El moro cerró.
– Descúbrete, le dijo el rey Nazar.
El moro echó atrás la capucha de su albornoz con la que hasta entonces habia tenido cubierta la cabeza.
– ¡Ah! ¡eres mi walí Aliathar! ¡mi bravo africano! ¡el walí de la guarda de este alcázar en quien yo depositaba mi entera confianza! ¡y te has atrevido á hacerme traicion!
El walí cayó de rodillas.
– No quiero saber el precio en que me has vendido: solo quiero que obres como si no me hubieras encontrado, y te perdono.
– ¡Ah, poderoso señor!
– Que nadie sepa que yo estoy aquí.
– ¡Ah, señor!
– Cumple fielmente con lo que te han encargado aquellos á quien te has vendido.
– Solo tengo que esperar á la media noche á que se presenten un hombre y una muger para introducirlos aquí.
– Pues bien, introdúcelos, y cuando estén dentro, no los dejes salir.
– Así lo haré, señor.
– ¿No está contigo en la guardia el walí Abd-el-Melek?
– Si señor, pero no sabe nada.
– No importa; dí al walí Abd-el-Melek, que vaya con cuarenta hombres á las Angosturas del Darro; que en el ensanchamiento donde está el primer remanso, busque la entrada de una cueva, que se oculte en ella, que prenda al hombre que entre y que le lleve á las mazmorras de la Alcazaba.
– Asi lo diré á Abd-el-Melek, magnífico señor.
– Dí á esta dama lo que tengas que decirla.
– Por esta celosía, se vé la cámara donde reposa la sultana Bekralbayda, dijo Aliathar que temblaba de terror.
En efecto, por una celosía dorada se veia una pequeña cámara octógona, donde se veia un ancho divan de brocado á la opaca luz de una lámpara.
– Por esta puerta, añadió el walí, señalando una pequeña situada en un ángulo, y por unas escaleras estrechas se baja á un alhamí que está cerrado por una puerta de cedro.
– Basta, dijo Leila-Radhyah, que permanecia encubierta: lo demás ya lo se.
El walí se inclinó profundamente.
– Oye ahora, dijo el rey, y cumple fiel lo que voy á mandarte; vé y espera á ese hombre y á esa mujer; pero en el momento que entraren, haz una señal leve: para poder percibirla, voy á trasladarme á la cámara que está sobre el vestíbulo.
– Yo sé silvar como un buho, dijo el walí.
Se estremeció el rey.
– Bien, bien, no importa, silva cuando ese hombre y esa muger hayan entrado: y no les avises, porque si no sucede aquí esta noche lo que debe suceder, te arrojo á mi verdugo para que me arroje tu cabeza.
– ¡Ah, señor!
– Y sobre todo, que Abd-el-Melek, vaya á ocultarse en la cueva del rio, y cumpla las órdenes que te he dado. Vete.
El walí salió estremecido de miedo.
– Ven conmigo, alma de mi alma, dijo el rey tomando la lámpara y asiendo de la mano á Leila-Radhyah.
Atravesó con ella un estrecho corredor, abrió una puerta y entró en un pequeño y bellísimo retrete.
– ¿Quién diria que la tosca lámpara de hierro de un guarda de las obras de mis alcázares habia de alumbrar mi felicidad?
Y dejó la lámpara sobre el alfeizar de una ventana.
Despues estremecido de pasion arrancó el albornoz á Leila-Radhyah.
– ¡Oh santo Dios de Ismael y qué hermosa me la vuelves! ¡qué hermosa y qué enamorada! añadió al ver la mirada candente, lúcida, que Leila-Radhyah posaba en sus ojos.
– ¿Te olvidas, señor, por tu pobre esclava, del motivo que nos trae aquí? dijo Leila-Radhyah, cuyas megillas cubria un leve y dulce matiz de púrpura.
– Siento que mi cabeza se desvanece: en mis oidos resuena una música regalada: la fragancia que me rodea me embriaga: ¡y es el resplandor de tu hermosura que me ciega! ¡es tu voz que resuena en mi alma! ¡es tu aliento que respiro! ¡ah! ¡y qué misericordioso y qué grande es Dios!
