Pasó la noche y llegó el alba.
El príncipe oyó el ruido de los añafiles y de las atakebiras que despertaban á los soldados del rey Nazar.
Poco despues vió pasar bajo el ajimez caballos magníficamente enjaezados, esclavos deslumbrantemente vestidos, banderas y soldados.
– ¿Qué fiesta irá á celebrarse hoy? pensaba el príncipe al ver todo aquello.
Bekralbayda, que no habia dormido, oia tambien todo aquel tráfago y se maravillaba.
De repente se abrió la puerta de la izquierda de la cámara y apareció el nuevo alcaide de los eunucos.
– Poderosa sultana, dijo prosternándose ante Bekralbayda, ven si quieres á que tus esclavas engalanen tu hermosura.
– ¿Lo manda el sultan?
– El esclarecido y magnífico sultan Nazar quiere que arrojes de tí la tristeza, luz de los cielos.
– Cúmplase la voluntad del señor: dijo Bekralbayda y se levantó y siguió al alcaide de los eunucos.
El príncipe vió salir á Bekralbayda con inquietud.
En aquel punto se abrió la puerta de la derecha y apareció el alcaide de los esclavos de palacio.
– Poderoso príncipe y señor, dijo prosternándose, ven si te place á que tus esclavos te cubran de las vestiduras reales.
El príncipe salió.
La cámara quedó desierta.
Fuera crecia á cada momento el ruido de las gentes de armas, de las pisadas de los caballos, y del toque de añafiles y timbales.
Asomaba por el oriente un sol esplendoroso y todo anunciaba un gran dia.
VII
EL PERGAMINO SELLADO
Aun no habia acabado de levantarse el sol sobre la cumbre del Veleta, cuando el rey Nazar departia mano á mano con Yshac-el-Rumi.
– Estoy satisfecho de ellos, le decia, y soy feliz.
– ¡Ah señor! tú has nacido para la gloria y para la fortuna: esclamó Yshac tristemente.
– ¿Paréceme que te pesa de mi felicidad? dijo con recelo el rey.
– ¡Ah! no, no señor: es que soy tan desgraciado que la alegría me entristece, y hoy hasta el dia es alegre.
Hubo un momento de silencio:
– Pero esto no importa, continuó Yshac; lo que yo queria lo he conseguido, Leila-Radhyah y Bekralbayda son felices; ¿qué mas puedo yo desear?
– A propósito, es necesario que vayas á traer á Bekralbayda; el camino es por aquí.
Y el rey abrió una puerta secreta.
Cuando salia Yshac, entraba por otra puerta una muger magnífica y resplandeciente: era Leila-Radhyah.
– ¡Ah! ¡luz de mis ojos! esclamó el rey: al fin luce para nosotros el dia de la felicidad.
– Y para nuestros hijos tambien.
– ¡Oh! ¡y cuán lejos está de sospechar su ventura mi hijo!
– ¡Y cuán digno es de ser feliz! ¡pobre niño! tres meses encerrado con su amor y su desesperacion en aquella torre.
– Eso le hará mas querido á su esposa, y le enseñará á respetar mas mis órdenes; pero ve, ve tú por él, vida de mi vida: quiero que tú seas quien me le traiga á mis pies para que le perdone.
Leila-Radhyah sonrió de una manera enloquecedora, lanzó un relámpago de amor de sus negros ojos al rey, y desapareció por una puerta.
Al-Hhamar el magnífico, sacó entonces de un arca un pliego cerrado y le puso en una bandeja de oro sobre una mesa.
Pasó algun tiempo, y al fin aparecieron por dos puertas distintas Leila-Radhyah, trayendo de la mano al príncipe Mohammet; Yshac-el-Rumi, llevando del mismo modo á Bekralbayda.
Al verse los dos jóvenes delante del rey, palidecieron y temblaron.
No sabian lo que iba á ser de ellos.
El rey adelantó hácia Bekralbayda, la besó en la frente, la asió de la mano y la llevó hasta su hijo, á quien abrazó.
– Tú amas á Bekralbayda, dijo el rey Nazar al príncipe Mohammet.
El príncipe bajó los ojos, creció su palidez y mirando al fin á su padre con temor le dijo con acento trémulo:
– Tanto la amo, que por ella he provocado tu enojo, señor.
– Y tú, tú tambien amas al príncipe mi hijo, Bekralbayda.
– El destino ha querido que sea suya mi alma, contestó Bekralbayda.
– Tú, dijo el rey Nazar dirigiéndose á su hijo, has tenido celos de tu padre.
– ¡Ah señor! murmuró el príncipe.
– Y tú, añadió el rey, volviéndose á Bekralbayda te has creido amada por mí.
Bekralbayda calló.
– Es verdad dijo el rey que yo he buscado tus amores.
Leila-Radhyah palideció intensamente al oir esta confesion del rey y dió un paso hácia adelante.
– Pero antes de pedirte amores, continuó el rey Nazar, escribí lo que se contiene en ese pergamino que está cerrado sobre esa bandeja y sellado con mi sello. Tú Bekralbayda escribiste tu nombre sobre el pergamino cerrado ¿le conoces?
El rey tomó el pergamino y le mostró á Bekralbayda.
– Sí señor, dijo la jóven, este es el pergamino que tú escribiste la primera vez que hablaste conmigo, que cerraste y sobre el cual me mandaste escribir mi nombre.
– ¿Recuerdas esta circunstancia, Yshac-el-Rumi? añadió el rey volviéndose al viejo.
– Sí señor, dijo este, tú escribiste ese pergamino y le sellaste y mandaste que pusiese sobre él su nombre á Bekralbayda, la primera vez que hablaste con ella.
– Rompe el sello de ese pergamino, Bekralbayda, desenróllale y léele en alta voz.
La jóven obedeció, desenrolló el pergamino y leyó con voz trémula lo siguiente:
«He conocido una doncella blanca de ojos negros.
Es hermosa como las huríes que el Señor promete á sus escogidos, y pura como la violeta que se esconde entre el cesped á la márgen de los arroyos.
Mi hijo primogénito, el príncipe Mohammet Abd-Allah, mi sucesor y mi compañero en el gobierno de mis reinos, la conoce tambien y la ama.
Por ella ha desobedecido mis órdenes, ha dejado abandonadas en el castillo de Alhama mi bandera y mis gentes de guerra, y se ha venido á Granada enloquecido de amor.
Yo debo castigar al príncipe y le castigaré.
Pero yo tambien debo hacer su felicidad y procuraré hacerla.
Ama con toda su alma á Bekralbayda.
Bekralbayda será esposa de mi hijo si es digna de su amor.
Yo rodearé á Bekralbayda de cuantas seducciones pueden enloquecer á una muger.
Me fingiré enamorado de ella.
La ofreceré mis tesoros, y si esto no bastare, la ofreceré mi trono.
Si resistiere á esto, procuraré aterrarla.
Si Bekralbayda no resiste á la ambicion, la alejaré de mi hijo.
Porque una muger que ama, y que ha pertenecido á otro hombre debe despreciarlo todo por el hombre de su amor.
Si resistiere á la ambicion y sucumbiere al miedo, la apartaré tambien de mi hijo, porque una muger que ama, debe morir antes que ofender al hombre de su amor.
»Pero