y lloraba.
Al verme se abalanzó á mí como una leona.
– ¡Dáme mi rosa blanca, miserable! ¡dámela! gritó.
– ¡Tu rosa blanca! esclamé, ¡tu hija!
– ¡Sí! ¡mi hija! ¡dáme á mi hija que me has robado! gritó.
– Dáme tú mi Al-Hhamar, repuse.
– ¡Qué! ¿no me darás mi hija, ladrona? esclamó Wadah palideciendo.
– ¡Tu hija! ¡tu hija! esclamé, saboreando aquella venganza inesperada que me habia procurado el Bokarí: ya no volverás á ver á tu hija, hechicera.
– ¡Ah! ¡ni tú volverás á ver el sol! gritó.
Luego sentí tres golpes terribles sobre el pecho; despues nada: una densa niebla habia cubierto mis ojos; mi cabeza se habia hecho pesada, como de plomo.
Cuando volví en mí me encontré en una habitacion humilde, pero limpia y alegre.
Un hombre estaba á mi lado contemplándome con interés.
Era el Bokarí.
– ¡Ah! ¡Dios sea loado! esclamó: creí que no volverias á la vida, sultana.
Quise hablar, pero me hizo señal de que callase, y él mismo guardó silencio.
Algunos dias despues, como yo le preguntase por qué razon estaba en su poder me contestó.
– Yo quise que dejaras abierto el postigo para protegerte: poco despues oí los gritos de Wadah y los tuyos; me precipité en tu socorro, pero llegué tarde. Wadah habia desaparecido, y tú estabas por tierra ensangrentada y sin sentido. Cargué contigo; te llevé á mi barca, te restañé la sangre de la mejor manera posible, y apartándome con mi barca de aquel lugar maldito, te he traido aquí. Tenias tres puñaladas en el pecho que me hicieron temer por tu vida: pero la misericordia de Dios no ha querido que mueras.
– ¡Ah! ¿y para qué quiero yo vivir?
– ¿Te has olvidado de tu padre, sultana?
– Mi padre no me recibirá.
– ¿Quién sabe?
– Mi padre me pedirá cuentas de mi honra.
– Que se las pida á Al-Hhamar. ¿Acaso Al-Hhamar no te hizo su esclava? En el momento que tus heridas lo permitan iremos á Africa. Es necesario que tu poderoso padre te vengue de Al-Hhamar.
Pasó así algun tiempo.
El Bokarí, salvas algunas horas de la tarde y de la noche, estaba á mi lado refiriéndome alegres cuentos para entretener mi tristeza.
Lo demás del tiempo lo pasaba encerrado.
– ¿Qué estás haciendo? le dije un dia.
– Estoy haciendo un alcázar tan maravilloso, que no habrá rey que se atreva á construirle.
– Pero si le haces tú, no hay necesidad de que le haga un rey.
– Sí, pero yo le hago imitado en gacela, y para levantarle, para que se toque con las manos como ahora se toca con la vista, serian necesarios grandísimos tesoros.
– ¡Y no me enseñarás ese alcázar! le dije.
– Ven conmigo, me contestó.
Llevóme á una torrecilla, y en ella colgados de las paredes y estendidos por el pavimento, vi una multitud de pergaminos, sobre cada uno de los cuales habia pintada una maravillosa habitacion ó un patio incomparable ó un jardin deleitoso.
– Este es el Palacio-de-Rubíes, sultana, me dijo el Bokarí: el rey que posea este alcázar, será el rey mas poderoso de la tierra.
Cuando el Bokarí dijo esto, mi pensamiento se fijó en tí, mi valiente Nazar, y dije.
– El llegará á ser rey, él será un rey grande y poderoso: él construirá este alcázar.
– ¿Quién sabe? dijo el Bokarí, pero para cuando Al-Hhamar sea rey, ya habré yo muerto. Es necesario buscar otro rey que pueda construir esta obra. Necesitamos pasar á Africa.
– Cuando quieras, le dije: nada espero aquí.
Algunos dias despues llegábamos á Málaga, y nos embarcábamos en una galeota de un amigo del Bokarí.
Llegamos al fin á Tlencen.
El Bokarí, bajo pretesto de mostrar á mi padre el Palacio-de-Rubíes, logró que le recibiese en su alcázar.
Maravilló tanto á mi padre la riqueza de la obra que habia pintado el Bokarí, que no teniendo tesoros bastantes para realizarla, quiso al menos que en su alcázar hiciese algunas habitaciones semejantes el Bokarí.
Pasó algun tiempo.
El Bokarí iba todos los dias á los alcázares de mi padre á labrar las nuevas habitaciones.
Mi padre habia llegado á tenerle ya amor.
Atrevióse al fin un dia á decirle el Bokarí:
– ¿Dónde quieres que ponga esta inscripcion que acabo de labrar?
La inscripcion á que el Bokarí se referia era mi nombre.
– ¡Leila-Radhyah! esclamó mi padre demudado: ¿quién te ha dicho su nombre?
– Es el de una dama muy hermosa que yo conozco, dijo el Bokarí.
– ¿Y qué edad tiene esa dama?
– Diez y siete años.
Creció la palidez de Al-Mostansir.
– ¿Y dónde has conocido á esa dama?
– En Córdoba: es cautiva de un valiente walí.
– ¡Ah! dijo mi padre; ¿no mas que cautiva?
– Poderoso rey, dijo el Bokarí, la cautiva ama á su señor.
– ¿Y su señor la ama á ella?
– Se ha casado con otra.
– ¿Cómo se llama ese walí, que se casa con una muger teniendo en su poder otra que se llama Leila-Radhyah?
– Se llama Mohammet-ebn-Juzef-Al-Hhamar.
– Pero Al-Hhamar no es ya solamente un valiente walí; es un rey.
– ¡Rey!
– Si por cierto: el califato de Córdoba se hunde: cada walí se cree bastante poderoso para declararse rey: Aben-Hud acabará mal; su corona se divide en muchas coronas.
– ¿Y dices, señor, que Juzef-Al-Hhamar es rey?
– Sí; rey de Jaen, Guadix y Baeza. No hablemos mas de esto.
– ¿Pero esta inscripcion?
– Rómpela.
– ¿Olvidais que es el nombre de Leila-Radhyah?
– Rómpela.
– ¿Pero por qué tanta severidad, señor? ¿No os digo que Al-Hhamar?..
– No hablemos mas de esto; esa desdichada ha debido morir… y no ha sabido morir. Rompe su nombre, y no le vuelvas á poner delante de mis ojos ni á enviarlo á mis oidos.
– ¡Ah Leila, Leila de mi alma! esclamó el rey Nazar: ¡y cuán culpable he sido para contigo!
– Eso ha sido un sueño, una pesadilla que ha pasado, dijo Leila-Radhyah sonriendo tristemente: déjame continuar.
El Bokarí no volvió á hablar mas de mí á mi padre hasta que se concluyeron las