– ¡Oh! ¡rey, rey mio! esclamó Radhyah exhalando estas palabras entre un suspiro.
Hubo un momento de silencio.
– ¡Oh! ¡qué feliz, qué feliz soy!.. ¡la felicidad que siento, me comprime el corazon, me mata!.. esclamó Leila-Radhyah: ¡oh! ¡mi Nazar! ¡oh! ¡mi alma!
– Tu amor ha consagrado este alcázar, luz de mis ojos: esclamó el rey mirando con delicia á la princesa africana: ¡oh! ¿por qué tenemos mas en qué pensar que en nuestro amor?
– Oye, rey mio… ¿no es verdad que yo para tí no soy sultana ni esclava? ¿no es verdad que no soy para tí mas que Leila-Radhyah?
Al-Hhamar la estrechó entre sus brazos.
– Para esa infame hechicera, para esa Wadah fatal, justicia: para tí, mi noble mártir, mi amor, mi vida, mi alcázar y mi corona.
– Y para tí mi alma, esclamó Leila-Radhyah exhalando toda su alma en una divina sonrisa.
Callaron entrambos dominados por su amor, porque un amor que, comprimido, desgarrado, cubierto de luto y de dolores durante diez y siete años, estallaba al fin inmenso.
– Oye, dijo Leila-Radhyah: quiero contarte mi historia.
– ¡Tu historia! ¡una historia de desdichas!
– No, porque ha habido dos nobles y generosos hombres que me han protegido, que se han consagrado á mí: mi historia es muy sencilla y muy breve.
– ¡Oh! te escucho: tu voz es para mí tan dulce y tan amada como puede serlo la voz de los arcángeles al Señor.
– ¿Te acuerdas del dia en que nos conocimos?
– ¡Oh! esclamó el rey Nazar.
– Nos rodeaba el horror del combate: estaba yo cercada de cadáveres despedazados: los cristianos que me habian robado en la frontera cuando me dirigia á Córdoba, que habian muerto al wacir que me acompañaba, á mis doncellas, á mis esclavos, habian sido muertos á su vez por tus soldados y yo lloraba desolada porque me veia cautiva cuando empezaba mi juventud: ¿te acuerdas?.. apenas tenia doce años, y ya era una muger: ya mi corazon languidecia de amor.
– ¡Hija de Africa, alentada por el viento del desierto! esclamó con entusiasmo Al-Hhamar: ¡oh! ¡y qué hermosa eras ya! pero ahora eres mas hermosa: yo nunca hubiera creido que ojos de muger pudieran brillar tanto, arder tanto, exhalar tanta dulzura… ¡oh! entonces eras una hermosa doncella… que llorabas… ahora eres un arcángel de fuego…
– Pero el dolor ha enflaquecido mi cuerpo y empalidecido mis megillas.
– ¡Oh, Dios mio! y si la felicidad, si mi amor te embelesan, dime… ¿quién tendrá vida bastante fuerte para resistir tu hermosura, cuando en estos momentos tu hermosura mata?
– ¿Y si eso fuese, si yo llegase á ser tan hermosa, tan resplandeciente como una hurí del Señor, no creerias mi hermoso, mi valiente Nazar, que el Altísimo empezaba á recompensarte sobre la tierra? Pero es que tu amor me embellece á tus ojos: hace diez y ocho años… ¡oh! ¡entonces si que era hermosa!.. pero tú entonces eras mas hermoso que yo… me acuerdo, ¡oh! me acuerdo como si hoy mismo me estuviera sucediendo, que vi de repente junto á mí un jóven caballero en una yegua ensangrentada hasta el petral de acero: me acuerdo que cuando vi fija en mi mirada la mirada absorta de aquel mancebo, sentí inundada mi alma de una alegría, de una felicidad inmensas; lo olvidé todo: que me encontraba sola, esclava en tierra estraña. Y ¿te acuerdas, Nazar, rey mio, con cuánta alegría me